Venganza en Sevilla (12 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Venganza en Sevilla
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—Si matas a los Curvos en sus casas, en sus propios salones, clavándoles un puñal, una daga o una espada —afirmó con gravedad—, se prenderá a los criados y se los torturará para que digan cualquier cosa que sepan o sospechen, se requerirán testimonios de unos y de otros, incluso de los nobles, y terminarán dando contigo.

—Insisto en que aún no sé cómo los voy a matar, mas por experiencia conozco que es mejor la sagacidad y la discreción que la fuerza y las bravatas. Estoy cierta de que obraré con mayor tino si los conozco, los trato y frecuento sus casas que si actúo desde fuera. Tienen que confiar en mí, ponerse en mis manos, contarme sus secretos y, llegados a ese punto, seré verdugo de mi agravio.

Doña Clara me miró apenada.

—Si fuera Martín el que me hablase le diría que su pensamiento es muy acertado y que razona con notable inteligencia, mas siendo tú, Catalina, la que dices estas cosas que suenan tan mal saliendo de tu boca, sólo el temor me asalta y veo que te van a matar o que acabarás en la cárcel de mujeres.

¿Por qué lo que era inteligente para Martín era feo y peligroso para Catalina? Si Martín podía, Catalina podía y yo era Martín y Catalina al tiempo, de donde se infería, aunque costara de entender, que lo que un hombre podía poner en ejecución también podía ponerlo una mujer.

—No sigáis, doña Clara —le pedí humildemente—. No es de estima lo que poco cuesta, por eso apreciaré en más la feliz resolución de mi desquite. Las buenas almas de la gente a la que tanto quise me ayudarán a salir victoriosa de esta empresa.

—Sea —admitió—. Haré de ti una noble dama, te enseñaré todo lo que sé y lo que aprendí junto a don Luis.

—Os lo agradezco, señora.

Y así fue. Durante las semanas subsiguientes, aprendí a bailar danzas elegantes como la Gallarda, la Españoleta o la Pavana con la amable ayuda del marqués, al tiempo que doña Clara se esforzaba por enseñarme la vigilancia del servicio doméstico, la limpieza requerida en las cocinas y la despensa, los precios de los productos del mercado y de las tiendas para evitar la sisa de los criados, las ropas y oficios de la servidumbre y la necesidad de que siempre fueran pulcros, se lavaran las manos, fregaran las mesas tras levantar los manteles y barrieran los suelos. Asimismo debía aprender a vestirme con galanos y vistosos trajes según la hora del día y el suceso, a conocer los variados afeites corporales que crean la belleza, a distinguir las telas y tejidos para hablar sobre ellos con otras damas, a valorar los objetos decorativos, la música, el teatro, la poesía, los mejores vinos, las carnes, los dulces... No había asunto frívolo del que, al parecer, no se ocuparan las damas ociosas de noble o acaudalada cuna. Perdí los estribos con las complicadas artes de la etiqueta (como disponer concertadamente las mesas, preparar los aguamanos con olorosas fragancias, elegir y casar los distintos manjares y bebidas de un banquete, prevenir las músicas perfectas...), y ni que decir tiene que aún los perdí más con las maneras, los saludos y el antiguo hablar florido que las clases altas utilizaban para expresarse.

—¡Deja de quejarte, muchacha! —me reñía doña Clara de continuo—. Todo esto redundará en tu provecho para siempre. El cielo te ha dotado con el felicísimo talento del ingenio. Cultívalo, pues, no sólo para discurrir ardides sino para convertirte en una dama.

—¡De nada me sirve el ingenio para resolver lo que no tiene resolución! —gritaba yo, desesperada—. No debo caminar ni con paso vivo ni con paso lento, ni parecer agitada ni quieta, ni cruzar los brazos ni tenerlos sueltos, ni parlotear ruidosamente ni con timidez, ni clavar los codos en los costados, ni...

—¡Basta! Y, por mi vida, coge la carne del plato sólo con tres dedos y no los dejes dentro de la salsa tanto tiempo.

Mas lo peor de todo eran los numerosos baños que una dama debía tomar al cabo del mes, siempre tan desnuda como su madre la parió. El invierno de mil y seiscientos y siete resultó muy frío en Sevilla, y el cielo siempre estaba cubierto de pardas y oscuras nubes que descargaban lluvias perpetuas que asustaban a los Sevillanos por si se desbordaba el cauce del Betis, suceso que ocurría con frecuencia provocando grandes daños en la ciudad. Así, bañarse tanto, aunque fuera en aguas tibias como las del Caribe y junto a un brasero, era una tarea de difícil cumplimiento y aún más por el helor que atería el cuerpo con los ungüentos perfumados que había que friccionarse al acabar.

Mejor me lucían las noches pues, durante las cenas, don Luis, doña Clara, Rodrigo y yo pergeñábamos las costuras de mi propósito hasta acabarlo cumplidamente allá por el mes de marzo, cuando la Armada de Tierra Firme zarpó de Sevilla a poco de comenzar la Cuaresma. Por si el contrabandista Martín Nevares intentaba regresar al Nuevo Mundo oculto en las naos de la Armada, los veedores reales extremaron las precauciones y se le buscó entre los marineros e incluso entre los oficiales y se escudriñaron hasta los pañoles de pólvora, donde se guardaba la munición. Aprovechando la partida, Rodrigo envió una misiva a madre explicándole con todo comedimiento y consideración que el maestre había muerto y que el regreso a Santa Marta quedaba pospuesto por unos asuntos menores que había que formalizar. No daba nombres ni pormenores, por si la misiva era leída por otros ojos que no fueran los de madre. La marcha de la Armada de Tierra Firme nos encogió el corazón a Rodrigo, a Juanillo, a Damiana y a mí por el grande deseo que sentíamos de regresar a casa pero su partida tuvo, extrañamente, otro efecto y, por más, muy bueno, pues nos señaló la manera en que Catalina Solís debía aparecer en Sevilla para comenzar la ejecución de su venganza.

Abandonamos Sevilla una noche, poco antes de que se cerraran las puertas de la ciudad, ocultándonos entre el gentío que regresaba a sus casas en las circunvecinas aldeas y parroquias. El pícaro Alonso, que ni sabía adónde íbamos ni podía acompañarnos, quedó ceñudo y enfadado, mas doña Clara le tomó por uno más de los criados de la casa y ahí se acabó el problema. Yo tuve que viajar dentro del coche vestida de moza labradora para que los cuadrilleros de la Santa Hermandad que custodiaban los caminos y los bosques no me reconocieran como Martín, así que hubo que explicarle a Juanillo la verdad y el mozo, que había hecho buenas migas con Damiana y no entendía por qué había sido el último en enterarse, encontró tan divertido que yo fuera una mujer que se estuvo riendo a carcajadas hasta que Rodrigo le soltó un mojicón que le cerró la boca por largo tiempo.

Para nuestra satisfacción, entramos en Portugal sin mermas ni quebrantos y llegamos convenientemente a Cacilhas el Domingo de Ramos, día que se contaban ocho del mes de abril. Antes de subir al batel para alcanzar la Sospechosa, me convertí de nuevo en Martín, por no asombrar al piloto y a los marineros, que no hubieran admitido jamás a Catalina por maestre. Luis de Heredia me informó de lo poco o nada acaecido durante aquellos cuatro meses y, luego, yo le comuniqué que zarpábamos al punto rumbo a las Terceras, a la ciudad portuaria de Angra do Heroísmo, donde las flotas y las Armadas que volvían de Tierra Firme o de Nueva España paraban para hacer aguada antes de llegar a la península. Luis de Heredia se ganaba bien su salario por la mucha discreción que ponía en ejecutar sin preguntar y en obedecer sin entrometerse.

Tardamos a lo menos quince días en arribar a las Terceras por tener vientos contrarios y, como no había aviso de llegada de flotas, las aguas estaban limpias de piratas y de galeones españoles. Fondeamos en la bahía de Angra do Heroísmo y, ya en el batel que nos acercaba al puerto, me envolví entera con un manto grande que me tapaba desde la cabeza hasta los pies y me cubrí el rostro con un antifaz de tafetán de los que tanto hombres como mujeres usan para los viajes. De esta guisa puse el pie en tierra y Rodrigo, Juanillo y Damiana me siguieron. Los marineros que nos habían trasladado tenían orden de regresar a la nao sin entrar en la ciudad y Luis de Heredia sabía que debía volver a Cacilhas y permanecer allí, esperándonos, durante los meses subsiguientes, con la Sospechosa lista para zarpar en cualquier momento.

Angra do Heroísmo era una ciudad muerta que sólo renacía con la llegada de las naos que venían del Nuevo Mundo. Cuando el aviso que iba a Sevilla para comunicar que una flota había zarpado de La Habana rumbo a España pasaba por las Terceras, Angra empezaba a llenarse de gentes que llegaban con sus mercaderías desde todos los puntos de la isla pues se sabía que, desde que pasaba el aviso hasta que llegaba la flota, no transcurrían más de dos meses. En ese tiempo, los pastores y los labradores iban llegando a Angra con sus cargas de leña, sus animales, sus frutas, sus vinos, sus cueros y cualquier otra cosa que pudiera venderse a unos marineros agotados y hartos de beber agua podrida durante las últimas semanas del viaje. Después, al partir las flotas y las Armadas, refrescadas y abastecidas, rumbo a Sanlúcar de Barrameda, Angra se apagaba como un candil sin aceite y así permanecía hasta la llegada del siguiente aviso, cuando la rueda tornaba a girar.

Por las cuentas que nos habíamos hecho, no tardaría en arribar a Angra algún aviso de las dos flotas que, en aquellos tiempos, mareaban por las costas del Nuevo Mundo (la Armada de Tierra Firme al mando del general Francisco del Corral y Toledo y la flota de Nueva España al mando del general Lope Díaz de Armendáriz), de las que tan ansiosamente se esperaban nuevas en Sevilla y en la corte, pues nada se sabía de ellas desde hacía muchos meses y se necesitaban con apremio los caudales para pagar las deudas a los prestamistas y banqueros y los salarios a los soldados y oficiales de los tercios, que hacía mucho tiempo que no cobraban y empezaban a sublevarse. De los cuatro millones y medio de ducados en oro, plata, perlas y piedras, más los dos en añil y cochinilla que trajo la flota en la que llegó mi señor padre a Sevilla en el mes de diciembre del año anterior ya no quedaba nada. Era tan grande la necesidad de la Corona y de los mercaderes que antes de que arribaran las riquezas del Nuevo Mundo ya estaban comprometidas y por eso se enviaban grandes Armadas para proteger las flotas desde las Terceras hasta Sevilla, pues era ésa la parte más peligrosa del viaje por estar a tiro de piedra de los puertos contrabandistas de Francia e Inglaterra. Por fortuna, hasta la fecha ninguna flota o Armada había sido atacada por piratas pues éstos tenían demasiado miedo a la potencia de los poderosos galeones reales que podían artillar hasta dos mil o dos mil y quinientos cañones entre todos, de suerte que los piratas se conformaban con asaltar las naos más débiles o sobrecargadas que se salían de la conserva por no poder seguir a los demás navíos. Tal fue lo que le aconteció a la nao mercante en la que mi hermano Martín y yo viajamos al Nuevo Mundo en mil y quinientos y noventa y ocho. Era una galera vieja con las bodegas colmadas, y así, por marear muy despacio, se salió de la conserva. Los piratas nos estuvieron siguiendo hasta que la flota del general Sancho Pardo se alejó lo suficiente y, entonces, nos atacaron y mi hermano murió. Yo, por aquel entonces, desconocía por qué el general nos había abandonado a nuestra mala suerte sin regresar para defendernos. Los años me habían enseñado que el tesoro del rey viajaba en los galeones y que éstos jamás corrían riesgos innecesarios, ni siquiera para salvar vidas inocentes.

En Angra do Heroísmo nos hospedamos en la única posada abierta y nos acomodamos para pasar allí un tiempo largo y tedioso. Mis compadres salían a caminar y a comprar las vituallas que Damiana preparaba en nuestras habitaciones entretanto yo permanecía encerrada en la posada, esperándolos; no abandoné mi alcoba ni en una sola ocasión, y pasaba los días leyendo, mirando por la ventana que daba al puerto, ejercitándome con la espada o hablando con los otros, que hacían todo lo que se les ocurría para entretenerme. Aprendí a jugar a los naipes y, al poco, ya dominaba las flores más espinosas practicadas por los fulleros más diestros. Rodrigo, antiguo garitero, juró que yo tenía un don natural para las trampas y que, de no ser mujer, podría haberme dedicado a vivir regaladamente de esas bellaquerías.

Aquella larga estancia en Angra me aprovechó también para temperar, en grande modo, el dolor por la muerte de mi padre. Es cierto, como dicen, que el tiempo todo lo cura y los meses pasados en España entre sustos, tumbos, peligros, mudanzas y giros me habían servido de mucho. No es que se me hubiera pasado la pena sino que se iba alejando de mí como si cada jornada valiera por una semana y cada semana por un mes.

Al fin, cierta mañana de principios de junio, la ciudad se despertó con repiques de campana, gritos y voces. Salté de la cama y miré la mar: un patache con la bandera del rey de España se acercaba con buen viento a la bahía. Era un aviso de flota. Me giré y le dije a Damiana:

—La nao ha llegado. Corre a avisar a Rodrigo y a Juanillo. Nos vamos.

Capítulo 3

Desde que arribamos a Sanlúcar y pasamos la peligrosa barra que tantos navíos ha hundido, un buen número de bajeles y barcas, cuyos marineros nos saludaban jubilosamente con gritos de regocijo, se nos pegaron a los costados para remontar el Betis. En la aduana de la barra, el veedor oficial se extrañó un tanto de encontrar a bordo a una pasajera con tres criados y, a su demanda, el maestre le explicó muy valederamente la historia que yo había inventado y terminó por meterle un puñado de monedas en el saquillo de su toga de oficial real para ventilar con presteza el asunto. Luego, viendo que aquí paz y después gloria y que a quien Dios se la dio san Pedro se la bendijo, cambió de argumento y le comunicó que la flota de Nueva España al mando del general Lope Díaz de Armendáriz había partido de La Habana cuatro semanas ha, el mismo día que nosotros, por lo que, si todo iba bien, llegaría a Sevilla en agosto o septiembre. El veedor dio su beneplácito con grande satisfacción y continuamos libremente nuestro rumbo. Cada vez eran más las naos que nos seguían en nuestra ascensión por el río y no había aldea o finca ribereña por la que pasáramos cuyos moradores no se echaran al agua turbia y encenagada para darnos la bienvenida. La arribada del aviso señalaba la pronta llegada de las abundantes riquezas del Nuevo Mundo y, aunque ni un maravedí de ellas caería en las manos de aquellos que tanto se alegraban, al menos tendrían trabajo descargando y reparando las naos de la flota.

En cuanto divisamos la Torre del Oro, empezamos a escuchar el vocerío y unas salvas de bienvenida se dispararon para prevenir a todos los sevillanos de que algo importante estaba ocurriendo en el puerto. El día era bueno y hacía calor, así que los habitantes de Sevilla, que poco necesitaban para animarse, dejaron sus ocupaciones y bajaron hasta el Arenal. La ciudad en pleno se congregó allí para recibirnos. El maestre del aviso nos dijo, muy complacido (y ya podía estarlo el muy bribón, dados los caudales que me había sacado), que aquellas fiestas no eran nada en comparación con las que se organizaban cuando llegaba una flota, mas a mí ya me parecía suficiente espectáculo, el conveniente y adecuado a mi propósito de hacerme notar.

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