Vencer al Dragón (24 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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—Supongo que puedo hacerlo. El Templo de Sarmendes está a medio kilómetro por el Gran Pasaje, si Dromar me decía la verdad. Si Osprey y yo vamos a toda velocidad, deberíamos poder atrapar al dragón en la Sala del Mercado, justo detrás de las Puertas. Y si es capaz de oírme en el momento en que empiece a galopar por la Ladera, todavía puedo atraparlo antes de que salga al aire. Tendré sitio para pelear con él en la Sala del Mercado. Es mi única posibilidad.

—No —dijo Jenny con calma. Él la miró con las cejas arqueadas—. Tienes otra oportunidad si volvemos a Bel. Zyerne puede ayudarte a atacarlo por detrás, por las cuevas. Sus hechizos te protegerán y los míos no pueden hacerlo.

—Jen —Un mudo recelo en la expresión del rostro de John se abrió de pronto en el brillo blanco de los dientes. Levantó las manos para ayudarla a bajar mientras meneaba la cabeza con desaprobación. Ella no se movió.

—Al menos, le conviene mantenerte a salvo si quiere al dragón muerto. Lo demás no es asunto tuyo.

La sonrisa de John se hizo más amplia.

—Ahí tienes un buen argumento, amor —aceptó—. Pero no me parece que esa chica sepa cocinar bien unas judías. —Y la ayudó a bajar del caballo.

El mal presentimiento que pesaba sobre el corazón de Jenny no disminuyó; más bien creció en la corta tarde. Se dijo a sí misma una y otra vez, mientras caminaba por los círculos mágicos y encendía el fuego en el centro para elaborar sus venenos, que el agua era mentirosa; que adivinaba el futuro mejor que el cristal pero que sus imágenes eran menos fiables que las del fuego. Pero una sensación de algo trágico e inminente pesaba sobre su corazón y, cuando la luz del día disminuyó, le pareció que veía en el fuego bajo la olla que hervía a fuego lento la misma imagen del agua: la camisa de cota de malla de John desgarrada en una docena de sitios, los eslabones rotos brillantes de sangre oscura.

Había hecho el fuego en el extremo de la Ladera, donde el viento llevaría el humo y los vapores lejos del campamento y del valle, y trabajó toda la tarde hechizando los ingredientes y el acero de los arpones. La señora Mab le había aconsejado sobre los venenos más poderosos que podían afectar a los dragones y como eran ingredientes que la maga no tenía en su limitado depósito, Jenny los había comprado en la calle de los Farmacéuticos en el Mercado de Bel. Mientras ella trabajaba, los dos hombres exploraron la Ladera, sacaron agua del pequeño pozo que había a cierta distancia en los bosques para los caballos —la casa fuente que había servido a las curtidurías había quedado aplastada como una cáscara de huevo— y luego montaron el campamento. John tenía muy poco que decir desde que Jenny le había hablado al borde de la Ladera; Gareth parecía temblar con una mezcla de excitación y terror.

Jenny había quedado algo sorprendida de que John invitara a Gareth a unírseles, aunque había planeado pedirle que lo hiciera. Tenía sus propias razones para desear que el muchacho estuviera con ellos y esas razones tenían muy poco que ver con el deseo de Gareth de ver cómo se mataba a un dragón, deseo que había expresado al comienzo del viaje desde el norte, pero no últimamente. Jenny…, y sin duda también John, sabían que la partida de los dos habría dejado sin protección a Gareth en la ciudad de Bel.

Tal vez Mab tenía razón, pensó Jenny, mientras apartaba la cara del olor horrible del humo y se la secaba con una mano enguantada. Había males peores que el dragón en esa tierra…, morir a manos de esa bestia tal vez podía verse como un mal menor en ciertas circunstancias.

Las voces de los hombres llegaron a ella desde el otro lado del campamento. Se movían, preparando la cena. Jenny había notado que ninguno de los dos hablaba en voz muy alta cuando estaba cerca del borde de la Ladera.

—Voy a conseguirlo —decía John mientras arrojaba una torta sobre la sartén y miraba a Gareth—. ¿Cómo es la Sala del Mercado? ¿Puedo tropezar con algo?

—No creo, si el dragón ha estado entrando y saliendo —dijo Gareth después de un momento—. Es un salón muy grande, como dijo Dromar; unos trescientos metros de profundidad y todavía más de ancho. El techo es muy alto, con cuernos de roca que cuelgan de él…, y cadenas también, que antes sostenían cientos de lámparas. El suelo está nivelado y antes estaba cubierto de quioscos, toldos y puestos de frutas y verduras; todo lo que se producía en el reino se vendía a la Gruta en ese lugar. No creo que haya nada lo suficientemente sólido para resistir el fuego del dragón.

Aversin dejó caer la última torta en la sartén y se enderezó, secándose los dedos en un extremo de su capa. Una oscuridad azul se descargaba sobre la Ladera de los Curtidores. Desde su fuego pequeño, Jenny veía a los dos hombres delineados en oro contra un fondo azul y negro. No se acercaron, en parte por el olor de los venenos, en parte por los círculos mágicos que brillaban suavemente en el suelo arenoso a su alrededor. La clave de la magia es magia…, Jenny sentía que los miraba desde un lugar aislado en otro mundo, a solas con el calor del fuego, el olor hiriente de los humos del veneno y el peso terrible de los hechizos de la muerte en su corazón.

John fue hasta el borde de la Ladera por décima vez esa tarde. A través de los huesos destrozados de Grutas, lo miraba el ojo negro de calavera de las Puertas. Placas de metal y astillas partidas de madera quemada yacían esparcidas sobre las escaleras de granito anchas y no muy altas, que había debajo de ellos, apenas visibles en la luz acuática de la luna de cera. La aldea misma yacía en una laguna de oscuridad impenetrable.

—No está tan lejos —dijo Gareth con esperanza—. Incluso si os oye en el momento en que lleguéis al valle, podréis llegar a la Sala del Mercado a tiempo.

John suspiró.

—No estoy tan seguro de eso, héroe. Los dragones se mueven con rapidez, incluso en el suelo. Y el de allá abajo es malo. Osprey no será muy rápido ni siquiera a galope tendido. Me hubiera gustado explorar para ver cuál era la ruta más despejada pero no es posible. Lo más que puedo esperar es que no haya puertas de sótanos abiertas o pozos privados desde aquí hasta las Grandes Puertas.

Gareth rió suavemente.

—Es extraño. Nunca había pensado en eso. En las baladas, el caballo del héroe nunca tropieza en el camino a la batalla con el dragón, aunque los caballos tropiezan de vez en cuando hasta en los torneos, donde el suelo de las pistas está alisado de antemano. Pensé que sería…, no sé, como en una balada. Muy directo. Que vendríais cabalgando desde Bel, directo hasta aquí arriba y luego abajo, a la Gruta…

—¿Sin dejar descansar el caballo después del viaje aunque lo llevara de la rienda? ¿Sin explorar el terreno? —Los ojos de John bailaban detrás de los anteojos—. No me extraña que los caballeros del rey hayan muerto. —Suspiró—. Lo único que me preocupa es que si me retraso, aunque sea un poco, voy a quedar debajo de esa cosa cuando salga por las Puertas…

Luego tosió, sacudiendo el aire y dijo:

—¡Mierda! —Mientras corría a sacar las tortas en llamas de la sartén. Con los dedos quemados, agregó—: Y lo peor de todo es que hasta Adric cocina mejor que yo…

Jenny dio la espalda a las voces y a la dulzura de la noche más allá del calor ardiente del fuego. Mientras hundía los arpones en el líquido espeso e hirviente de la olla, el sudor le pegó el cabello largo a las mejillas y le corrió por los brazos desnudos bajo las mangas levantadas de su capa hasta los puños de los guantes; el calor se esparcía como una película roja sobre los dedos de sus pies, desnudos como casi siempre que hacía magia.

Como John, se sentía muy dentro de sí misma, curiosamente separada de lo que hacía. Los hechizos de muerte colgaban con un olor desagradable en el aire a su alrededor, y la cabeza y los huesos estaban empezando a dolerle por el calor y el esfuerzo de la magia que estaba tejiendo. Los poderes que llamaba la cansaban siempre, incluso cuando eran para algo bueno; ahora se sentía agobiada por ellos, exhausta, y sabía que no había urdido nada bueno con ese cansancio.

El Dragón Dorado volvió a su mente de nuevo, el primer instante increíble en que lo había visto caer desde el cielo como un relámpago de ámbar y había pensado: «Esto es belleza.» Recordaba también la carnicería que había quedado en el barranco, los charcos malolientes de ácido y veneno y sangre y el canto plateado, débil, que moría en el aire tembloroso. Tal vez eran sólo los humos que estaba inhalando, pero sintió una náusea súbita ante esa imagen.

Había matado Meewinks o los había mutilado y los había dejado así para que se los comieran sus hermanos; recordaba el cabello grasiento y resbaladizo del bandido bajo sus dedos cuando le tocó las sienes en las ruinas. Pero no eran como el dragón. Ellos habían elegido ser lo que eran.

Como tú.

¿Y qué eres tú, Jenny Waynest?

Pero no pudo encontrar una respuesta.

La voz de Gareth llegó hasta ella desde el otro fuego.

—Esa es otra cosa que nunca nombran en las baladas, algo que quiero preguntaros. Sé que suena tonto, pero…, ¿cómo hacéis para que no se os rompan los anteojos en la batalla?

—No los uso —replicó la voz de John con rapidez—. Si uno lo ve venir, ya es muy tarde de todos modos. Y además, hice que Jen los hechizara para que no se caigan o se rompan cuando sí los uso.

Ella los miró, en el aura condensada de los hechizos de muerte y exterminio de belleza que la rodeaban, a ella y a su olla de veneno. La luz del fuego brilló en el metal del jubón de John; brillaba contra el azul de la noche como la marca de un fabricante estampada en oro sobre un rollo de terciopelo. Casi podía oír la sonrisa alegre en la voz de su compañero.

—Me parece que si voy a romperme el corazón amando a una esposa maga, por lo menos puedo sacar algún provecho.

Sobre el hombro de la Pared de Nast colgaba la luna, un ojo blanco medio abierto, de cera, que iba hacia el cuarto menguante. Con una punzada como una púa de metal hundida en su corazón, Jenny recordó que había sido así en su visión en el agua.

En silencio, se arrinconó de nuevo en su círculo privado de muerte, dejando fuera ese otro mundo de amistad y amor y tonterías, encerrándose con los hechizos de ruina y desesperación y fuerzas que fallan de pronto. Era parte de su poder dar la muerte de esa forma y se odiaba por eso, aunque, como John, sabía que no tenía otra opción.

—¿Pensáis que podréis hacerlo? —preguntó Gareth. Frente a ellos, las ruinas de la aldea quebrada estaban púrpura y pizarra con las sombras de la luz temprana. El aliento de Osprey, caballo de batalla, era tibio sobre la mano de Jenny que lo llevaba de la rienda.

—Tendré que hacerlo, ¿no? —John controló la cincha y saltó sobre la montura. El reflejo frío del cielo de la mañana brillaba, resbaladizo, sobre la grasa que Jenny había hecho la noche anterior para que él se protegiera la cara contra el ardor del fuego del dragón. La escarcha crujía en la maleza bajo los cascos de Osprey. Lo último que había hecho Jenny justo antes del amanecer había sido ahuyentar las nieblas que entraban desde los bosques a cubrir el valle, y alrededor de los tres, el aire estaba claro y brillante y los colores pardos del invierno se entibiaban de vida. Jenny se sentía fría, vacía y agotada; había volcado todos sus poderes en esos venenos. Le dolía violentamente la cabeza y se sentía sucia, extraña y con la mente en guerra, como si fuera dos personas separadas. También se había sentido así, lo recordaba, cuando John cabalgó contra el primer dragón aunque entonces no había sabido la razón. Entonces, no sabía cómo sería la muerte violenta de esa belleza. Temía por él y sentía la desesperación como una púa en su pecho; sólo quería que el día terminara de una forma o de otra.

Los anillos de la parte posterior de los guantes de malla de John crujieron con fuerza cuando se inclinó para que ella le diera los arpones. Eran seis, en un carcaj en la espalda; el acero de sus extremos abiertos brilló con el fulgor de la luz temprana, pero no sobre el negro tétrico que les cubría las puntas. El cuero de las agarraderas era firme y duro bajo las palmas de ella. John se había puesto una camisa de cota de malla sobre el jubón con partes de metal y su cara estaba rodeada de una caperuza del mismo material. Sin los anteojos y con el cabello lanoso escondido bajo la capucha, se le veían de pronto los huesos prominentes; mostraban lo que serían sus rasgos en una vejez que tal vez nunca alcanzaría.

Jenny sintió que quería hablarle pero no se le ocurrió nada que decir.

Él reunió las riendas en una mano.

—Si el dragón sale por las Puertas antes de que yo llegue, quiero que vosotros dos uséis esas piernas —dijo con voz tranquila—. Poneos a cubierto lo más lejos que podáis, cuanto más alto en el acantilado, mejor. Si podéis, dejad ir a los caballos…, tal vez el dragón los persiga primero. —No agregó que, para ese entonces, él ya estaría muerto.

Hubo un momento de silencio. Luego, se inclinó en la montura y tocó los labios de Jenny con los suyos. Como siempre, ella los sintió sorprendentemente suaves. Habían hablado poco, incluso por la noche; cada uno se había hundido en una armadura de silencio. Era algo que los dos entendían.

Se alejó, mirando hacia el valle, al ojo oscuro de la Gruta y a la cosa negra que lo esperaba allí dentro. Osprey movió los cascos de nuevo; sentía los nervios de la batalla en John. El espacio abierto de Grutas parecía de pronto estirarse hasta convertirse en kilómetros de llanura enorme, quebrada. Para el ojo de Jenny, cada pared derrumbada era tan alta como había sido la casa una vez; cada sótano abierto, un abismo infinito. Nunca cruzará a tiempo, pensó.

Junto a ella, John se inclinó de nuevo, esa vez para acariciar el cuello moteado de Osprey y alentarlo.

—Osprey, amigo —dijo con suavidad—, no te me espantes ahora.

Hundió sus espuelas, y el crujido brusco de los cascos de acero, cuando partieron, fue como el chispazo de relámpagos lejanos en un mediodía de verano. Jenny dio dos pasos hacia abajo por la ladera suelta, rocosa, tras él, mirando el caballo gris y la forma oscura de peltre del hombre, que se hundían a través del laberinto de cimientos abiertos, vigas rotas, agua estancada de quién sabe qué profundidad, y se deslizaban sobre montones de astillas de madera chamuscada corriendo hacia la boca abierta y negra de las Puertas. El corazón de Jenny golpeó con dolor en su pecho. Extendió sus sentidos de maga hacia la Puerta, tratando de oír. El aire frío, tintineante parecía respirar con la mente del dragón. En algún lugar en esa oscuridad se oía el crujido resbaladizo de las escamas metálicas sobre la roca…

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