—¡Viva el señor de Beaufort! —prorrumpió toda la guardia a una voz, abriendo camino a Athos y Aramis.
Sólo el sargento se acercó a Planchet.
—¡Sin pasaporte! —le dijo en voz baja.
—Sin pasaporte —replicó Planchet.
—Ved, capitán —continuó dando anticipadamente a Planchet el título que le tenían prometido—; ved que uno de los tres hombres que antes se marcharon de aquí me dijo secretamente que desconfiara.
—Pues yo —insistió Planchet con majestad—, los conozco y respondo de ellos.
Dicho esto, dio un apretón de manos a Grimaud, a quien engrió sobremanera tal distinción.
—Conque hasta la vista, capitán —dijo Aramis con tono socarrón—; si nos sucede algo, ya acudiremos a vos.
—Señor —contestó Planchet—, en eso y en todo podéis mandarme como a un humilde criado.
Y volvió inmediatamente a su departamento.
—El pícaro tiene talento —dijo Aramis montando a caballo.
—¿Cómo no ha de tenerle —replicó Athos montando también—, si ha cepillado tanto tiempo los sombreros de su amo?
Sin pérdida de tiempo se pusieron en camino los dos camaradas, bajando por la rápida pendiente del arrabal; pero al llegar a su extremidad vieron con gran sorpresa que las calles de París estaban convertidas en ríos y las plazas en lagos: a consecuencia de las copiosas lluvias del mes de enero, se había salido de madre el Sena, inundando la mitad de la capital.
Athos y Aramis arrostraron valerosamente la inundación con sus caballos; pero pronto llegó el agua al pecho de los pobres animales, y los dos caballeros se vieron precisados a abandonarlos y tomar una barca, lo que hicieron previniendo a los lacayos que fueran a esperarlos al mercado.
Llegaron embarcados al Louvre. Había cerrado la noche, y París, visto a la luz de algunos débiles faroles que se movían sobre el agua, con sus lanchas cargadas de patrullas de bruñidas armas, con las voces de alerta que se daban los centinelas, ofrecía un espectáculo que deslumbró a Aramis, el hombre más accesible a los sentimientos belicosos que suponerse puede.
Llegados al palacio, tuvieron que hacer antesala, pues S. M. estaba en aquel momento dando audiencia a otros caballeros que llevaban noticias de Inglaterra.
—Nosotros también —dijo Athos al criado que les respondió esto—, nosotros también traemos nuevas de Inglaterra, con la circunstancia de que venimos de allí.
—¿Pues cómo os llamáis? —preguntó el criado.
—El conde de la Fère y el caballero de Herblay —dijo Aramis.
—¡Ah! En ese caso, caballeros —dijo el sirviente al oír aquellos nombres que tantas veces había pronunciado la reina entregándose a sus esperanzas—; en ese caso supongo que S. M. no me perdonaría si os hiciera esperar un solo instante. Tened la bondad de seguirme.
Y echó a andar seguido de Athos y Aramis.
Al llegar a la cámara que habitaba la reina, les hizo seña de que aguardaran allí, y abriendo la puerta:
—Señora —dijo—, confío que Vuestra Majestad perdonará que desobedezca sus órdenes, cuando sepa que las personas que vengo a anunciar son el señor conde de la Fère y el señor de Herblay.
Estos dos nombres arrancaron a la reina un grito de júbilo que oyeron los caballeros desde el sitio en que se hallaban esperando.
—¡Desgraciada reina! —murmuró Athos.
—¡Oh! ¡Que entren! ¡Que entren! —exclamó a su vez la joven princesa corriendo hacia la puerta.
La infeliz niña no se separaba de su madre y hacía cuanto podía por compensar con su filial cariño la ausencia de sus hermanos.
—Entrad, señores —dijo abriendo la puerta en persona.
Athos y Aramis presentáronse en el aposento. La reina estaba sentada en un sillón, y en pie, delante de ella, dos de los tres caballeros que nuestros hombres habían encontrado en el cuerpo de guardia.
Eran el señor de Flamarens y Gaspar de Coligny, duque de Chatillon, hermano del que siete u ocho años antes murió en la Plaza Real, en un desafío ocasionado por la señora de Longueville.
Al oír anunciar a los dos viajeros, retrocedieron un paso y dijéronse con inquietud algunas palabras en voz baja.
—Bien venidos, señores —dijo la reina al ver a Athos y Aramis—. Por fin estáis aquí, leales amigos, pero los correos os han adelantado. La corte ha tenido noticias de Londres al entrar vosotros por las puertas de París, y el señor de Flamarens y el señor de Chatillon, me han venido a dar las más recientes de parte de Su Majestad la reina Ana de Austria.
Aramis y Athos se dirigieron una ojeada: la tranquilidad, la alegría que resplandecía en los ojos de la reina, les llenaba de estupor.
—Tened la bondad de continuar —dijo Enriqueta a Flamerens y Chatillon—: decíais que S. M. Carlos I, mi respetable dueño, fue condenado a muerte a pesar de los deseos de la mayoría de los súbditos ingleses.
—Sí, señora —tartamudeó Chatillon.
Athos y Aramis se miraron con asombro.
—Y que al llevarle al cadalso —prosiguió la reina—, ¡al cadalso a mi señor, a mi rey!…, y que al llevarle al cadalso le salvó el indignado pueblo.
—Sí, señora —contestó Chatillon en voz tan baja que apenas pudieron oírle los caballeros, a pesar de la atención con que le escuchaban.
La reina juntó las manos con generoso fervor, en tanto su hija ceñía con un brazo su garganta y la besaba con los ojos bañados en lágrimas.
—Y ahora, señora, réstanos sólo presentar a Vuestra Majestad nuestros modestos respetos —dijo Chatillon, que evidentemente no podía sufrir el papel que estaba haciendo, y se ruborizaba al sentir sobre sí la fija y penetrante mirada de Athos.
—Un instante, señores —dijo la reina conteniéndolos con un ademán—. Un momento por favor. El señor conde de la Fère y el señor de Herblay que, como habéis oído, acaban de llegar de Londres, podrán proporcionaros, como testigos presenciales, algunos pormenores de que no tendréis tal vez noticia. Se los comunicaréis a la reina mi buena hermana. Hablad, señores, hablad, ya os escucho, nada me ocultéis. Viviendo Vuestra Majestad y estando a cubierto el honor real, lo demás me es indiferente.
Athos se puso pálido y se llevó una mano al corazón.
—Vamos —dijo la reina advirtiendo aquel movimiento y aquella palidez—; hablad, os lo suplico.
—Perdonad, señora —respondió Athos—, no quisiera añadir nada a lo que estos señores han manifestado, antes de que conocieran que han podido equivocarse.
—¡Equivocarse! —exclamó la reina casi sin aliento—. Equivocarse… ¿Pues qué pasa, Dios mío?
—Señores —dijo Flamarens—, si nos hemos equivocado, el error provendrá de la reina, y supongo que no tendréis intención de rectificarle, porque sería dar un mentís a S. M.
—¿De la reina, caballero? —repuso Athos con serena y vibrante voz.
—Sí —dijo Flamarens bajando la vista. Athos suspiró tristemente.
—¿No puede proceder más bien de la persona que os acompañaba, y que vimos en el cuerpo de guardia de la barrera del Roule? —preguntó Aramis con su provocativa cortesanía—. Si no nos equivocamos el conde de la Fère y yo erais tres al entrar en París.
En los rostros de Chatillon y Flamarens se pintó su turbación.
—Explicaos, conde —dijo la reina, cuya angustia se aumentaba—: en vuestra frente se lee el dolor, vuestra boca teme anunciarme alguna fatal noticia, tiemblan vuestras manos… ¡Dios santo!, ¿qué ha sucedido?
—¡Señor! —exclamó la joven princesa cayendo de rodillas junto a su madre—, ¡tened piedad de nosotras!
—Caballero —dijo Chatillon—, si sabéis alguna noticia funesta, ¿no es obrar cruelmente el decírselo a la reina?
Tanto se acercó Aramis a Chatillon, que casi le tocaba.
—Caballero —contestóle con los labios contraídos y mirándole con chispeantes ojos—: supongo que no pretenderéis enseñarnos al señor conde de la Fère ni a mí lo que hemos de hacer.
Durante este corto altercado se llegó Athos donde estaba la reina, y siempre con la mano sobre el corazón y la cabeza baja, dijo muy emocionado:
—Señora, los príncipes, que por su naturaleza son superiores al resto de los hombres, han recibido del cielo un corazón, propio para padecer infortunios superiores a los del vulgo, pues su corazón participa de su superioridad; paréceme, pues, que con una gran reina como V. M. no se debe proceder los mismo que con una mujer de nuestra clase. Reina destinada a todos los sufrimientos de la vida, aquí tenéis el resultado de la misión con que nos honrasteis…
E hincándose Athos de hinojos ante la reina palpitante y helada, sacó del seno, dentro de una caja, la placa de diamantes que entregara Enriqueta a lord Winter antes de emprender su viaje, y el anillo nupcial que dio Carlos a Aramis antes de morir, objetos de que no se había separado Athos un momento.
Abriendo la caja presentólos a la reina con expresión de profundo dolor.
Adelantó Enriqueta la mano, cogió el anillo, le llevó convulsivamente a sus labios, y sin poder exhalar un suspiro, sin poder pronunciar un ¡ay! abrió los brazos, perdió el color y cayó sin conocimiento en los de sus damas y su hija.
Besó Athos la parte inferior del vestido de la infeliz viuda, y levantándose con una majestad que produjo honda impresión en los circunstantes, dijo:
—Yo, el conde de la Fère, que nunca he mentido, declaro a la faz de Dios y en presencia de esta pobre reina, que hemos hecho en Inglaterra cuanto era posible para salvar al rey. Ahora, caballero —añadió volviéndose a Herblay—, marchemos; hemos cumplido con nuestro deber.
—Aún no —respondió Aramis—. Tenemos que decir una palabra a estos señores.
Y dirigiéndose a Chatillon le preguntó:
—Caballero, ¿os dignáis salir conmigo, aunque no sea más que un instante, para oír la palabrita a que me refiero y que no se puede pronunciar en este sitio?
Chatillon se inclinó sin contestar en señal de asentimiento.
Athos y Aramis pasaron delante; siguiéronles Chatillon y Flamarens, atravesaron en silencio el vestíbulo, y salieron frente al terraplén que se alzaba a la altura de una ventana de palacio. Dirigióse Aramis al terraplén, mas al llegar junto a la ventana se detuvo y dijo al duque de Chatillon:
—Señor mío, ha poco que os propasasteis a tratarnos con muy poco comedimiento. Esto, que jamás sería tolerable, cuadra aún peor en hombres que estaban dando a la reina una noticia falsa.
—¡Caballero! —murmuró Chatillon.
—¿Qué habéis hecho del señor de Bury? —preguntó irónicamente Aramis—. ¿Ha ido tal vez a mudar de cara? Os advierto que la que traía se parece demasiado a la del cardenal Mazarino. Ya se sabe que en el Palacio Real hay caretas lo mismo para arlequines que para payasos.
—Sospecho que tenéis intención de provocarnos —dijo Flamarens.
—¿Sólo sospechado?
—¡Herblay! ¡Herblay! —dijo Athos.
—Dejadme a mí —respondió Aramis con algún enfado—: ya sabéis que no me gustan las cosas a medio hacer.
—Pues terminad, señor mío —dijo Chatillon con una altanería que en nada cedía a la de su antagonista.
Aramis se inclinó y repuso:
—Señores, otro que fuese yo o el señor conde de la Fère, haría que os prendieran por medio de los amigos que en París tenemos. Pero nosotros os vamos a dar un medio de marcharos sin que nadie os inquiete. Venid y tengamos una conversación de cinco minutos con espada en mano sobre este abandonado terraplén.
—Con sumo gusto —dijo Chatillon.
—Poco a poco, señores —interrumpió Flamarens—. Conozco que la proposición es incitante; mas en este momento no podemos aceptarla.
—¿Y por qué? —preguntó Aramis con socarronería—. ¿Tanta prudencia os infunde el trato del señor Mazarino?
—Ya lo habéis oído, Flamarens —dijo Chatillon—, no responder sería echar un borrón a mi memoria y mi honra.
—Tal me parece —dijo secamente Aramis.
—Sin embargo no respondáis; estos señores serán muy pronto de mi opinión.
Aramis movió la cabeza con un gesto de indescriptible insolencia.
Viole Chatillon y llevó la mano a la espada.
—Duque —dijo Flamarens— no olvidéis que mañana tenéis que mandar una expedición de la mayor importancia y que habiéndoos designado para ella el príncipe y aprobado la reina el nombramiento, no os es dado disponer de vuestra persona hasta mañana por la noche.
—Está muy bien; quede para pasado mañana —dijo Aramis.
—Largo es el plazo, caballeros —repuso Chatillon.
—Pues yo no soy el que le fija ni el que le pide —respondió Aramis—, y mucho menos pareciéndome que en esta expedición podríamos vernos frente a frente.
—Es verdad —exclamó el duque—; con el mayor placer lo haré si os tomáis la molestia de ir hasta las puertas de Charenton.
—¿Cómo no, señores? Por tener el honor de veros iría yo hasta el fin del mundo cuanto más a una legua o dos de distancia.
—Pues hasta mañana, caballero.
—Así lo espero. Id a reuniros con vuestro cardenal. Mas juradme primero como hombre de honor que no le participaréis nuestra llegada.
—¿Condiciones?
—¿Por qué no?
—Porque sólo a los vencedores corresponde imponerlas, y aún no lo sois.
—Pues salgan a danzar los aceros ahora mismo. A nosotros nos es igual, como no mandamos la expedición de mañana…
Se miraron Chatillon y Flamarens.
Respiraban tanta ironía las palabras y los ademanes de Aramis, que Chatillon apenas podía reprimir su cólera. Pero una palabra de Flamarens le contuvo.
—Está bien, señores —respondió—; nuestro compañero, sea quien fuere, nada sabrá de lo ocurrido. Pero, ¿me prometéis hallaros en Charenton mañana?
—¡Oh! Descuidad, señores —replicó Aramis.
Saludáronse los cuatro, y aquella vez salieron delante Chatillon y Flamarens, siguiéndoles Athos y Aramis.
—¿Qué motivo tiene toda esa cólera, Aramis? —preguntó Athos.
—No más que el que ellos me han dado.
—¿Pues qué han hecho?
—¿Lo preguntáis? ¿No lo sabéis?
—No.
—Sonreírse cuando jurasteis que habíamos cumplido con nuestro deber en Inglaterra. Una de dos, o lo creyeron o no. Si lo creyeron, sólo se sonrieron para ofendernos, si no lo creyeron nos insultaron también, y urge probarles lo que valemos. Por lo demás, no siento que lo hayan aplazado, pues esta noche pienso que tendremos otra ocupación mejor que dar cuchilladas.
—¿Y es?
—¡Voto a cien! Hacer que prendan a Mazarino. Athos acantiló desdeñosamente el labio inferior.