Valentine, Valentine (48 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Val, en verdad tendrás éxito. Me alegra haber presentado tu plan a los inversores. ¿Alguna noticia sobre los escaparates Bergdorf?

—Les llevé el prototipo. No contaría con ganar ese concurso, Bret. La competición es feroz y francesa, dos elementos imbatibles en el mundo de la moda.

—Diré a los inversores que fuiste escogida por Rhedd Lewis para la competición y espero que hayan firmado la línea punteada antes de que Rhedd anuncie el veredicto.

—Me parece un plan excelente. —Sonrío agradecida a Bret cuando empieza a sonar mi móvil. Lo cojo.

—Val, soy tu madre. Ve al New York Hospital. Jaclyn está dando a luz! ¡Trae a mamá! —Mi madre me cuelga en un evidente ataque de pánico.

—Jaclyn está pariendo en el New York Hospital.

—Coge mi bolso —dice la abuela con tranquilidad.

La entrada al New York Hospital se parece mucho a la de los bancos antiguos, hay mucho cristal, un vestíbulo enorme, puertas giratorias múltiples y gente, muchísimas personas que esperan en filas. Tengo a mi madre en el móvil, lo usa como aparato de rastreo para describir cada uno de los giros y vueltas que nos llevarán hasta la planta de la maternidad.

—Sí, sí, lo sé…, no se permiten móviles. Lo apagaré en un minuto. Solo tengo que hacer que lleguen mis familiares —oigo que mi madre responde a una voz apagada en el fondo.

La abuela y yo logramos encontrar la sala de maternidad en la sexta planta, donde mi madre nos espera. Cuando se abren las puertas del ascensor le digo:

—¿Cómo está?

—El bebé llegará en cualquier momento. Es lo único que sabemos. ¡Ya le dije a todo el mundo que el médico calculó mal! Jaclyn ha engordado muy rápido. Alguien no hizo bien las cuentas.

Seguimos a mi madre hasta la sala de espera. Mi padre está leyendo un ejemplar gastado de Forbes, mientras Tess aleja a Charisma y a Chiara de la gente con la que no estamos emparentados. La abuela se sienta en el sofá y yo tomo la silla que está junto a mi padre.

—Llegamos demasiado pronto —me susurra la abuela tras la primera hora—. Esto podría tardar horas.

—¿Recuerdas cuando nació Jaclyn? —dice Tess, y se sienta junto a mí.

—Le pusiste el nombre de tu ángel de Charlie favorita, Jaclyn Smith. Todavía no puedo creer que mamá lo aceptara. —Pongo el brazo alrededor de Tess.

La señora McAdoo aparece con su hermana; esperan pacientemente durante una hora y luego se marchan. Para ser justos, este es el nieto número catorce de la señora McAdoo, así que la emoción, en esencia, se ha ido.

Al final Tess también se da por vencida y lleva a Charisma y Chiara a casa. Mi padre duerme en el sofá y ronca tan alto que las enfermeras piden que lo movamos. Y luego, después de seis horas, dos rondas de café del Starbucks y una hora y media de Anderson Cooper sin volumen en la televisión de la sala de espera. Pasados diez minutos de la medianoche del 15 de junio de 2008, Tom sale del paritorio y anuncia:

—Es una niña. Teodora Angelini McAdoo.

Mi madre grita. La abuela, sincera y sorprendida, aplaude. Mi padre abraza a Tom y le da palmadas en la espalda. Mi madre coge el móvil y llama a Tess y luego a Alfred, los informa de la llegada del miembro más nuevo de nuestra familia. La abuela, mi madre y yo vamos a la sala de recuperación a ver a Jaclyn, que descansa en la cama sosteniendo a su hija. Está agotada e hinchada, sus ojos, por lo habitual grandes y límpidos, están enterrados en su cara como pasas encima de una magdalena integral. Alza la vista hacia nosotros.

—¿Es hermosa, verdad? —murmura Jaclyn. Nos agrupamos alrededor de ella y la arrullamos—. Nunca jamás —dice, y su expresión pasa de la alegría a la resolución—. Nunca jamás.

En el taxi de camino a casa reviso el móvil. Escucho los mensajes. Hay tres de Roman, el último bastante conciso. Le llamo. Contesta. Ni siquiera le digo hola.

—Cariño, lo siento, Jaclyn tuvo al bebé. Pasamos la noche en el hospital.

—Qué buena noticia —dice—, ¿por qué no me has llamado?

—Ya te lo he dicho, estaba en el hospital.

—Te he dejado mensajes en todas partes.

—Roman, no sé qué decir, estaba tan ensimismada. Apagué el teléfono. Lo siento. ¿Quieres que vaya ahora?

—¿Sabes qué? Dejémoslo para otro día. Podemos hacer esto otra noche —dice, se le nota agotado; en realidad, más molesto que cansado.

Cierro el teléfono. La abuela mira por la ventana fingiendo que no ha escuchado la conversación.

—Parece que lo hubiera plantado una semana en Capri. Era solo una cena —le digo a la abuela—. Hombres.

Al día siguiente de nuestra larga jornada en el hospital, la abuela y yo estamos rendidas. La abuela ha informado a todos sus amigos de que su nueva bisnieta también es su tocaya. Que no se diga que el nombre que se le pone a un bebé no importa porque en mi familia es el honor más alto. Nunca he visto a la abuela tan feliz.

Traigo el correo al taller, lo barajo hasta encontrar un sobre de Italia, que entrego a la abuela.

—Tienes algo de Dominic.

Suelta el patrón en el que trabaja y coge la carta. La abre con cuidado con el filo de sus tijeras de trabajo. Agarro un cepillo y pulo la cabritilla de Inés. Al finalizar la lectura, la abuela me pasa algunas de las fotografías adjuntas a la carta.

—Orsola se ha casado —dice.

En una fotografía de vivos colores aparece Orsola. Es una deslumbrante novia con un sencillo vestido de seda blanca. El escote es cuadrado, y en la orilla de la falda lleva un ribete de rosas, también de seda blanca. El dobladillo del vestido queda un poco separado de sus pies, como el borde de una campana, y porta en las manos un pequeño ramillete de blancas edelweiss.

Junto a Orsola se encuentra su novio, quien la iguala en belleza. El cabello rubio de él está alisado hacia atrás para el gran día. Al lado del novio aparecen sus padres, una pareja muy atractiva. Del otro lado, una mujer que nunca he visto sujeta la mano de Orsola, debe de ser su madre y la ex esposa de Gianluca. Ella lleva el cabello corto y tiene la altura y las facciones delicadas de su hija. Puedo observar que es una persona difícil y que tiene, definitivamente, las huellas del número 11 en el ceño. Gianluca la describió muy bien.

Se me acelera el corazón cuando veo a Gianluca en la fotografía junto a su ex esposa. Quizá me avergüenza haberle besado o quizá sea por ver a su ex esposa, una mujer de su misma edad, que me recuerda nuestra diferencia de edad. Gianluca lleva un chaqué gris señorial. Se ve guapo y refinado, no parece el curtidor de la clase trabajadora que es en realidad. Su sonrisa está llena de alegría por su hija. Dominic, el duque de Arezzo, lleva un chaqué gris, una corbata ancha de rayas blancas y negras y está orgullosamente de pie junto a su hijo.

—Dominic dice que Gianluca pregunta por ti.

—Qué bien —cambio de tema con rapidez—. ¿Cómo está Dominic?

—Me echa de menos —dice—. ¿Sabes?, está enamorado de mí.

La abuela lo dice con la misma despreocupación que pondría al colocar un almuerzo. Suelto el cepillo de trabajo y le pregunto:

—Y tú, ¿estás enamorada de él?

Pone con cuidado la carta a un lado y dice:

—Eso creo.

—No te preocupes, abuela, un año pasa pronto, necesitaremos más cuero y estarás con él de nuevo.

Me mira y dice:

—Creo que no podré esperar un año.

—Puedes visitarle siempre que quieras.

—No creo que una visita sea tiempo suficiente. —Estoy asombrada. Mi abuela tiene ochenta años, ¿de verdad podría arrancar de raíz su vida aquí y vivir en Italia? No me parece posible, y sin duda a ella tampoco. Continúa—. He luchado conmigo misma toda mi vida. Siempre me he sentido dividida entre hacer lo que quiero y lo que debo.

—Abuela, ya tienes ochenta años, creo que te has ganado un salvoconducto. Ya es hora de que hagas lo que quieres.

—No piensas eso, ¿o sí? —Deja de mirarme y luego añade—: Pero no es fácil cambiar lo fundamental y básico de ti mismo, incluso cuando crees que podrías. He trabajado en esta tienda durante cincuenta años y supongo que siempre lo haré.

—Pero te has enamorado… —le recuerdo—. Eso cambia las cosas —le digo en voz alta, como si fuera algo que en verdad supiera con certeza.

—El amor solo funciona cuando dos vidas se reúnen sin sacrificio. Nadie debería verse obligado a renunciar a quien es por otro. La gente lo hace, pero eso no es garantía de felicidad, no a largo plazo.

El teléfono suena e interrumpe nuestra conversación.

—Compañía de zapatos Angelini —digo al teléfono.

—Rhedd Lewis quiere hablar con Teodora Angelini —dice la asistente.

Cubro el auricular y digo:

—Abuela, es Rhedd Lewis.

La abuela me quita el teléfono. Parece que tarda veinte años en decir:

—¿Hola?

Ella escucha con atención y luego dice:

—Rhedd, si no tienes inconveniente, me gustaría que Valentine cogiera la llamada. Es su diseño. Un momento, por favor.

La abuela me devuelve el aparato.

—Valentine, he examinado cada uno de los zapatos enviados para los escaparates. Me he sentido impresionada, decepcionada, escandalizada y conmocionada. Había auténtica basura e indiscutible genialidad… —¿Por qué me está diciendo esto? No necesito una crítica además de un rechazo. Señora, vaya al grano. Rhedd continúa—. Pero en ninguna de todas las entregas había tal entusiasmo, tanta energía, una nueva perspectiva y, al mismo tiempo, respeto por el pasado. Te has puesto a la altura de los requerimientos de una forma espléndida; al crear el Bella Rosa, has unido la tradición con el ritmo del momento de forma astuta y sin costuras. De hecho, estoy encantada. Vamos a presentar la compañía de zapatos Angelini en los escaparates navideños de Bergdorf. Enhorabuena.

Cuelgo el teléfono y grito de una manera tan estridente que las palomas de Charles Street alzan el vuelo.

—¡Ganamos! ¡Ganamos! —La abuela y yo nos abrazamos. June acaba de llegar del almuerzo.

—¿Qué diablos pasa aquí? —dice.

—¡Ganamos, June! ¡Haremos los escaparates de Bergdorf!

—Dios mío, creía que alguien había ganado la lotería —dice June.

—¡Nosotros ganamos!

Me pongo uno de los
wrap dress
de mi madre, un Diane von Furstenberg estampado con una suerte de salpicaduras de pintura negras y blancas. El cabello largo me cae en cascada sobre la espalda, como la misma Diane lo llevaba cuando estos vestidos se pusieron de moda la primera vez. Quiero verme bien para celebrar con Roman las maravillosas noticias. Él todavía no lo sabe y le sorprenderé en el restaurante. Hoy, su noche libre, tiene trabajadores reparando la instalación eléctrica, así que me lo llevaré a una comida de gran celebración en Chinatown. Me pongo el abrigo.

—Abuela, ¿qué has cenado?

—He calentado los
manicotti
que hiciste.

—¿Qué tal?

—Igual de buenos que la primera vez.

La abuela ve la televisión sentada en el sillón y descansa los pies.

—¿Qué harás esta noche? —le pregunto, como siempre.

—Ver las noticias, luego me iré a la cama.

—No me esperes levantada.

—Nunca lo hago —dice, y me guiña un ojo.

El taxi me deja en Mott Street. Antes de marcar el código de seguridad para entrar en el Ca' d'Oro, reviso mi pintalabios en una polvera. Las cortinas, que cubren las ventanas de enfrente, están bajadas. Marco el código de seguridad y entro en el restaurante. Me saludan velas votivas que parpadean en la repisa del mural, al igual que en las mesas. Roman ya debe de estar al tanto de mis noticias. Quizá llamó a la abuela, ella se lo contó y él preparó un banquete para mí. Dios, la vida es buena.

Escucho la voz de Roman en la cocina, así que voy de puntillas para sorprenderle. Aparezco de repente en la entrada de la puerta y miro al interior.

Roman cierne algo sobre una sartén plana sobre el fuego; una mujer, de cabello largo color champaña y que lleva un delantal de cocinero, está sentada en la mesa de cortar, sus piernas se balancean mientras bebe de una copa de vino. Con los dedos del pie golpea ligeramente el trasero de Roman. Él se vuelve y sonríe. Luego me ve. Y luego ella se vuelve y me mira.

—Cariño, ¿qué haces aquí? —pregunta Roman.

Dejo de verle a él y pongo la mirada en ella, que está avergonzada y aparta la vista.

—Ganamos los escaparates de Bergdorf —digo, luego doy media vuelta hacia el comedor.

No soy muy buena en esta clase de escenas, son demasiado dramáticas para mí. Me dirijo a la puerta con ritmo rápido. No puedo decir que estoy enfadada, estoy anonadada. Por supuesto, como Tess con tanto empeño apunta, si alguna vez hay alguna crisis, hay que ir con Valentine, ella siempre está dispuesta a ayudar, porque permanece rotundamente en la negación durante las veinticuatro horas siguientes a que el hecho horrible ocurra. Pongo la mano en la puerta para salir. La empujo para abrirla. Roman está detrás de mí.

—Espera —dice.

Estoy en la acera, no estoy esperando.

—Buenas noches, Roman.

—Para. Me lo debes.

Ahora sí que estoy enfadada. Cada palabra que pronuncia es una excusa para ser ruin con él.

—¿Qué es exactamente lo que te debo?

—Deja que te explique.

La sola idea de que salga con una excusa para lo que he visto me subleva. Quiero gritar, pero estoy tan furiosa que no me salen las palabras.

—Es la maître que pensaba contratar, pero ahora no lo haré.

—¿Sabes qué, Roman? No me trago el cuento. —Me doy la vuelta para irme.

Me detiene de nuevo y dice:

—Mira, aquí no está pasando nada. Bebió un poco de vino, por eso estaba coqueteando.

—Me encanta la defensa basada en el alcohol. —Otra vez me doy media vuelta, pero en esta ocasión porque tengo lágrimas en los ojos. Demasiado para la regla de las veinticuatro horas de Tess, esta noche la he roto en solo treinta segundos. Le dejaré verme llorar. No me importa—. Roman, tu idea de una relación es verme cuando puedes. Soy como masilla para las paredes. Me metes entre las cosas importantes.

—Tú estás tan ocupada como yo —dice, y su expresión se suaviza—. Creo que te gusta la idea de estar conmigo, pero creo que yo no soy para ti.

Si yo fuera más joven y él fuera otra persona, pensaría que esto es alguna clase de recriminación, diseñada para distraerme de la indiscreción sexual de la cocina. Pero no es una recriminación, él tiene razón. Me gusta que esté ahí cuando le necesito, pero yo tampoco estoy muy presente en esta relación.

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