Valentine, Valentine (25 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Te quejas de que Pamela no ayuda y luego no la dejas —murmura la abuela.

—Si le doy un plato que pese, se colapsará y sus tacones de aguja se hundirán en las tablas del suelo como clavos —dice Tess, poniéndose el molinillo de la pimienta bajo un brazo y cogiendo con el otro la jarra de agua. La abuela, Jaclyn y yo tomamos los últimos platos y nos unimos a la familia, que ya está en la mesa.

Mi padre toma asiento a la cabecera, junta las manos para rezar, se persigna y nosotros hacemos lo mismo.

—Bueno, Dios, este ha sido un año infernal.

—Papá… —dice Tess con suavidad, mirando a los niños, que encuentran simpática la mención del infierno en una plegaria.

—Sabes lo que quiero decir, Dios mío. Hemos tenido nuestras pruebas y tribulaciones y ahora nos encontramos un nuevo amigo en el viaje… —Papá hace una pausa y mira a Roman.

—Roman —añade mi madre.

—Roman. Damos las gracias por nuestra buena salud, por mi relativa buena salud, porque la abuela haya cumplido ochenta años y por todo lo demás.

Papá va a persignarse.

—¿Papá? —Él mira a Jaclyn—. Papá…, una cosa más —dice Jaclyn mientras toma de la mano a Tom—. A Tom y a mí nos gustaría que supierais que vamos a tener un bebé.

La mesa estalla en alegría, los niños saltan arriba y abajo, la abuela se limpia una lágrima, mi madre se cruza por encima de la mesa, besa a Jaclyn y luego a Tom. Mi padre levanta las manos. Roman me coge la mano y me pone el brazo en la espalda. Lo miro, sonríe, esto significa mucho para mí.

—Mi hija pequeña tendrá un bebé. Esa es la prueba concluyente de que Dios todavía no ha hundido nuestro barco. —Papá se lleva una mano a la frente—. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—¡Amén! —gritamos. Y los hijos menos religiosos de mi madre son los que gritamos más alto. Me hace mucha ilusión la noticia de Jaclyn y Tom, también estoy contenta de que la primera Navidad con Roman haya empezado tan bien.

Nos apretujamos en la terraza con los abrigos, los sombreros y los guantes puestos para el «asado navideño anual de nubes». Mi madre va de un lado a otro con una botella de vino Poetry y una pila de vasos de plástico con dibujos de mujeres semidesnudas vestidas de elfos. ¿De dónde saca mi madre estos chismes?

Papá y Alfred ensartan las nubes en los pinchos y se los entregan a los niños, que se reúnen alrededor del fuego, sosteniendo las golosinas blancas sobre las llamas. Roman me abraza.

—¡Ya es la hora de encender las antorchas! —grita mi madre—. El ambiente dentro y fuera, digo yo.

—Tu madre es exactamente como la describiste —me susurra Roman en el oído, luego se suman Charlie y Tom, que acomodan y encienden las antorchas en las esquinas de la terraza.

Mi padre ayuda a Alfred hijo y a Rocco a sostener sus nubes sobre las llamas. Charisma, una pequeña pirómana, deja que sus golosinas se quemen, se abran como bombas y se deshagan sobre el carbón candente. Chiara espera con paciencia, tostando uniformemente cada lado de sus nubes. Mis hermanas están detrás de las niñas, les enseñan una tradición más que se transmite de padres a hijos.

—¿Bisabuela? —pregunta Charisma—. Cuenta la historia de los tomates de terciopelo.

—La bisabuela ha bebido demasiado vino —dice la abuela mientras se sienta en la tumbona y sube los pies—. Y tomaré un poco más, pedidle a tía Valentine que os la cuente.

—¡Cuenta la historia! —gritan Charisma, Rocco, Alfred hijo y Chiara saltando arriba y abajo.

—Vale, vale. Cuando yo tenía seis años, mi madre me dejó aquí con los abuelos para ir a ver por octava vez el
Fantasma de la ópera
.

—Adoro los espectáculos de Andrew Lloyd Webber —afirma mi madre sin disculparse, dirigiéndose a Roman, quien se encoge de hombros.

—Alfred y Tess estaban en un campamento de verano…

—El campamento Don Bosco —aclara Tess.

—Y Jaclyn, que era un bebé, estaba en Queens con mi padre. Así que tenía a los abuelos para mí. Vine a jugar a la terraza, primero monté una merienda con té. Las herramientas fueron mi vajilla y con el lodo hice bizcochos. Luego decidí ser como la abuela, fui hacia las plantas de tomates y empecé a excavar en la tierra, pero cuando alcé la vista no había tomates. Bajé corriendo las escaleras hasta la tienda de zapatos y dije: «Alguien ha robado los tomates», y empecé a llorar.

—Casi sufre un colapso nervioso —dice la abuela con ironía.

—¡Estaba preocupada! No había tomates —sale Chiara en mi defensa.

—Así es. Entonces el abuelo me explicó que a veces las plantas no tienen frutos, que no importa cuánto las cuides, no hay suficiente humedad para que den tomates. Las plantas son sabias, saben cuándo no deben florecer, porque si lo hicieran, los tomates saldrían pálidos e insípidos y eso ¿qué tendría de bueno?

—Le dije a Valentine que tendríamos que esperar hasta el próximo verano para que los tomates crecieran. Estaba desconsolada. —La abuela levanta su copa de vino.

Retomo la historia de nuevo y miro a Roman, que está tan inmerso en el relato del destino de los tomates como los niños, o quizá solo está siendo educado.

—El domingo siguiente, todos vinieron a cenar y la abuela dijo: «Sube a la terraza, Valentine, no creerás lo que verán tus ojos».

—¡Y todos subieron corriendo las escaleras! —exclama Chiara.

—Así es —digo yo, poniendo las manos sobre los hombros de Rocco y Alfred hijo—. Todos llegamos a la terraza para mirar qué había sucedido. Y al llegar aquí descubrimos un milagro, había tomates por todas partes. Pero no eran tomates para hacer salsa, eran de terciopelo, hechos con tela roja y verde, y colgaban de las plantas yermas, como adornos. Incluso estaba el alfiletero en forma de tomate del taller. Saltamos de contento, como si fuera la mañana de Navidad, aunque era el día más caliente del verano. Le pregunté al abuelo cómo había sucedido, y él me respondió: «¡Magia!». Y así celebramos la cosecha de los tomates de terciopelo.

Mi madre me mira mientras sube los pulgares y asiente con la cabeza. Los niños comen nubes y nosotros bebemos vino. Echo un vistazo a mi familia, me siento plena y bendecida. Pamela sigue pegada a la cadera de mi hermano, como una funda de pistola; la abuela descansa con los pies sobre la tumbona; Tess y Jaclyn tiran de mi madre para que observe la perezosa entrada de un crucero noruego en el puerto de Nueva York. Miro a Roman, que parece encajar en mi chiflada familia sin mucho alboroto. La luna asoma entre los rascacielos que nos rodean y se parece muchísimo a una moneda de la suerte.

Mi padre levanta su copa de plástico con ilustraciones de mujeres sexys vestidas de elfos y dice:

—Quisiera hacer un brindis. Por el doctor Buxbaum, de la clínica Sloan, que analizó los valores de mi prostrada de arriba a abajo, lo cual está muy bien.

—¡Por el doctor Buxbaum! —brindamos. Mi padre está logrando vencer el cáncer de próstata y aún no pronuncia bien la palabra.

—Por muchos, muchos años, Dutch —dice mi madre, levantando su copa de nuevo—. Tenemos muchos atardeceres que mirar y muchos lugares adonde ir. Todavía me tienes que llevar a Williamsburg.

—¿En Virginia? —pregunta Tess.

—¿Ese es el viaje de vuestros sueños? —dice Jaclyn—. Se puede llegar ahí en coche.

—Creo que hay que ponerse objetivos que se puedan cumplir. Con pocas expectativas se construye una vida feliz. Puedo morirme sin ir a Bora-Bora. Además, me encanta el vidrio soplado, la arquitectura georgiana y las recreaciones de los episodios de guerra. Apuntad siempre hacia lo asequible, chicas.

—Parece que de verdad lo crees —digo yo, balanceando mi copa de vino.

—Lo creo por completo. He soñado con lo alcanzable y lo alcanzable me ha encontrado. Quería un chico italiano con buenos dientes y lo conseguí.

—Todavía conservo todos mis dientes —asiente papá.

—Piensas que las cosas pequeñas no importan hasta que prestas atención a los dientes —dice la abuela, brindando con mi padre desde la tumbona.

Bebemos el vino mientras reflexionamos sobre la manera de morder de papá y el sueño del Williamsburg colonial de mamá. El único sonido que se escucha es la tenue explosión de las nubes cuando se inflaman con llamas anaranjadas, solo para tornarse azules antes de carbonizarse. Roman supervisa la operación y parece divertirse. Me mira y me guiña un ojo.

Los niños se han ido abajo a jugar con esas muñecas minúsculas, las Polly Pocket, mientras los adultos permanecemos en la terraza, sentados alrededor de la vieja mesa y acabándonos el vino. El viento frío aviva el fuego de la parilla y luego lo extingue. Recojo las copas y cuando estoy a punto de dirigirme a las escaleras para lavar los platos, Alfred se inclina hacia la abuela y oigo que le dice:

—La oferta de Scott Hatcher sigue en pie.

—Ahora no, Alfred.

Sabía que esto llegaría. Casi no he podido mirar a Alfred durante la noche, sabiendo que él estaba calculando metros cuadrados y tasas de interés a cada bocado de
manicotti
. Hace observaciones y suelta indirectas hasta que me harta por completo. Me vuelvo hacia él y le digo:

—¡Es Navidad! Ella no quiere hablar de Scott Hatcher y de su oferta en metálico y, además, nos habías dicho que Hatcher era el agente, no el comprador.

—Es las dos cosas, vende propiedades, pero también las compra con propósitos de inversión. De cualquier manera, ¿qué diferencia hay?

—Mucha. Un agente viene y da su opinión. Es un proceso. Después de unos cuantos meses, cuando has reunido suficiente información y consultado a diversos competidores para conseguir el mejor precio, entonces, y solo entonces, si quieres vender, contratas a tu propio agente y pones tu precio, pero… eso no está pasando aquí. Él es un promotor inmobiliario.

—¿Cómo lo sabes? —contraataca Alfred.

—Hice mis investigaciones. —Si Alfred supiera cuánto he investigado… Sé más de lo que me gustaría saber sobre Scott Hatcher—. No sería muy prudente que la abuela vendiera el edificio a la primera oferta, es un mal negocio.

—¿Y qué sabes de negocios? —dice Alfred con desdén.

—He estado estudiando los números.

Mi familia me mira.
Lagraciosa
es una persona artística, no una persona de números. Los había engañado.

—No hablas en serio —dice Alfred, y se gira para alejarse.

—Hablo muy en serio —digo alzando la voz.

Alfred se vuelve y me mira confundido.

—Este no es el momento, Valentine —dice la abuela con firmeza.

—Sea como sea, es decisión de la abuela, no tuya —dice Alfred displicente.

—Soy la socia de la abuela.

—¿Desde cuándo? —grita Alfred.

Miro a la abuela, que está a punto de empezar a hablar, pero se arrepiente.

—Chicos, no os pongáis así —interviene papá.

—Oh, sí, nos vamos a poner así —digo, y me levanto. Cuando lo hago los cuñados (Pamela, Charlie y Tom) hacen lo mismo y retroceden lentamente hacia la valla. Solo Roman se queda en la mesa, con una mirada que dice: «Allá vamos».

—Vosotros dos, parad de una vez —chilla mi madre—. Estamos disfrutando de la fiesta.

—¿De cuánto era la oferta, Alfred? —insisto.

Él no responde.

—He dicho de cuánto.

—Seis millones de dólares —anuncia Alfred.

Mis parientes pegan un grito, como los
hosannas
en un servicio religioso.

—¡Abuela, eres supermillonaria! —exclama Tess—. ¡Como Brooke Astor!

—Sobre mi cadáver —dice la abuela, mirándose las manos—. Esa pobre mujer, la Astor, pobre, espero que descanse en paz. Si no crías correctamente a tus hijos, no importa tener todo el dinero del mundo. El dinero es solo el camino rápido al caos.

—Por favor, mamá, no somos los Astor. Aquí hay mucho amor —dice mi madre.

—Entonces, ¿qué pasará con la oferta? —pregunta Jaclyn con delicadeza.

—Es una oferta alta, una oferta magnífica. De hecho, he recomendado a la abuela que venda —dice Alfred, desplegando su plan como un mapa de carreteras—. Podrá jubilarse finalmente después de cincuenta años de matarse, comprar un piso en Jersey lejos de nosotros y podrá descansar los pies por primera vez en su vida.

—Los está descansando en este momento —le digo, y me vuelvo hacia la abuela—. ¿Qué pasaría con la compañía de zapatos Angelini?

La abuela no me responde.

—Valentine, está cansada —Alfred alza la voz—, y la estás presionando. Deja de ser tan egoísta y piensa en nuestra abuela.

—Ahora bien, Alfred, sabes lo mucho que amo mi trabajo —dice la abuela.

—Es cierto. Tenemos un negocio estupendo. Hacemos tres mil pares de zapatos al año.

—Vamos, eso es inviable para los actuales estándares de producción. No tenéis sitio de Internet, ni publicidad y trabajáis como en los años cuarenta —dice Alfred, y se vuelve hacia la abuela—. Sin ánimo de ofender, abuela.

—Faltaba más. Ese fue un buen año para nosotros —responde la abuela.

—Usáis las herramientas que hizo el abuelo —continúa Alfred—. En este momento, la compañía de zapatos Angelini no es más que un pasatiempo para vosotras y para los empleados de media jornada que tenéis. Los años que os va bien es solvente, pero con la deuda, sería irresponsable no considerar la opción de cerrar y poner en orden lo que adeudáis. Además, incluso si pudierais encontrar a alguien que comprase la tienda, no os daría ni el uno por ciento de lo que vale el edificio. Este edificio es oro.

—¡Es nuestro negocio! —le digo. ¿Acaso no ve que los diseños de nuestro abuelo son oro? Al igual que nuestro nombre, nuestra técnica y nuestra reputación. Alfred no valora la tradición. ¿Qué seríamos sin ella?—. ¡Nos ganamos la vida con este negocio!

—Con dificultad. Si tuvierais que pagar un alquiler, estaríais en la calle.

Clic-clac se coloca junto a Alfred, enlaza su brazo en el de él, lo cual me indica que ella ha oído hablar de esto antes.

—Vivo de mis ingresos, nunca le he pedido a nadie un céntimo.

—Te ayudé cuando rompiste con Bret y abandonaste la enseñanza.

—Tres mil dólares. No me regalaste ese dinero, te lo pagué seis meses después con el siete por ciento de interés. —No puedo creer que me eche esto en cara, aunque, por otro lado, es lógico que lo haga. ¡Se trata de Alfred! Mi madre se mueve incómoda en su silla y mi padre mira fijamente hacia el puente Verrazano Narrows como si estuviera a punto de arder, igual que una nube insertada en un pincho.

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