Las ruedas de la máquina pulidora giran mientras aprieto el pedal. Meto la mano en un guante de algodón y luego cojo un escarpín de cuero rosado. Con la otra mano sujeto el tacón y acomodo el zapato entre los cepillos redondos. Doy brillo al empeine hasta que el cuero parece una concha iridiscente de color rosa.
Uno de los placeres de trabajar con el cuero es conseguir la pátina. Las hojas de cuero nuevo que nos entregan los curtidores son maravillosas, pero el cuero nuevo sin la experiencia de un zapatero es solo cuero. En las manos de un artesano, ese pedazo de animal se convierte en arte. El cuero trabajado a mano desarrolla su propia personalidad; grabar y repujar le da un patrón, mientras que el lustrado le da carácter y el carácter lo hace único en su especie.
A veces se necesitan varios días para saturar el cuero con pigmentos, dejarlo secar y pulirlo y abrillantarlo durante horas hasta que adquiera la tonalidad que agrada a la vista y que es adecuada para el zapato. Luego cepillo el cuero a mano hasta darle una profundidad nacarada. Puedo advertir en su superficie matices y tonalidades que cambian con la luz; profundas venas sobre la fibra que le dan apariencia de antigüedad y el brillo que dota de una capa de energía al producto final. Mi abuela me enseñó que el espectro de colores para el cuero y la gamuza es ilimitado, como las notas musicales. Una novia puntillosa quería que sus zapatos fueran de color azul Tiffany, para que hicieran juego con la caja en la que venía su anillo de compromiso; me llevó un mes obtener la saturación exacta de color, pero lo conseguí.
Coloco el segundo zapato en la mano izquierda y lo guío bajo los cepillos con la derecha. Escucho un golpeteo en la ventana principal de la tienda. Bret me saluda y yo le indico que nos encontremos en la entrada.
—Te has levantado temprano —me dice mientras mantengo la puerta abierta y lo invito a pasar.
—Así es la vida del zapatero y, evidentemente, le pasa lo mismo a los barones de Wall Street. —Miro el reloj, son las seis y media de la mañana. He estado trabajando desde las cinco.
—Tengo algunas noticias —dice Bret, Se sienta en el taburete con ruedas de la mesa de cortar. Yo lo hago junto a él, y abre una carpeta—. He hecho algunas indagaciones. Empezaré diciendo que ejerces la peor profesión posible para conseguir inversores.
—Genial.
—La moda es algo imprevisible, tiene muchos más fracasos que éxitos, depende por completo de los caprichos del mercado y de los hábitos individuales de compra. Los diseñadores son artistas, por lo tanto, son considerados poco fiables en el mundo de los negocios. En pocas palabras, algo hecho a mano es terreno peligroso en términos de inversión. —Me parece raro que algo tan necesario para los seres humanos como los zapatos pueda verse como algo arriesgado. Bret continúa—: A menos que seas Prada o alguna otra venerable compañía familiar que las grandes compañías quieran comprar.
—¿Importa que el negocio fuese fundado en 1903? —pregunto.
—Eso ayuda, representa cierto nivel de calidad y de artesanía. Eso es bueno, pero también lo vuelve raro desde la perspectiva del inversor.
—¿Qué quieres decir?
—Que tu nombre se expone a un público muy pequeño y que los zapatos de boda son un artículo de lujo. Tal como está la economía hoy, los inversores no buscan recuperar su inversión con objetos de lujo. Ahora mismo la moda se rige por las tendencias y el bajo precio en la etiqueta. De ahí que veas a muchas celebridades con su propia colección de ropa: Target, H&M, incluso Wal-Mart. Todas esas marcas tienen interés en la alta moda a bajo precio. Ellos son los tíos que financian esa moda.
—Bueno, nosotros no hacemos lo que hacen ellos.
—Lo que podéis hacer, que es lo que los principales diseñadores tarde o temprano harán, es alquilar tu nombre y tus diseños. Permites que se produzcan en serie y obtienes un porcentaje de los ingresos. Pero, aun así, alguien tiene que creer que existe un mercado para ti.
—Todos los grandes diseñadores de vestidos de boda nos han usado alguna vez. Vera Wang solía enviarnos chicas antes de que empezara a fabricar zapatos con su nombre.
—Eso prueba mi teoría. Cuando los diseñadores tradicionales se embarcan en una colección secundaria más económica se están haciendo con la porción del negocio que te pertenece. Val, si vamos a hacer que los zapatos Angelini sean solventes de nuevo, con un equipo de inversores que os dé liquidez, entonces necesitáis un producto que tenga estilo, pero que se pueda producir en serie para conseguir las máximas ventas y las mayores ganancias.
—Ni siquiera sé si la abuela me dejará vender nuestros diseños, pues son de mi bisabuelo.
—Entonces tienes que diseñar algo nuevo. Algo que refleje la marca Angelini, pero que sea tu propia creación. Así no necesitarás el permiso de la abuela. La cruda realidad es que nadie se interesa por una tienda de zapatos que puede producir tres mil pares al año. El margen de beneficio es demasiado estrecho, pero tus zapatos clásicos de boda pueden convertirse en el estandarte de un portafolio más amplio. Puedes continuar haciendo zapatos únicos. De hecho, tienes que hacerlo, ese es el gancho de Angelini. Pero también necesitas un producto que se pueda comercializar en serie, para pagar tu deuda actual, enfrentarte a los pagos de la hipoteca y mantener un espacio donde vivir y trabajar, en uno de los barrios de Manhattan que con más rapidez se ha aburguesado. Suena imposible, Val, pero si los zapatos Angelini pretenden triunfar en el siglo
XXI
, no hay otra opción.
Bret deja una carpeta con los resultados de su investigación sobre artículos de lujo hechos en antiguos negocios familiares y sobre la manera de trabajar de estos negocios en el nuevo siglo. Hay hojas de cálculo llenas de números, columnas comparativas y gráficas que muestran el crecimiento de ciertos productos en los últimos veinte años, también hay una crónica de algunos proyectos fracasados. Se citan negocios familiares como Hermés, Vuitton y Prada. Incluye una sección sobre adquisiciones de pequeños negocios por grandes empresarios (parece que esta es la práctica común en el mundo de la moda). Miro nuestra tienda y sus máquinas, que pertenecen al cambio de siglo, del
XIX
al
XX
, y nuestros patrones dibujados a mano en papel encerado, y me pregunto si en verdad es posible convertir la compañía de zapatos Angelini en una marca capaz de sobrevivir en la era de los artículos producidos en serie y hechos a máquina. Y aunque fuera así, ¿soy yo la indicada para hacerlo?
El cielo de noviembre sobre el río Hudson es de un lila amenazante con una hilera baja de nubes en tono carbón, al estilo de Jasper Johns, que anuncian lluvia. De vez en cuando asoma el sol de color calabaza y arroja luz sobre el turbulento río, cuyas olas muestran blancos dientes como si fueran el filo de un cuchillo de sierra. Me ciño el cinturón de mi abrigo de lana, tiro de mi gorra de béisbol hacia abajo y me ajusto la larga bufanda de felpilla al cuello.
—Toma —dice Roman. Me da una taza de café caliente mientras se sienta en el banco del parque. Apoya sus botas vintage Doc Martens de cuero negro en la barandilla que está frente a nosotros. Lleva unos tejanos desteñidos y una chaqueta de motorista de cuero marrón que parece tener veinte años, y que en él significa veinte años de estar sexy. Roman se echa atrás en el banco mientras un corredor, con la cara rosa y ajada, pasa trotando. Roman me rodea con el brazo.
—Me ha gustado que me llamaras —le digo.
—Entre tus zapatos y mis
gnocchi
[11]
, solo te veo la mitad de las veces que me gustaría.
Roman ha quedado conmigo cuando le he dicho que hacía una pausa en el trabajo y que estaba junto al río. Notó que algo me inquietaba el día que fui a su restaurante y le ayudé a preparar una ración de berenjenas, y hoy, mientras hablábamos por teléfono, le he contado finalmente lo del diagnóstico de mi padre. No se lo había dicho antes porque no hay nada peor que las malas noticias cuando un romance está en plena floración. Uno de nosotros (él) acabaría encargándose de animar al otro (yo). ¿Quién necesita algo así?
Roman bebe de su café y dice:
—¿Qué clase de hombre es tu padre?
Miro hacia el río como si la respuesta se encontrara en algún lugar de su orilla, en la parte baja de Tenafly.
—Es cuero de la Toscana —digo por fin.
Roman rompe a reír.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Exterior duro, cara interior blanda. Sin sofisticación, duradero, pero muy versátil. Se parece mucho a mí. Cuando aprende una lección, la aprende de la forma más difícil.
—Dame un ejemplo. —Roman me atrae hacia él, en parte para darse calor y en parte porque cuando estamos juntos no nos tocamos lo suficiente.
—Mi padre era técnico jardinero de parques urbanos en Queens y el verano de 1986 tuvo que ir a una convención en el norte de Nueva York. Allí conoció a una mujer llamada Mary, que era de Pottsville, Pensilvania.
—¿En serio?
—Sí, ya sé, Pottsville. Mi madre hubiera querido que tonteara con una mujer del elegante Franklin Lakes o del ultra sofisticado Tuxedo Park, pero cuando eres la esposa no puedes elegir. Como sea, mi padre volvió de la convención y todo parecía normal, excepto porque de pronto se dejó el bigote y empezó a usar lentillas. Yo solo era una niña, pero no podía dejar de mirarle y pensar: «Ese bigote parece una máscara, ¿qué esconde?»
—¿Cómo se enteró tu madre?
—Un día recibió una llamada anónima mientras él estaba en el trabajo. Cuando colgó se puso del color de una lechuga iceberg, fue a su habitación, cerró la puerta y llamó a la abuela. Aunque éramos solo unos niños, sabíamos que mi madre nunca compartiría las malas noticias con nosotros, así que Tess, mi hermana mayor, sabiamente escuchó por otro aparato. En el momento en que dejó el auricular mi madre tenía un plan en mente. Con mucha tranquilidad, empacó nuestras cosas y nos trajo aquí mismo, a Perry Street, con los abuelos. Por supuesto, mamá no nos dijo que abandonaría a papá, simplemente se inventó una historia, aprovecharía el verano para «cambiar el cableado de la Tudor» y dejaba a papá en Queens para que «vigilase a los electricistas».
—Así que todos fingían.
—Exactamente. Mamá le dijo a la abuela que necesitaba tiempo para pensar, pero nadie habló con nosotros, los niños, de lo que estaba pasando, así que vivimos en total ignorancia.
—¿Tu padre te explicó qué sucedía?
—Cada domingo venía a cenar con nosotros y mamá se las arreglaba para desaparecer, ya sabes, ponía una excusa, decía que iba a hacer un recado o que había quedado con un amigo. Ahora sé que ella no soportaba verle. Hace poco descubrí que iba al cine cuando papá nos visitaba. Ese verano vio
Flashdance
nueve veces, eso despertó en ella un amor eterno por los jerséis de hombro caído.
—Me muero por conocer a tu madre —dice con ironía.
—Después de un par de meses, mi madre se recuperó. Sacó al George Patton que había en su interior y puso en práctica una estrategia para salvar a nuestra familia. Resulta que papá es un adicto a la seguridad. Para él, todo es seguridad, revisa cada una de las ventanas y puertas antes de irse a la cama. Si mamá era la aventurera, papá era el responsable. Mamá sabía que él nunca cambiaría la seguridad de una esposa por los secretos ocultos de su amante Mary de Pottsville. —Doy un sorbo a mi café antes de continuar—. Mi madre nunca mencionó la aventura, nunca. Solo se apartó del mundo de mi padre y dejó que experimentara la vida sin ella durante un tiempo. Créeme, si conocieras a mi madre y, de repente, ya no estuviera ahí, echarías de menos su fuerza. Estaba muy dolida, pero también sabía que si desaparecía de su vida él recordaría por qué se había enamorado de ella al principio.
—¿Y funcionó?
—Por completo. Pude observar cómo se enamoraban mis padres por segunda vez. Créeme, hay una razón para que los padres sean Románticos antes de que los hijos nazcan: es porque los hijos no lo pueden soportar. Pillaba a mi madre en el regazo de mi padre cuando volvía de la escuela. Una vez me los encontré dándose el lote en la cocina. Mi madre era tan adorable, estaba tan relajada y entregada a la relación que papá no podía resistirse. De pronto, Mary de Pottsville era, bueno, era Mary de Pottsville. Jamás llegaría a ser Mike de Manhattan.
—Nunca he visto a mis padres ser cariñosos el uno con el otro.
—No tendrías por qué; tu pobre madre terminaba agotada de trabajar en el restaurante familiar, ¿quién se siente Romántico después de doce horas de hacer albóndigas, freír pescado y hornear pan? Yo no.
—Y mi madre sigue matándose en esa cocina mientras mi padre viste traje y charla con los clientes. Es un restaurador de la vieja escuela. Pero eso les funciona a ambos.
—¿Sabes qué le dijo la abuela a mi madre cuando volvió con mi padre?
—¿Qué?
—Le dijo: «Afloja la correa, Mike». En otras palabras, no le hagas pagar su error toda la vida. Déjalo libre, confía en él. Y mi madre lo hizo.
—¿Sabes qué? —dice Roman—. Me gusta la idea de aflojar la correa.
—Lo suponía.
Pongo los brazos alrededor de su cuello. Mientras nos besamos, pienso en todas las veces que he caminado sola a orillas del río, en las parejas que he visto besándose en estos bancos y en que después desviaba la mirada preguntándome si alguna vez encontraría alguien con quien compartir un beso o un café en un día nublado. Ahora está aquí y me pregunto qué piensa.
—Estoy marinando un trozo de ternera especial —dice, y se pone de pie.
Me río y echo la cabeza hacia atrás. Él tira de mí y me levanta del banco.
—¿Qué te hace gracia?
—Debo de besar muy mal si estás pensando en marinar.
Me acerca a él y me besa de nuevo.
—No tienes ni idea de lo que estoy pensando —dice, cogiéndome de la mano—. Vamos, te acompaño.
—¿Me he perdido algo? —exclamo al colgar mi abrigo en la entrada. Luego entro al taller, que está en plena fase de envío. La abuela mete unos zapatos de satén en las cajas con rayas rojas y blancas de nuestra marca. June cubre los zapatos con un rectángulo de papel de seda con rayas rojas y blancas, pone la tapa encima y pega nuestro logotipo: una corona dorada sobre la que figura en letras plateadas la leyenda: «Compañía de zapatos Angelini».
—Sesenta y siete pares de zapatos color beige cáscara de huevo para Harlen Levine, de Picardy Footwear, en Milwaukee —dice June mientras coloca una caja dentro de un cajón de embalaje—. Y ahora podría tomarme una cerveza.