Read Vacas, cerdos, guerras y brujas Online
Authors: Marvin Harris
La razón práctica y mundana para matar y descuidar sistemáticamente a más niñas que niños no puede consistir sencillamente en que los hombres obligan a las mujeres a hacerlo. Hay demasiadas oportunidades, como ilustra el ejemplo que he acabado de presentar, para eludir y burlar los deseos del hombre en esta cuestión. Más bien, la base efectiva de las prácticas de crianza de las mujeres yanomamo es su propio interés en criar más muchachos que muchachas. Este interés está arraigado en el hecho de que ya hay demasiados yanomamo en relación con su capacidad para explotar su hábitat. Una proporción mayor de hombres respecto a mujeres significa más proteínas per cápita (puesto que los hombres son los cazadores) y una tasa menor de crecimiento demográfico. También significa más guerras. Pero la guerra es el precio que pagan los yanomamo, al igual que los maríng, por criar hijos cuando no pueden criar hijas. Sólo que los primeros pagan mucho más caro este privilegio, puesto que ya han degradado la capacidad de sustentación de su hábitat.
Algunos movimientos de liberación de la mujer que reconocen la función de la guerra en relación con el sexismo insisten, sin embargo, en que las mujeres son las víctimas de una conspiración masculina puesto que sólo se les enseña a los hombres cómo matar con armas. Les gustaría saber por qué no se les enseña también a las mujeres las artes marciales. ¿Una aldea yanomamo en la que tanto los hombres como las mujeres esgrimieran arcos y palos no sería una fuerza de combate más imponente que otra en la que las mujeres simplemente se apiñan en la oscuridad esperando su destino? ¿Por qué debe concentrarse el esfuerzo de embrutecimiento en los hombres? ¿Por qué no se enseña a hombres y mujeres a manejar la tecnología de la agresión? Estas son preguntas importantes. Pienso que la respuesta tiene que ver con el problema de adiestrar a los seres humanos —de uno u otro sexo— a ser despiadados y feroces. A mi modo de ver, hay dos estrategias clásicas que utilizan las sociedades para hacer a la gente cruel. Una es estimular la crueldad ofreciendo alimentos, confort y salud corporal como recompensa a las personalidades más crueles. La otra consiste en otorgarles los mayores privilegios y recompensas sexuales. De estas dos estrategias, la segunda es la más eficaz porque la privación de alimentos, confort y salud corporal es contraproducente desde el punto de vista militar. Los yanomamo necesitan gente con una fuerte motivación para matar, pero deben ser fuertes y robustos si quieren cumplir sus funciones sociales, El sexo es el mejor refuerzo para condicionar personalidades crueles puesto que la privación sexual aumenta en lugar de disminuir la capacidad de lucha. Mi argumento se opone aquí a mucha pseudociencia concebida según la imagen de nuestros propios machistas tribales tales como Sigmund Freud, Konrad Lorenz y Robert Ardrey. Nuestra sabiduría recibida en esta cuestión consiste en que los varones son naturalmente más agresivos y feroces porque el papel del sexo masculino es evidentemente agresivo. Pero el vínculo entre sexo y agresión es tan artificial como el vínculo entre infanticidio y guerra, El sexo es fuente de energía agresiva y comportamiento cruel sólo porque los sistemas sociales machistas expropian las recompensas sexuales, las distribuyen entre los varones agresivos y las niegan a los varones no agresivos, pasivos.
Francamente, no veo ninguna razón por la que no se podría imponer el mismo tipo de embrutecimiento a las mujeres. El mito de la mujer maternal, tierna, pasiva por instinto, es simplemente un eco creado por la mitología machista concerniente a la crueldad instintiva de los hombres. Si sólo se permitiera a las hembras «masculinizadas» y feroces tener relaciones sexuales con los varones, no tendríamos dificultad alguna en lograr que todos creyeran que las hembras son agresivas y crueles por naturaleza.
Si se utiliza el sexo para estimular y controlar el comportamiento agresivo, entonces se sigue que ambos sexos no pueden embrutecerse simultáneamente en el mismo grado. Uno u otro sexo debe ser adiestrado a ser dominante, Ambos no pueden serlo a la vez. Embrutecer a ambos equivaldría a provocar una guerra declarada entre los dos sexos. Entre los yanomamo esto significaría una lucha armada entre hombres y mujeres por el control de unos sobre otros como recompensa por sus hazañas en el campo de batalla. En otras palabras, para hacer del sexo una recompensa al valor, se debe enseñar a uno de los sexos a ser cobarde.
Estas consideraciones me llevan a una ligera corrección del paradigma de los movimientos de liberación de la mujer: «la anatomía no es el destino». La anatomía humana es el destino bajo, ciertas condiciones. Cuando la guerra era un medio destacado de control demográfico y cuando la tecnología de la guerra consistía principalmente en primitivas armas de mano, los estilos de vida machistas estaban necesariamente en ascenso. En la medida en que ninguna de estas condiciones vale para el mundo actual, los movimientos de liberación de la mujer tienen razón cuando predicen el declive ale los estilos de vida machistas. Debo agregar que el ritmo de este declive y las perspectivas últimas de igualdad sexual dependen de la eliminación ulterior de las fuerzas policiales y militares convencionales. Esperemos que esto ocurra como consecuencia de la eliminación de la necesidad de policía o personal militar y no como consecuencia de perfeccionar tácticas bélicas que no dependan de la fuerza física. En poco superaríamos a los yanomamo si el resultado neto de la revolución sexual fuera una posición segura para las mujeres al frente de las partidas de la porra o de los puestos de mando nucleares.
Algunos de los estilos de vida más enigmáticos exhibidos en el museo de etnografía del mundo llevan la impronta de un extraño anhelo conocido como el "impulso de prestigio". Según parece, ciertos pueblos están tan hambrientos de aprobación social como otros lo están de carne. La cuestión enigmática no es que haya gentes que anhelen aprobación social, sino que en ocasiones su anhelo parece volverse tan fuerte que empiezan a competir entre sí por el prestigio como otras lo hacen por tierras o proteínas o sexo. A veces esta competencia se hace tan feroz que parece convertirse en un fin en sí misma. Toma entonces la apariencia de una obsesión totalmente separada de, e incluso opuesta directamente a, los cálculos racionales de los costos materiales.
Vance Packard tocó una fibra sensible cuando describió a los Estados Unidos como una nación de buscadores competitivos de status. Parece ser que muchos americanos pasan toda su vida intentando ascender cada vez más alto en la pirámide social simplemente para impresionar a los demás. Se diría que estamos más interesados en trabajar para conseguir que la gente nos admire por nuestra riqueza que en la misma riqueza, que muy a menudo no consiste sino en baratijas de cromo y objetos onerosos e inútiles. Es asombroso el esfuerzo que las gentes están dispuestas a realizar para obtener lo que Thorstein Veblen describió como la emoción vicaria de ser confundidos con miembros de una clase que no tiene que trabajar. Las mordaces expresiones de Veblen "consumo conspicuo" y "despilfarro conspicuo" recogen con exactitud un sentido del deseo especialmente intenso de "no ser menos que los vecinos" que se oculta tras las incesantes alteraciones cosméticas en las industrias de la automoción, de los electrodomésticos y de la prendas de vestir.
A principios del siglo actual, los antropólogos se quedaron sorprendidos al descubrir que ciertas tribus primitivas practicaban un consumo y un despilfarro conspicuos que no encontraban parangón ni siquiera en la más despilfarradora de las modernas economías de consumo. Hombres ambiciosos, sedientos de status competían entre sí por la aprobación social dando grandes festines. Los donantes rivales de los festines se juzgaban unos a otros por la cantidad de comida que eran capaces de suministrar, y un festín tenía éxito sólo si los huéspedes podían comer hasta quedarse estupefactos, salir tambaleándose de la casa, meter sus dedos en la garganta, vomitar y volver en busca de más comida.
El caso más extraño de búsqueda de status se descubrió entre los amerindios que en tiempos pasados habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington. Aquí los buscadores de status practicaban lo que parece ser una forma maniaca de consumo y despilfarro conspicuos conocida como potlatch. El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un jefe poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaba incluso a buscar prestigio quemando su propia casa.
Ruth Benedict ha hecho famoso el potlatch en su libro Patterns of Culture, que describe cómo funcionaba el potlatch entre los kwakiutl, habitantes aborígenes de la Isla de Vancouver. Benedict pensaba que el potlatch formaba parte de un estilo de vida megalómano característico de la cultura kwakiutl en general. Era "la taza" que Dios les había otorgado para que bebieran de ella.
Desde entonces, el potlatch ha sido un monumento a la creencia de que las culturas son las creaciones de fuerzas inescrutables y personalidades perturbadas. Como consecuencia de la lectura de Patterns of Culture, los expertos en muchos campos concluyeron que el impulso de prestigio hacía completamente imposible cualquier intento de explicar los estilos de vida en términos de factores prácticos y mundanos.
Quiero mostrar aquí que el potlatch kwakiutl no era el resultado de caprichos maniacos, sino de condiciones económicas y ecológicas definidas. Cuando estas condiciones están ausentes, la necesidad de ser admirados y el impulso de prestigio se expresan en prácticas de estilos de vida completamente diferentes. El consumo no conspicuo sustituye al consumo conspicuo, se prohíbe el despilfarro conspicuo y no hay buscadores competitivos de status.
Los kwakiutl solían vivir en aldeas de casas de madera, próximas a la costa y en medio de bosques de lluvias de cedros y abetos. Pescaban y cazaban en los fiordos y estrechos salpicados de islas de Vancouver en enormes canoas.
Siempre ávidos de atraer a los comerciantes, hacían destacar sus aldeas erigiendo en la playa los troncos de árboles esculpidos que erróneamente hemos llamado "postes totémicos". Los grabados en estos postes simbolizaban los títulos ancestrales que reivindicaban los jefes de la aldea.
Un jefe kwakiutl nunca estaba satisfecho con el respeto que le dispensaban sus propios seguidores y jefes vecinos. Siempre estaba inseguro de su status.
Es verdad que los títulos de la familia que revindicaba pertenecían a sus antepasados. Pero había otras gentes que podían trazar la filiación desde los mismos antepasados y que tenían derecho a rivalizar con él por el reconocimiento como jefe. Por tanto, todo jefe se creía en la obligación de justificar y validar sus pretensiones a la jefatura, y la manera prescrita de hacerlo era celebrar potlatches. Estos eran ofrecidos por un jefe anfitrión y sus seguidores en honor de otro jefe, que asistía en calidad de huésped, y sus seguidores. El objeto del potlatch era mostrar que el feje anfitrión tenía realmente derecho a su status y que era más magnánimo que el huésped. Para demostrarlo, donaba al jefe rival y a sus seguidores una gran catidad de valiosos regalos. Los huéspedes menos preciaban lo que recibían y prometían dar a cambio un nuevo potlatch en el cual su propio jefe demostraría que era más importante que el anfitrión anterior, devolviendo cantidades todavía mayores de regalos de más valor.
Los preparativos para el potlatch exigían la acumulación de pescado seco y fresco, aceite de pescado, bayas, pieles de animales, mantas y otros objetos de valor. El día fijado, los huéspedes remaban en sus canoas hasta la aldea del anfitrión y penetraban en la casa del jefe. Allí se atiborraban de salmón y bayas silvestres, mientras les entretenían danzarines disfrazados de dioses castor y pájaros-trueno.
El jefe anfitrión y sus seguidores disponían en montones bien ordenados la riqueza que se iba a distribuir. Los visitantes miraban hoscamente a su anfitrión, quien se pavoneaba de un lado para otro, jactándose de lo que les iba a dar. A medida que iba contando las cajas de aceite de pescado, las cestas llenas de bayas, y los montones de mantas, comentaba en plan burlón la pobreza de sus rivales. Finalmente, los huéspedes, cargados de obsequios, eran libres de regresar en sus canoas a su propia aldea. Herido en su amor propio, el jefe huésped y sus seguidores prometían desquitarse. Esto sólo se podía conseguir invitando a sus rivales a participar en un nuevo potlatch y obligándoles a aceptar cantidades de objetos de valor aun mayores que las recibidas con anterioridad. Si consideramos todas las aldeas kwakiutl como una sola unidad, el potlatch estimulaba un flujo incesante de prestigio Y objetos de valor que circulaban en direcciones opuestas.
Un jefe ambicioso y sus seguidores tenían rivales de potlatch en varias aldeas diferentes a la vez. Especialistas en el cómputo de los bienes vigilaban de cerca lo que se debía realizar en cada aldea para igualar la partida. Aunque un jefe lograra vencer a sus rivales en un lugar, todavía tendría que enfrentarse a sus adversarios en otro.
En el potlatch, el jefe anfitrión solía decir cosas como estas: "Soy el único gran árbol. Que venga vuestro contador de bienes para que en vano trate de contar la riqueza que se va a distribuir". Entonces los seguidores del jefe exigían silencio a los huéspedes, advirtiéndoles: "Tribus, no hagáis ruido.
Callaos o provocaremos una avalancha de riqueza de nuestro jefe, la montaña sobresaliente". En algunos casos, no se distribuían mantas y otros objetos de valor, sino que se destruían. A veces los jefes célebres por su magnificencia decidían dar "festines de grasa", en los que vertían cajas de aceite, obtenido del enlacon o "pez bujía", al fuego situado en el centro de la casa. Mientras las llamas chisporroteaban, un humo oscuro y denso llenaba la habitación.
Los huéspedes permanecían impasibles en sus asientos o incluso se quejaban del ambiente frío mientras el destructor de riqueza declamaba: "Soy el único en la tierra, el único en el mundo entero que consigue elevar este humo desde el comienzo del año hasta el final para las tribus invitadas". En algunos festines de grasa, las llamas incendiaban los tablones de potlatch, causando la mayor de las vergüenzas entre los huéspedes y gran regocijo entre los anfitriones.
Según Ruth Benedict, el anhelo obsesivo de status de los jefes kwakiutl era la causa de los potlatches. "Juzgados por las pautas de otras culturas", escribía,