Read Unos asesinatos muy reales Online
Authors: Charlaine Harris
—Tu hermano… ¿aún pasará el fin de semana contigo? —me preguntó en uno de sus inesperados giros.
Suspiré en silencio.
—Sí, madre. Papá lo traerá sobre las cinco y se quedará conmigo hasta la noche del domingo. —Evitar a Phillip habría estado por debajo de la dignidad de mi madre, pero después de coincidir un par de veces con él, solía mantenerse apartada el tiempo que pasaba en mi casa.
—Bueno, pues ya hablaremos —dijo. Estaba segura de ello. Le pregunté por el negocio y se puso a hablar de él unos minutos.
—¿Seguís pensando en casaros John y tú? —pregunté.
—Lo estamos hablando. —Había una sonrisa en su voz—. Prometo que serás la primera en saberlo cuando decidamos algo definitivo.
—Así me gusta —dije—. Me alegro mucho por vosotros.
—He oído que tienes un nuevo novio —señaló mi madre, lo cual, bien pensado, me parecía una progresión lógica en la conversación.
—¿De cuál has oído hablar? —pregunté. Era incapaz de resistirme.
En alguien más joven que mi madre, habría considerado el ruido que hizo como una risita de deleite. Colgamos con una recarga de cariño mutuo y volví al trabajo con la indudable sensación de que la vida me volvía a sonreír.
El «novio» de mi madre, John Queensland, vino a la biblioteca esa tarde mientras me encontraba en el mostrador de préstamos. Me di cuenta entonces de que era todo lo contrario que mi padre: un maduro atractivo que rezumaba la misma reserva y dignidad que mi madre. Hacía tiempo que había enviudado, pero seguía viviendo en la gran casa de dos pisos que había compartido con su esposa y dos hijos, los cuales ya tenían su propia descendencia. Eran de mi quinta, me recordé amargamente.
Mientras él hojeaba dos biografías serias de gente famosa, comentó que alguien había irrumpido en su garaje en las últimas tres semanas.
—Ya no lo uso. Aparco detrás de la casa. El garaje está lleno de los cacharros de los chicos. No consigo que decidan qué hacer con todos esos trastos. —Sonaba más a padre feliz que a queja—. Pero, bueno, fui a buscar mis viejos palos de golf porque había pensado echar unos hoyos con Bankston, ahora que empieza a mejorar el tiempo, pero alguien se ha colado y me los ha robado.
Dado que John formaba parte de Real Murders, estaba segura de que había hallado un significado a ese robo. Le comenté lo de Gifford Doakes y su hachuela (por sorprendente que parezca, no tenía noticia del asunto) y dejé que sacase sus propias conclusiones.
—Sé que Benjamin Greer ha confesado —le dije—, pero es una prueba que la policía podría necesitar. Creo que con una confesión no basta.
—Creo que me pasaré por la comisaría cuando vuelva a la oficina —aseguró John, pensativo—. Será mejor que informe sobre los palos. Se llevaron toda la bolsa, y es un conjunto de los que no pasan desapercibidos. Siempre que mis hijos viajaban a alguna parte le pegaban una pegatina de donde hubiesen estado. Una broma familiar. —Y, sumido en su abstracción, John salió de la biblioteca. Pensé en Arthur y lancé un suspiro. Me preguntaba cómo se tomaría este otro imprevisto.
Palos de golf. Quizá ya los habían utilizado. Quizá los habían usado con Mamie. Jamás se halló el arma de ese crimen, al menos que yo supiera. Puede que Benjamin pudiera contarle a la policía dónde estaban.
Me dejé rondar por la idea hasta llegar a casa y ver el coche de mi padre aguardando frente al apartamento. Mientras saludaba a mi padre y daba un abrazo a mi hermanastro, me conjuré para no pensar en los asesinatos durante un par de días. Me apetecía disfrutar de la compañía de Phillip.
Phillip está en primero y puede ser tan divertido como exasperante. Es capaz de comerse cinco cosas con entusiasmo, cinco cosas nutritivas, quiero decir. (Cualquier alimento sin valor nutritivo es perfectamente válido para él). Afortunadamente para mí, unas de esas cosas son la salsa de espaguetis y la tarta de nueces, aunque tampoco se puede decir que ninguno de los dos sean alimentos precisamente saludables.
—¡Roe! ¿Vamos a cenar espaguetis esta noche? —preguntó, entusiasta.
—Claro —dije con una sonrisa. Me incliné y le di un beso antes de que pudiera añadir: «¡Puaj! ¡No me beses!».
Me devolvió un besito fugaz y se fue corriendo a por su maleta y, lo más importante, una bolsa de basura llena de sus juguetes esenciales.
—Los pondré en mi habitación —le dijo a mi padre, que sonreía con indisimulado orgullo paterno.
—Hijo, me tengo que ir —contestó mi padre—. Mamá está como loca por llegar donde tenemos que ir. Pórtate bien con tu hermana mayor y haz lo que te mande sin causar problemas.
Phillip, que escuchaba a medias, farfulló un «Vale, papá» y fue a colocar sus cosas.
—Bueno, muñequita, eres un cielo por hacer esto —me dijo mi padre cuando desapareció Phillip.
—Él me gusta —confesé honestamente—. Me encanta pasar unos días con él.
—Aquí tienes los números donde podrás localizarnos —advirtió sacándose una hoja de bloc de notas del bolsillo—. Si surge un problema, cualquier cosa, llámanos inmediatamente.
—Vale, vale —lo tranquilicé—. No te preocupes. Pasadlo bien. Nos vemos el domingo por la noche.
—Eso es. Deberíamos llegar alrededor de las cinco o las seis. Si vemos que vamos a tardar, te llamo. No te olvides recordarle sus oraciones. Oh… Si le da fiebre o algo, aquí tienes una caja de aspirina infantil masticable. Debería tomarse tres. Y hay que ponerle un vaso de agua en la mesilla por la noche.
—Me acordaré. —Nos abrazamos y se metió en su coche con una sonrisa asimétrica y un saludo descuidado que difícilmente podría olvidar cualquier mujer. Observé cómo salía del aparcamiento y oí a Phillip que gritaba desde el interior:
—¡Roe! ¿Tienes galletas?
Le hice un par de sándwiches de galleta horribles que decía que eran sus favoritos. Satisfecho, salió con su bolsa de juguetes, dejando los de «interior» en mi cocina comedor.
—Seguro que quieres ponerte a cocinar, así que me salgo a jugar fuera —dijo seriamente.
Pillé la indirecta y me puse manos a la obra con la salsa de espaguetis.
La siguiente vez que miré por la ventana para vigilar, vi a través de mi patio abierto que Phillip ya se había incautado de Bankston para que jugase con él al béisbol en el aparcamiento. Phillip despreciaba abiertamente mi habilidad con ese deporte, pero Bankston gozaba de su aprobación. Este se había desprendido de la chaqueta del traje y la corbata a la primera de cambio, y no parecía en absoluto tan estirado mientras lanzaba la pelota hacia el bate de Phillip. Ya habían jugado durante otras visitas de mi hermanastro, y Bankston nunca lo consideró una imposición.
Cuando Robin llegó a casa, también fue reclutado para el juego, e hizo de cácher para Phillip hasta que llamé desde la ventana de la cocina que daba al patio para anunciar que la cena estaba lista.
—¡Yuju! —gritó Phillip, dejando su bate apoyado contra la pared del patio. Me encogí de hombros hacia sus abandonados compañeros de juego y le susurré a Phillip:
—Da las gracias a Bankston y a Robin por la partida.
—Gracias —dijo Phillip, obediente, antes de sentarse corriendo en mi pequeña mesa de cocina. Atisbé la coronilla de Melanie cuando Bankston entró en casa.
—Luego nos vemos para probar esa tarta de nueces. Me encanta tu hermano pequeño —indicó Robin mientras entraba por la puerta de su patio. Me sentí feliz y orgullosa por tener un hermano tan encantador, aunque también tuvo que ver la sonrisa de Robin, que sin duda iba por un lado más personal.
Durante los siguientes veinte minutos estuve ocupada asegurándome de que Phillip usara la servilleta, pronunciara sus oraciones y comiera al menos un poco de verdura. Contemplé con cariño un cabello marrón claro en eterna rebelión y sus observadores ojos azules, tan diferentes de los míos. Entre bocados de espaguetis y pan de ajo, Phillip me contó una larga e intrincada historia sobre una pelea en el patio del colegio entre un chico que sabía karate y otro que tenía toda la colección de vehículos de los G. I. Joe. Le escuché con una oreja, permitiendo que el resto de mi mente se centrara cada vez más en la molesta sensación de que algo se me escapaba. Me estaba olvidando de algo. ¿O es que había visto algo? Fuese lo que fuese ese «algo», necesitaba recordarlo.
—¡Mi pelota de béisbol! —gritó Phillip de repente.
Había captado toda mi atención. El grito, emanado de su garganta sin previo aviso mientras me contaba las medidas que había tomado el director con los dos contrincantes del patio escolar, me había puesto el corazón en la garganta.
—Pero, Phillip, ya ha oscurecido —protesté cuando salió disparado de su silla hacia la puerta. Traté de recordar si alguna vez lo había visto caminar sin más, y decidí que ocurrió una vez, cuando apenas tenía doce meses—. Toma, al menos llévate la linterna.
Logré encajarla en su mano únicamente porque le encantaban las linternas e hizo la pausa indispensable para que la cogiera de uno de los armarios de la cocina.
—¡Y trata de recordar dónde la viste la última vez! —grité tras él.
Había terminado de cenar mientras Phillip me relataba su interminable historia, así que limpié el plato y lo dejé en el lavavajillas (Robin llegaría en poco tiempo y quería adecentar el lugar). Los platos de postre ya estaban fuera, todo estaba listo, así que, mientras aguardaba el triunfal regreso de Phillip con su pelota, me quedé mirando distraídamente las estanterías, recolocando algunos libros que estaban desordenados. Contemplé los títulos de todos esos volúmenes que trataban sobre personas malas, locas o enloquecidas, hombres y mujeres cuyas vidas habían sobrepasado la delgada línea que separa a los que pueden pero no lo hacen de los que pueden y lo hacen.
Phillip llevaba mucho tiempo fuera; podía oírlo en el aparcamiento.
Sonó el teléfono.
—¿Sí? —dije abruptamente por el auricular.
—Roe, soy Sally Allison.
—Qué…
—¿Has visto a Perry?
—¿Cómo? ¡No!
—¿Te ha… estado siguiendo más?
—No…, al menos no me he dado cuenta si así ha sido.
—Él… —Sally no pudo seguir.
—¡Venga, Sally! ¿Qué ha pasado? —pregunté sin paños calientes. Observé por la ventana de la cocina, deseando ver el destello de la linterna parpadeante a través de las rejillas de la valla del patio. Recordé la noche que había visto a Perry al otro lado de la calle, aguardando en la oscuridad a que Robin me trajera a casa. Estaba aterrada.
—Hoy no se ha tomado la medicación. No ha ido al trabajo. No sé dónde está. Creo que ha tomado más de esas pastillas.
—Entonces llama a la policía. ¡Consigue que se pongan a buscarlo, Sally! ¿Qué pasa si está aquí? ¡Mi hermano pequeño acaba de salir solo en la oscuridad! —Colgué el teléfono con un golpe histérico. Aferré mi enorme llavero con la idea de coger el coche y registrar los alrededores de la manzana y saqué otra linterna que también guardaba.
Era culpa mía. Alguien en la oscuridad se había llevado a mi hermano pequeño, un niño de seis años, y era culpa mía. Oh, Dios bendito, Señor de los cielos, protégelo.
Dejé la puerta de atrás abierta de par en par, la luz del interior atravesando la honda penumbra de fuera. La puerta del patio estaba abierta; Phillip nunca se acordaba de cerrarla. Su bate estaba apoyado a un lado, tal como lo había dejado para venir a cenar.
—¡Phillip! —aullé. Entonces pensé que quizá sería mejor guardar silencio y optar por el sigilo. Presa del frenesí, apunté con la linterna de un lado a otro. A pocos metros, un coche encendió el motor y abandonó su lugar de aparcamiento. A medida que avanzaba, vi que se trataba de Melanie en el coche de Bankston. Ella sonrió y me saludó con la mano. Abrí la boca para decir algo, pero no me salieron las palabras. ¿Cómo era posible que no me oyera gritar?
Pero no podía razonar en ese momento. Seguí avanzando y barriendo el suelo con el haz de luz sin ver nada, nada en absoluto.
—¿Qué te pasa, Roe? ¡Iba de camino a tu casa! —me abordó Robin desde la oscuridad.
—¡Phillip ha desaparecido, alguien se lo ha llevado! ¡Salió a buscar su pelota de béisbol en la oscuridad y no ha vuelto!
—Voy a por una linterna —dijo Robin inmediatamente. Se volvió para dirigirse hacia su teléfono. Sin dejar de moverse, me habló por encima del hombro—: Oye, no será de los que se divierten escondiéndose, ¿no?
—No lo creo —contesté. Me hubiera encantado pensar que Phillip estaba riéndose de nosotros detrás de un arbusto, pero estaba segura de que no era así. No sería capaz de estar escondido durante tanto tiempo en la oscuridad. Habría saltado de su escondite mucho antes para darnos el susto, iluminando su cara con una sonrisa de triunfo—. Escucha, Robin, pregunta a los Crandall si han visto al niño y llama a la policía. La madre de Perry Allison acaba de llamar para decirme que su hijo anda suelto por alguna parte. No creo que ella llame a la policía. Voy a buscar en el jardín delantero.
—Vale —asintió Robin brevemente antes de desaparecer en su casa.
Avancé rápidamente por la oscuridad (que ya era absoluta), únicamente precedida por el haz de luz de la linterna. De vez en cuando me detenía, hacía un barrido con la linterna y seguía avanzando. Pasé por la verja de los Crandall y no encontré nada. Abrí la puerta exterior de Bankston. La luz delató algo en el patio.
La pelota de Phillip.
Oh, Dios, había estado allí todo el tiempo, no era de extrañar que Phillip no la encontrase. Probablemente Bankston la había cogido en el aparcamiento para devolvérsela a Phillip a la mañana siguiente.
Levanté la mano para llamar a la puerta trasera de Bankston y la detuve a medio camino. Pensé en Melanie saliendo del aparcamiento de forma tan extraña. No cabía duda: tenía que haber escuchado el grito.
Y le había dicho a Phillip que pensase dónde había visto la pelota por última vez. Claro, la había visto en la mano de Bankston.
¿Estaba Bankston tumbado y escondido en su coche? ¿Estaba encima de Phillip para no delatar su presencia?
Se había encontrado un largo cabello marrón en casa de los Buckley. Benjamin no tenía el pelo largo y marrón. El suyo era ralo y rubio. Como el de Bankston. Era de mediana altura, como Bankston, y su cara era redonda. Como la de Bankston. Era a Bankston a quien había visto la joven madre del callejón, no a Benjamin Greer.
Melanie tenía el pelo largo y marrón. Juntos. Habían cometido los asesinatos juntos.