«Me invitaron. A la boda, quiero decir. No fui. Laville-Saint-Jour me parecía entonces muy lejana. Estaba empezando mi primera novela, vivía en una especie de frenesí parisino que me resultaba mucho más emocionante que volver a la niebla.
«Finalmente, no volví a verlos ni a uno ni a otro, hasta estas últimas semanas, en que volví a ver a Antoine.
Un silencio.
Le había contado la historia sin entrar en muchos detalles: ¿por qué esa ausencia tan prolongada de Laville-Saint-Jour? ¿Por qué las biografías ni siquiera mencionaban su infancia allí? Y ese juego experimental, ¿no sería algo más bien… perverso? ¿La perversión de una joven demasiado guapa, demasiado rica, demasiado adulada, y que gozaba de su poder a costa de los demás?
—No me has contado todo, ¿verdad? —preguntó, con la cabeza todavía apoyada en su hombro.
—¿Debería?
—¿Por eso tiene Antoine celos de ti? —preguntó a modo de respuesta—. ¿Por culpa de Cléance? ¿Cree que es contigo con quien habría querido casarse?
—¿Por qué dices eso?
Se mordió los labios.
—Me montó una escena. Por ti.
Nuevamente notó cómo su cuerpo se ponía en tensión, e hizo ademán de soltarse. Ella no se lo permitió.
—Así que sales con Antoine…
—He sido su amante, sí —confesó con pesar—. Un… breve error. Una gran estupidez, de hecho.
—¿Porque es tu patrón?
—Porque no es un hombre para mí. Porque está casado. Porque no siento nada por él. —Vaciló—. Porque creo que está implicado en algún tipo de asunto sucio.
Él no reaccionó; sin embargo, ella tuvo la sensación de escuchar cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
—Pero ya se acabó —añadió Audrey—. Y fue al decírselo cuando montó la escena… Una escena por tu culpa.
Esperó inútilmente una reacción. Vaciló. ¿Debía hablarle de sus dudas respecto a la presencia de Antoine en el aparcamiento poco antes? Decidió que no. El aura de Antoine era negra. Y nefasta. Notó por fin cómo una mano tranquilizadora le acariciaba el pelo, la animaba a continuar, disipaba la tensión.
—¿Es sobre esa juventud en compañía de ellos sobre lo que has venido a escribir aquí? —preguntó.
—Entre otros, sí… sobre esos momentos. También sobre otros —añadió con una voz apenas audible.
—Así que lo sabré todo cuando lo lea —dijo, divertida—. Ya estoy impaciente…
Le Garrec se rió brevemente.
—Sí… Creo que te enterarás de muchas cosas. Aunque a medida que escribo, me pregunto si tiene realmente algún interés.
—Sé que no me lo vas a decir, pero… ¿tienes ya algún título?
Pareció que dudaba.
—Algún día, cosas terribles…
—¿Perdón?
—Es mi título.
—Algún día, cosas terribles…
Procede de uno de mis recuerdos, una expresión: «Algún día sucederán cosas terribles…
—¿… y ya nada será como antes»?
Esta vez se soltó con decisión y se volvió para mirarla directamente a los ojos.
—¿Cómo conoces esa frase?
Ella lo miró fijamente. Su expresión había cambiado: ¿parecía casi aterrorizado? Trastornado, como poco.
—Sí, la… la conozco —balbució—. Es… es muy raro, porque nunca antes la había escuchado y la descubrí por casualidad. Uno de mis alumnos la escribió en su ficha de presentación.
Vio cómo se ponía pálido. Y de pronto, la emoción de Nicolas se apoderó de ella. Pestañeó, como si acabara de tener una revelación.
—Sí, muy extraño —repitió—. Porque es precisamente a propósito de este alumno por lo que creo que Antoine está implicado en un asunto turbio. Y… ¡Oh! pero… si tú lo conoces. ¡Es el chico que gritó durante tu conferencia!
El escritor frunció los labios, se pasó una mano por el pelo, con la respiración entrecortada. Finalmente, estimó que había llegado el momento de confiarle sus dudas:
—Nicolas, creo que… que Antoine nos ha visto irnos juntos esta noche… Creo que estaba escondido. En el aparcamiento.
—
N
o querías volver a hablar conmigo, ¿verdad, Bastien?
—no se. para k?
—Soy tu hermano…
—vale, eres mi hermano… y?
—Creo que mamá no está bien.
—ya
—Sabes que está mal, pero no sabes por qué.
—xq stas muerto, es una buena razón, no crees?
—No estoy del todo muerto. La prueba… los niños no mueren nunca del todo. Sobre todo los niños de Laville-Saint-Jour.
—tu no eres un niño d Laville.
—En cierto modo, sí lo soy.
—no m entero d nada, pro tngo una prgnta: si eres mi hermano, xq no cnectas tu webcam? ahora…
—Soy Jules, pero no soy solo Jules. Soy todos los niños que no murieron como debían haberlo hecho. Aquí somos todos uno…
—y dnd es aki?
—Aquí es lejos… y cerca. En algún lugar entre la bruma.
—eres… bueno sois… las sombras blancas?
—Ah… veo que tu visita a los miembros de la Chowder resultó de provecho.
—no es esa la palabra.
—¿Qué dirías entonces?
—horrible. No staban solo las sombras blancas… habia otros, un tipo k s yamaba Vilbois.
—¿Vilbois ha hablado contigo?
—ah… asi k no lo sabs todo? m alegro!
—Pues claro que no, ¿cómo podría? Soy un niño entre dos mundos… No soy Dios. Ni el Diablo…
—si, Vilbois m ablo; bueno no… solo scribio su nmbre. o algien lo a scrito. no dijo nada apart d su nmbre… no tuvo ocasión.
—¿Pues?
—los dmas no 1 djaron
—Interesante… Así que tú también tienes un poder…
—km k tngo un poder? y xq tb? d k otro ablas?
—Laville no es un lugar como los demás.
—si, ya m e dado cuenta
—Es un lugar que despierta los poderes. Los poderes ocultos… Te dije que pertenecías a Laville-Saint-Jour. No me equivocaba. ¿Estás ahí, Bastien? No respondes…
—si.
—¿Qué piensas hacer por mamá? Hay que ayudarla.
—si…
—¿Crees que serás capaz?
—no se. no se k acer.
—¿Has visto sus nuevos cuadros?
—no
—Yo sí que los he visto. Y me parece que tú también deberías verlos.
—cm son?
—Bonitos… y raros. Diferentes. Me parece que son un camino.
—un camino? acia dnd?
—Para encontrar el medio de ayudarla. Y cuando los hayas visto, aunque no entiendas todo, déjate guiar. Mira… Escucha. Lo que sea vendrá a ti.
—el k?
—La verdad… Déjate llevar. Deja que los que pueden acompañarte vengan a ti. En el colegio, por ejemplo…
—el St-Ex?
—Sí… el Saint-Ex. Allí hay gente que comprende las cosas.
—dime, Jules
—¿Sí, Bastien?
—m ablas d todo… mama, la casa… el St-Ex y todo eso. pro no m preguntas por papa?
El grito que dio lo despertó: «Papá…». O puede que también hubiera soñado ese grito, mientras su diálogo con julesmoreau desfilaba sobreimpreso durante su sueño.
Bastien alargó el brazo para encender la luz, luego se dejó caer sobre la almohada. ¿Es que aquello no iba a terminar nunca? Cada vez que la niebla de su cabeza dejaba pasar un rayo de sol, al poco es como si volviera a caer la noche. Primero supo de las revelaciones de Patoche a propósito de su madre… Luego Opale, que había estado conectada todo el rato sin contestarle. Y finalmente: julesmoreau. Jules, que todo lo veía… que todo lo sabía. Con quien compartía desde entonces una complicidad terrorífica.
Jules, que había cortado bruscamente la comunicación cuando Bastien había mencionado a su padre. ¿Por qué?
Preguntas. Se ahogaba en preguntas. Lo iban a sepultar. Hasta la locura.
Comprendió que ya no podría seguir durmiendo más. Al menos, no enseguida. Venciendo el miedo, que se había convertido en su compañero permanente desde que comenzaran sus pesadillas, se levantó para buscar un vaso a la cocina; encendió todo a su paso, aunque dudara del poder de la luz a la hora de ahuyentar a los… ¿fantasmas? Sí, después de todo, ese es el nombre que se les da.
En la cocina, se sirvió un vaso de leche, pero evitando mirar por la ventana: no tenía ningunas ganas de ver la niebla. Ni ganas tampoco de descubrir cómo aparecía por ahí la cabeza de un bebé de dieciséis meses, medio aplastada por un Mercedes azul, despacio, como levitando, con el brillo de una inteligencia maligna, antigua en los ojos, moviendo la manita con los dedos arrancados para decirle hola.
Su mirada fue a recaer en la tabla con ganchos de la que pendía toda clase de cosas, decorativas o útiles: una linterna, un «chisme» con plumas, un sacacorchos, un manojo… ¡de llaves! O más bien: ¡las llaves! Las llaves de su madre. Y por tanto: las llaves del cobertizo.
Tenía los cuadros al alcance de su mano. Allí, en ese momento. Era ahora o nunca.
Echó un vistazo por la ventana: tenía que cruzar el jardín. En plena noche. Pero no tenía elección: debía ver esos lienzos. Por su madre, e incluso, así lo presentía, por él mismo.
Sin pensarlo, volvió a su habitación, se puso una sudadera, se calzó unas gruesas zapatillas como de peluche. Ya en la cocina, cogió las llaves, luego se apostó ante la puerta de entrada. Tomó aire. La abrió de par en par.
La niebla estaba más densa de lo que nunca había visto, sobre todo a ras de suelo, como si el jardín estuviera anegado por un océano de algodón fosforescente que devorara cualquier luz. Vaciló: ¿de verdad iba a adentrarse por… ahí?
Bastien miró el cubo negro del cobertizo que se recortaba al fondo del jardín. Después de todo, no estaba tan lejos. Y en cualquier caso no tenía elección.
Cuando se decidió, un tentáculo de niebla se separó de la masa y fue a lamerle los pies. Retrocedió, casi con repugnancia. Lo rechazó con el pie: un gesto totalmente irracional, que no había podido contener. Su pierna atravesó el tentáculo. La cosa se disgregó blandamente antes de verse absorbida por el aire.
Bajó los cuatro escalones de la entrada: el blanco colchón de humo se tragó los peluches que llevaba en los pies. Tratando de rechazar las ideas que lo asaltaban —podía haber cualquier cosa ahí abajo… ¡absolutamente cualquier cosa!—, emprendió la travesía del jardín tan rápido como le era posible sin correr, no hizo caso del columpio ni de todas las formas que se elevaban ondulantes desde el suelo a su paso. Sin querer, a medida que avanzaba, como casi todas las veces que se había encontrado solo esas últimas horas, le vinieron a la cabeza las imágenes de la Chowder: los enloquecidos recortes con las letras, las palabras que formaban, los gritos que lanzaban. ¡Sí, eran gritos! ¡Alaridos incluso, de terror, de cólera, de venganza!
«las sombras blancas…
«las cooosas…
«Laville-Saint-Jour te quiere…» Llegó al cobertizo sin aliento, como si hubiera corrido los cien metros y echó mano a las llaves: se maldijo por no haberse preparado mejor y esto es, por no haber separado la llave apropiada antes de salir. Ante la puerta, a punto de probar una tras otra en la penumbra blanquinosa, se imaginó la niebla suspirando a su espalda… casi la podía oír murmurar: Bassstien… Bassstien… En su cabeza, la niebla tenía la voz dulce de una mujer que te mece y te arrulla.
El pánico lo cogió desprevenido: la niña… ¡la niña del columpio! Allí… detrás de él… se acercaba…
No mirar… No debía…
¡Plop!
El manojo de llaves acababa de caerse al suelo con un ruidito ahogado entre un haz de niebla antes de desaparecer. Abatido, escudriñó el lugar donde debían yacer las llaves. Imposible distinguirlas. La niebla era demasiado densa. Con la frente sudada a pesar del frío húmedo, se agachó, hundió la mano en la melaza —¡absolutamente cualquier cosa ahí abajo!—, palpó con la palma de la mano el universo invisible del suelo: césped húmedo… ramitas… hojas secas empapadas… gravillas… un animal viscoso que le rozó un dedo… ¡las llaves! ¡Sí! ¡Las tenía!
Iba a levantarse cuando su mirada se desvió por un momento fugaz hacia el columpio…
… NO MIR…
Allí estaba.
Una pálida criatura de contornos difusos, de pelo suave como una melena de humo, el rostro borroso como abocetado, con dos agujeros, dos cuencas vacías en la bruma, agarrada con ambas manos a cada cuerda, con su vestido de niebla que se estremecía al menor soplo de aire.
Se quedó clavado en el suelo, sobrecogido. ¡Esta vez, no era en absoluto una ilusión! Era… ¡real!
Lentamente se volvió hacia él, le obsequió con una sonrisa: un rasgo indeterminado que se estiró en su rostro de bruma. Y saltó del columpio.
Un terror salido de lo hondo de sus tripas anegó a Bastien, hizo que se le erizaran todos los pelos de su cuerpo, casi le hizo perder el control de sus funciones.
Con la mirada, evaluó sus posibilidades de llegar hasta la casa evitando la… cosa.
Ninguna.
Solo le quedaba el cobertizo.
Se puso de pie, con los ojos todavía clavados en la aparición, las manos aferradas a las llaves.
Con una languidez de invertebrado, la niña avanzó hacia él y comprendió que nunca podría darle la espalda. Darle la espalda significaba morir. Pegado a la puerta, continuó paralizado, mientras ella proseguía en su camino.
Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que pasaba en el jardín alrededor de ella: hasta entonces, la niebla flotaba en suspensión. Ahora, latía, borboteando casi en algunos lugares. Como si le hubiera leído el pensamiento, la niña se detuvo, miró a derecha e izquierda: tuvo la horrible impresión de que la cabeza iba a desprenderse de su cuello de vapor, e iba a echar a volar como un globo. En torno a ellos, las palpitaciones se intensificaron, crecieron… Y un cuerpo de humo se alzó del suelo, se desplegó con una gracia aérea. Otro chico. Y allí, justo detrás del árbol: ¡una niña pequeñita! Luego otro más, todos distintos, todos idénticos.
¡Las sombras blancas! La eclosión de las sombras blancas en la niebla… ¡No! ¡Las sombras blancas eran de niebla!
… un bebé, o un niño chico, cuya cabeza redondeada traspasó la superficie para flotar…
¿Jules?
Fue ese pensamiento lo que sacó a Bastien del trance horrorizado en que se había visto sumido.
En un momento, cuando estuvieran al completo, iban a converger en él. ¿Cómo lo sabía? Ni idea. ¡Pero la niebla se agitaba con violentos plop aquí y allá, y allí también, más contracciones! Y una tras otra, todas las sombras blancas iban a aparecer y estirarse. Un auténtico ejército… ¡pero aún incompleto!