Pegué un grito.
¡Lo tenía! ¡Lo tenía!
La question
. La canción de Françoise Hardy. ¡Esa era la canción! ¡La canción que sonó! Era una de las canciones que escuchaba de niña con la señorita Florence. Entré como una funámbula al pasillo, giré al despacho, avancé esforzándome en ahuyentar la desconfianza y empujé la puerta tragando saliva, miré de frente el cartel de los Tejidos de los Vosgos de Alice Humbert…
Allí estaba, como una vidriera de colores en una catedral, esperando a ser mirada, guardando un mensaje que solo queda descifrado para algunos fieles como un código oculto. No pude evitar preguntarme de nuevo por qué antes se había puesto en marcha la radio, como si algo me llevara a ella. Dejé la puerta abierta esforzándome en entender el porqué de mi nerviosismo. ¿Qué debía hacer? ¿Aguardar una señal? Tuve la impresión de que de un momento a otro iba a sonar la música de nuevo e, inexplicablemente, no me provocaba ninguna desconfianza. Estaba dispuesta a verme sorprendida. Estaba deseando que sonara. Pidiendo que sonara. Pedí que rugiera la canción como una audacia del destino. Observé el cartel durante un rato, muda y pensativa. Me quedé ensimismada en el nombre como si quisiera decirme algo. Turbada por la situación. Contuve el aliento. Pasaron unos minutos y finalmente pude articular una palabra en voz alta.
—¿Alice?…, ¿quién eres?
A la mañana siguiente me preparé un desayuno de esos que solo preparan en los hoteles —no tiene mucho sentido vivir sola y no mimarse—; dos tostadas de pan de molde con aceite de oliva y tomate, que trituré con el tenedor, y un café. Sentada en la cocina. Los cuadros de flores rodeaban a un heredado reloj de saetas que podía escucharse si aguantabas la respiración. Tictac, tictac. Me lo traje de Praga junto con un calendario manual que por pereza siempre estaba anclado en la misma fecha, un cumpleaños de Laurent en el que debí ser feliz.
La cocina estaba abierta a la terraza del ático con un gran ventanal que, en los días agradables de temperatura, dejaba abierto de par en par para que se inundara todo de luz. Luz. Anestesiada de luz. Necesitaba luz como una obsesión. No en vano, las pesadas cortinas granates del palacete nunca dejaron entrar al sol y acabamos todos apolillados por orden de tía Brígida. Cortinas y venga cortinas. Todo cerrado. Iluminado por luz artificial. Como ella.
A las ocho en punto sonó un
click
y se conectó el riego automático, que inmediatamente empezó a humedecer todas las plantas. El mismo
click
que me llevó quince años atrás: una joven dispuesta, ayudante de mi familia en la Fundación, con mi pelo trenzado y las ganas de salir de aquel cascarón de mármoles y cortinas granate. Tenía tanta pasión por las galerías de arte que me pasaba la vida escapándome a exposiciones con las invitaciones que llegaban a casa. Luego intentaba convencer a mi tía para que comprara otro cuadro para el salón de plenos, que pusiera tal lámina en el pasillo, que renovara la entrada con un nuevo pintor que había descubierto. «No tiene ningún valor», me decía con su tono de grandilocuencia forzada por los genes. «Lo tendrá, se le nota en la cara, tiene cara de éxito y pinta como los grandes», me justificaba ante ella después de haberme quedado seducida por la masculinidad de un muchacho que exponía por primera vez ante el público.
Fue Laurent quien me sacó de aquella peregrinación por galerías de arte y exposiciones en antros de artistas. Le conocí un viernes por la tarde precisamente en una galería. Dedicaban una muestra a diferentes pintores jóvenes europeos que habían ganado una beca para exponer en España. Él era de París y yo amaba París. Me acerqué a un cuadro gigante que había al final de la muestra y el estallido de color me dejó estupefacta, era una calle pintada en bloques de color sin pretexto, todo el pigmento estaba en su punto primitivo, sin matices, sin aclarados, sin dulzura. El pigmento venía dado en pinceladas bestias que aniquilaban la perspectiva sin compasión. Pero a mí…
—¿Te gusta?
—¿Es a mí?
—Sí, claro, a ti. A quién va a ser.
—Pues… mucho.
Articulé a decir «mucho» mientras me acercaba a ver la firma del lienzo.
Laurent
… Mientras, el joven apostado a mi lado, el tal Laurent, me susurró: «No es un cuadro bueno, pero les ha gustado». Luego sonrió con esa sonrisa que tienen los canallas que se cuelan gratis en la vida. Me volví, sorprendida de que un pintor dirigiese la palabra en medio de tanta gente a una desconocida como yo. Sonreí como respuesta. Me dijo: «¿No crees? Venga, dime fallos de la obra», y, cogiéndome del brazo, me arrastró a través de la sala, colándonos entre galeristas, coleccionistas, curiosos, fotógrafos y pintores, en dirección a una barra de bar en la que estaban degustando vinos.
—He visto cómo mirabas mi obra. Me llamo Laurent.
—Ya. Lo he visto en el cuadro. Yo, Teresa.
Mientras pedía dos copas de vino «rojo» —creí que hablaba de colores y pinturas como en sus cuadros y días después descubrí que los franceses hablan de rojo en lugar de tinto—, me fijé en sus manos amplias apoyadas en la barra del mostrador. Eran manos de marinero, o al menos de cómo yo me imaginaba a los marineros. Morenas, fuertes, decididas. Las apoyó en la barra, una mole improvisada con cajas gigantes de madera, que fingían embalajes de gran tamaño. Bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que aquella exposición tenía más de continente que de contenido, todo ordenado para parecer improvisado, como si la progresía necesitara parecer pobre para ser
cool
. Me dijo:
—Toma, tu copa, ¿brindamos?
—Por tu obra —me apresuré a decir.
—No —dijo él alternando un primer gesto de seducción con otra sonrisa.
—¿No?
—Por el azul cobalto.
Tendrían que pasar varios años para que alguien me volviera a descolocar de esa manera. Para entonces, yo viviría ya en otra ciudad. Se trataba de la primera vez que un chico, un hombre, me miraba invadiendo como un ejército mi Estado. Ocupándolo. Ese asedio provocó tal estado de excitación y de pánico que enmudecí. «… Azul cobalto». Ese era el color de mi vestido. El mismo que me quité esa noche en su apartamento de la Latina para entregarme a él después de subir una escalerita estrecha que llevaba al primer piso en el que tenía instalado su cobertizo.
Pero allí, un minuto antes, con mi vestido azul cobalto me sentía el ser más cursi de aquella sala de pintores y amantes de la cultura en la que había que fingir naturalidad, así todos se deslizaban con copas comentando cuadros trivialmente. Y yo vestida de azul. Como una muñeca. Eso pasaba por criarme con una tía estirada y quisquillosa que me había enseñado a vestir con «aspecto de mujer adulta y femenina» como si tuviera que ser entregada a una tribu en pago por mi boda. Con aquella perspectiva yo era un anacronismo decimonónico entre modernos de barbas, pelos largos y ropa de aspecto viajado. Eso que a mí me sugería libertad.
Nos quedamos en un barril que hacía de mesa delante de la barra de los vinos. Laurent pidió enseguida dos «rojos» más y, según él, era imprescindible que saliéramos por la zona a tomar algo sólido para no emborracharnos sin haber comido.
—Tú conoces mejor Madrid que yo, deberías hacer de cicerone.
—Pero por aquí no conozco muchos sitios.
No podía disimular que en lugares de marcha yo era una pacata funcional. No tanto por miedosa, sino por atada.
—Bueno, imagino que eres de las que invitan a estas exposiciones, ¿no?
Le miré sorprendido. Como tardé en contestar, continuó.
—Sí, yo soy un pintor en ciernes, estoy empezando como el noventa por cien de los que estábamos en la sala. Y tú seguro que eres la niña mona a la que le gusta mezclarse en estos eventos. Eso o… eres una marchante de arte muy precoz.
—Solo tengo interés por los cuadros, suelo venir. Pero si te refieres a mi forma de vestir… me gusta.
Quería mantener una imagen de independencia en lugar de parecer una pusilánime que vestía todavía como le ordenaban en casa.
—Mantengo que el color azul cobalto te sienta de infarto. Aunque deberíamos llamarlo azul Klein, ¿no?
—O como las piscinas de Hockney.
—
Touché
, tienes razón.
—Me gusta visitar galerías de arte, en las que todo el mundo habla en voz baja y puedes escuchar las respiraciones ajenas. Siempre hay una paz que obliga a detenerse, al tiempo que diriges pequeños pasos como una pandilla de sonámbulos. Me suelo recorrer todas las exposiciones e incluso voy a los conciertos.
—¿También los hay?
—Oh, sí. Muchísimos. Con músicas raras. Estoy segura de que te gustarían.
—¿Tú crees? ¿Qué presupones? A ver…, qué música me debería gustar según tú.
—Hummm… No sé, no podría adivinarlo. Eres francés. Pero… supongo que todo lo que venga del jazz.
—Bueno, no vas mal. No vas mal. Y a ti, ¿qué te gusta?
—¿De la música francesa? ¿O de la española?
—La que quieras, la que te pongas para ir a dormir. Dime esa canción que suena en tu cabeza cuando te vas a la cama. O mejor, la que suena al irte a la ducha.
—¡No sé! Me descolocas. De todas formas, en casa me gusta todo tipo de música. También el jazz, sí. Como a ti.
—Sí, claro, porque ya lo he dicho yo.
—No, no. ¡De verdad! —no daba crédito a la tranquilidad con la que estaba paseando con Laurent. Jamás había paseado con un chico y, desde luego, jamás había paseado tan a gusto, olvidándome de la hora, de mí y de mi vestido azul—. ¡Mira! ¿Entramos en este bar? A mí también me está apeteciendo picar algo. ¿Cómo lo llamáis los franceses?
—¿Comer? —soltó una carcajada a lo grande. Yo también empecé a reír.
—Ja, ja, ja. Ya sé que se llama comer, me refiero a… Bueno, olvídalo.
Disfruté como una niña ante la novedad y ante su terrible acento francés que chocaba con ese aspecto viril de hombre de montañas. Era estudiante de bellas artes y había nacido en Lille, aunque pronto se fue a vivir a no sé qué punto de la rue Richelieu en París —esto es lo único que memoricé en aquel momento por lo resonante del lugar—. «Eres muy guapa», me dijo, dejándome ya pegada a su lado para toda la noche.
Su cobertizo era, en efecto, un lugar que habían techado en una especie de patio de luces que en su momento debió de estar revestido de azulejos en plan tragaluz con cubierta de plástico y ahora era una habitación de alquiler cutre en la que se escuchaba todo. Era tan cutre el lugar que con dos mantas marrones habría creído estar en medio de una escena de
Los miserables
porque el agua salpicaba en la uralita haciendo un ruido tremendo sobre nuestras cabezas. Mi tía me habría sacado de allí a escobazos, pero me instalé cada tarde allí con él. Como dos «miserables». Sus hombros y sus brazos eran de una rudeza que no se encuentra en los escuálidos de ahora, pero con la piel delicada de una mujer. Moreno de pelo y piel. Sus manos eran… perfectas. Delicadamente perfectas. Tan seguras en el tacto como sabias en recorrer con esmero cada parte de mi cuerpo. Sabía llegar allí donde mi mente estaba deseando que rozaran sus yemas como si hubieran dibujado en mi piel un mapa para que él pudiera recorrerlo. Todos los recorridos que hacía desde mi hombro, mis pechos, mis caderas… terminaban allí. Dios mío, creía morir. El vino estaba siendo la droga para dejarme llevar. Estaba libre. Y el olor de su piel tenía el sabor que solo guarda la primera vez. Esa noche permanecerá en mí toda la vida.
Durante horas estuvimos haciendo el amor. Nunca le dije que era virgen porque, arrojada en sus brazos, me susurraba lo bien que iba todo. «Eres perfecta», farfullaba mordiendo mi oreja, a veces en español, a veces en francés. Yo era nueva, recién expatriada de mis hierros y de mis vínculos familiares a golpe violento de sexo con Laurent. Estaba lejos de imaginar que su presencia sería un recuerdo ajeno y baldío poco tiempo después. Siempre es demasiado pronto, siempre es demasiado poco.
Me pasé muchos meses viviendo las tardes bajo aquel techo de uralita en el que olía a cama y a pigmentos de pinturas. De día iba a la universidad, comía con mi tía y me escapaba huyendo hacia él. A menudo venía a recogerme porque su vida era un desastre de horarios sin orden en el que yo era su único punto del día.
—Ya estoy aquí.
—Sí.
Yo solo sabía sonreír. Me recogía varias calles más allá del palacete. En otro portal, en otro edificio.
Era una sensación maravillosa que me obligaba a ocultarme y a dejarme llevar en sus brazos a cualquier sitio. Parecía que él era el de Madrid y yo era la de París. Todo lo decidía él y a mí, eso, me hacía estar relajada. No me sentía culpable de nada, si llegaba tarde a casa, él me buscaba la excusa, si sonaba el teléfono y mi tía descolgaba el auricular, él se hacía pasar por un encuestador que necesitaba que respondiéramos unas preguntas todos los miembros del hogar, aquel caserón de viejo parqué de roble que crujía a cada paso como crujía yo por él al salir corriendo escaleras abajo. Llegó a poner voz de chica para fingir que era una amiga de clase con la que había quedado para estudiar en la biblioteca, alquilaba motos que me decía que eran robadas de la calle para darle más emoción al viaje por la sierra. «Sube, corre, que nos vamos», me urgía con el casco puesto y el motor encendido. «Somos los colonizadores de la montaña y vamos —señalando una botella de vino que asomaba de su mochila— en busca de la nueva tierra. Estás invitada a ser la princesa del monte». La moto cogía velocidad. Me sentía libre. Y cuando eres libre siempre quieres más.
Conocía su cuerpo perfectamente, pero descubrí que no conocía su mente.
—Ya sé lo que estás pensando. ¿A ti te gustaría?
—Sabes que sí.
—Entonces solo tengo que ir y volver.
Se acercó a mí como si fuera a sustituir mi alma por la suya. Me abrazó.
Llevaba casi doce meses sin regresar a su casa. Era un alma libre y no tenía ningún apego familiar, supongo que eso era lo que le hacía tan autónomo. Volaba. Con él se volaba. El tiempo había pasado a una velocidad como nunca lo ha vuelto a hacer, hambriento de actividad. ¿Un año ya? Pensó que debía volver —«mi padre» dijo— y le entendí. Ese tiempo de ausencia fue un nido de ansiedad. Nos llamábamos todas las tardes y nos enviábamos cartas inagotablemente. No quedaban horas del día para pensar en otra cosa que en su vuelta.
Se cortó de golpe. No hubo más llamadas. Ni más cartas. Recuerdo perfectamente el día en esa obsesión mía por encontrar sentido a los números porque saliendo al balcón, tan resentida, tan sola, busqué la luna y no estaba, era una de esas noches lóbregas vacías de luna.