El taxista me había traído a toda velocidad, había cruzado el Sena hacia Saint-Germain saltándose tranquilamente algunos semáforos y eligió ir por Saint-Michel en dirección a Montparnasse. Dos minutos más tarde estaba apostada en una cafetería, La Closerie des Lilas, en la que le dije que parara. Prefería dejarme hipnotizar por una zona desconocida de París.
—Puede pasar, buenos días. Estamos ordenando las sillas simplemente.
—Ah, bien. Querría desayunar un café, zumo de naranja y
pain au chocolat
. Gracias —dije apostándome en una de las mesas de la cristalera.
El camarero esbozó esa tibia sonrisa francesa a la que parece que hay que responder pidiendo disculpas por estar ahí y se marchó al interior. Tal vez no era la hora, estaban arreglando mesas para el almuerzo con mantelitos llenos de firmas y anotaciones de antiguos visitantes del local. Un esquinazo del bulevar con l’Observatoire, el final del jardín de Luxemburgo, que tiene el alma de los siglos acumulados en su atmósfera. La inmensa terraza cubierta de vegetación acentúa la historia del sitio, elegante y decadente. Meses más tarde me di cuenta del porqué de aquella estirada presencia de los camareros en la Closerie custodiando casi la quintaesencia de lo parisino como si se tratase del Santo Grial.
Deambulé un poco por el barrio, encontrando pretextos para caminar más lenta y retrasar mi destino de esa mañana. Estaba descansada, había algo detectivesco en mi ruta que me empujaba a detenerme en cada uno de los detalles del bulevar. Sin el encanto de otras zonas de París, percibí que esa calle manejaba la vida estándar de los ciudadanos empadronados allí, que hacen las compras en supermercados corrientes o se dirigen al trabajo, y que sortean con disimulo a los turistas que deambulan perdidos fuera del París monumental y que recorren a otro paso su ciudad. Este aire tan uniforme de ciudad normal es lo que me hizo dudar de si estaba en la dirección correcta. No vi pintores, ni fotógrafos, ni aroma de crepes tostándose en la plancha.
Ese era el edificio. El número 9.
En la puerta, cerrada a cal y canto, estaban jugando dos niñas muy rubias, mucho más por la luminosidad gris que cubría la ciudad y que les blanqueaba los cabellos. El portal era sobrio, dos hojas de color gris azulado muy altas con remaches dorados para empujar con el pie, un cartel de acceso a los bomberos y rematada con un sencillo adorno labrado en piedra, similar a un blasón, en el que el nueve aparecía como un escudo de armas. Y sobre todo, que era lo más importante en ese momento, cerrada.
Estaba frustrada por el escenario que me había encontrado, la calle era demasiado vulgar y no tenía nada particular que me resucitara todo eso que me había pasado por la imaginación al descubrir las fotografías. Estaba desconcertada. ¿Qué podía hacer? Uno puede ver la vida sembrada de dificultades que evitas o asumes, pero cómo podía hacer para entrar en un edificio en el que es necesaria una clave numérica para tocar uno de los timbres. Toqué algunos números al azar del portero automático. No había nada que perder, solo esperar a que entrara o saliera uno de los vecinos. El ruido del tráfico en el gran bulevar de Montparnasse me distrajo mientras apuraba un cigarrillo tras otro.
Volví a llamar al portero. Las niñas empezaron a mirarme extrañadas. Debía de estar tocando combinaciones absurdas y se daban cuenta de que andaba confundida.
—Debe elegir cuatro números…, solo cuatro.
Una de las niñas rubias que hacía cabriolas con los pies paró las piruetas dudosa de mis movimientos. ¿Por qué hacía todo esto? ¿Por qué estaba empujada a averiguar la vida de una mujer que estaba dirigiendo mi vida? Me habría gustado tener la solución, pero apostada en la puerta del 9 de Campagne Première, era como esos bañistas que se quedan en la orilla del mar esperando que Neptuno les dé las respuestas.
La madre de las niñas las llamó desde la frutería y corrieron a ayudarla con las bolsas. Era evidente, vivían allí. Sin embargo, ¿cómo colarme con ellas? Las pequeñas me habían estado viendo rondar en su puerta como una vigilante sin un timbre claro para entrar. Me eché para atrás y permanecí en el borde de la acera esperando que la madre y las niñas abrieran. Si ponía el pie, podría entrar. Era triste llegar a eso, pero era la única opción. Las niñas no me lo iban a poner fácil.
Efectivamente, cuando llegaron, me acerqué, abrieron la puerta y entraron todas. Yo puse el pie, la niña más alta me miró como una asesina que aprieta los morros como un arma a punto de ser disparada y tuve que retirarlo antes de que la madre se diera cuenta de que había una intrusa a sus espaldas. La vida era algunas veces injusta.
Volvía a estar allí. En el lugar, pero fuera. La espera se hacía larga y apenas pasaban más vecinos por la calle en dirección al número 9. Todos pasaban de largo hacia Montparnasse o a Raspail. No le quité ojo a la puerta, una fachada del arquitecto Taberlet —grabado a cincel en el primer piso—, que era lo único destacable del lugar.
A las once en punto percibí un leve ruido del interior del portal, un ruido de ruedas que se arrastraban. Observé la puerta y en ese momento se abrió de repente y me puse nerviosa: una señora de pelo blanco se asomó empujando un cubo de basura enorme de color verde. Era mejor sonreírle. Me vino a la cabeza la cita de Franklin: «Sé cortés con todos, sociable con muchos, familiar con pocos». Opté por esto último, que me podría venir bien para ganarme la confianza de la mujer extraña. Era la conserje, vestía con un llamativo y holgado pantalón a cuadros, zapatillas cómodas de suela gorda y una gabardina dos tallas mayor que la convertía a ella en otra bolsa oscura. Regordeta y sonrosada de cara, algo que acerca a los ajenos a la hora de sentirse un entrometido. Ese era el momento de trasladar las basuras. No se había dado cuenta de que estaba allí apostada, volvía a ser invisible, e hice ademán de entrar, sin perder la sonrisa. No lo creía posible, pero tomé la delantera para colarme.
—¿Me deja? —me inquirió la señora.
—Claro, claro.
Estaba como una boba estorbando en medio de su camino, imposibilitando que sacara la basura. Me aparté, le sujeté la puerta y eso me sirvió para pasar al callejón que se abría en el número 9 de Campagne Première. Mi incomodidad se había tornado felicidad, estaba dentro del edificio y me relajé al echar el primer vistazo. Ya estaba adentro.
Era un pasillo bastante amplio, abierto al cielo, luminoso y lleno de cristaleras enormes en tres alturas; toda la construcción eran ventanales de hierro de suelo a techo que, en algunos casos, cubrían con cortinas. Un pasaje que avanzaba en rampa descendiendo hasta lo que parecía una higuera y que dejaba a un lado las viviendas y al otro un vergel de plantas que ocultaban en buena parte una tapia del callejón. Parecía anclado en el siglo pasado, los cubos de basura para reciclar era el único elemento actual de aquel entorno salvaje y destartalado. La humedad corría por la fachada en medio de cañerías que hacían giros toscos para evitar otros tubos. Ni la primera portezuela, a mi derecha, parecía haberse cambiado desde 1900. Empecé a sentir ese escalofrío similar al que me condujo al anticuario de Madrid, algo idéntico, una llamada de otro universo al que no pertenecía. Estaba todo embalsamado, sin vida. Ese lugar sí sincronizaba con el toque mágico que me había llevado a París. La lluvia comenzaba a darle a aquel montón de ventanales ese toque de lírica que necesitaba. Irradiaba tanta energía que me parecía posible sentir la presencia de Alice por aquel lugar, incluso sin verla, como si un aura de otro plano avanzara desde el final del corredor hacia mí. Tenía la impresión de que una mujer, vestida de época, iba a saludarme desde alguno de los cristales invitándome dulcemente a subir a tomar un té y a explicármelo todo con detalle. Después de todo, me encontraba en una circunstancia bastante singular, expuesta absolutamente al pasado. ¿Por qué hacía todo esto? Me habría gustado saber qué interés había en este recorrido. No tenía ningún medio para investigar.
—¿Es usted turista?, puede quedarse en esta zona, no más allá de la fuente.
Su frase me dejó ojiplática, había pasado el apuro de estar esperando como una delincuente en la calle y resulta que se podía pasar a mirar al interior. La conserje de melenita blanca debía de tener setenta y pocos años y su casa formaba parte del inmueble.
Un edificio protegido que guardaba las respuestas.
—¿Española?
—Efectivamente, de Madrid. Pero vivo en París. No conocía este lugar.
—Oh, ya no es lo que era.
—Y… ¿qué era? —pregunté de inmediato.
La señora iba y venía con los cubos, caminando con un curioso balanceo, sin perder la sonrisa ni el movimiento, tanto trajín arrastrando las basuras hizo que acabara ayudándola con la tarea a pesar de su reticencia, «es mi labor». Se fue hacia la fuente y empezó a llenar barreños con agua. No dijo nada durante un rato, estiró la goma de riego y la dejó preparada delante de la zona ajardinada. Me hundí en mis pensamientos observando la escasa vida que se ofrecía desde los ventanales. Oí algunos ruidos y algún vecino que se movía entre las cortinas. Nada destacable. No perdí de vista a la conserje y en un momento dado se desvió hacia las escaleras y caminé un poco más al interior. No habían pasado ni veinte segundos y me asusté. «No puede pasar», escuché su voz desde el interior. Me estaba viendo como, agarrada a mi bolso, oteaba todas las cristaleras. No sé si por mi aspecto de mujer joven, independiente y arreglada a lo parisino, pero el hecho es que la mujer vino hacia mí con total confianza cuando dejó su labor. Estaba sorprendida de mi forma de mirar, me dijo después. Al principio le había parecido la típica turista que entra perdida en el edificio y que mira «a lo tonto». Le conmovió la forma en que me turbaba ante el callejón.
—Me ha recordado a mí, me ha removido el corazón —dijo recuperando el aliento tras las idas y venidas— cuando ha caminado unos pasos y la he visto mirar.
—¿Por qué dice eso?
—Este lugar apenas lo frecuentan los turistas, primero pensé que se había colado sin darse cuenta y luego que era una periodista que iba a preguntarme por el señor Ardisson, Mathieu Ardisson.
—¿Quién es?
—¿No le conoce? Es un reconocido periodista francés. Un caballero.
—Ah, sí —disimulé.
Instintivamente miré hacia los ventanales de lo que parecían viejos talleres. Era lo único que me llevaba hasta Alice. La conserje recitó casi de forma mecánica:
—Todo esto que ve son los antiguos
ateliers
de los artistas que abandonaron Montmartre buscando una nueva inspiración más allá del Barrio Latino. Como ve, eran luminosos y económicos, por eso trabajaban y vivían aquí. El edificio lo construyó el arquitecto Taberlet con los materiales que recuperó de los pabellones abandonados de la Exposición Universal de 1889. La de la torre Eiffel. Pues todo lo que sobró está aquí, con todo aquello que abandonaron construyeron esta casa…
Me vino una imagen a la mente. Las fotografías del sótano.
—Pero ¿ya no quedan pintores, fotógrafos? —pregunté.
—Oh, no. Ya no. Aquí ahora solo viven familias. Aquello fue otra época, otro París… ¡Otro París! —balbuceó nostálgica.
Estaba dentro de lo que fueron los talleres de muchos pintores del París de principios del siglo
XX
. Allí, desnuda tras los ventanales, había estado posando Alice.
—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.
—Oh, no. No importa cómo me llamo, no quiero ser famosa.
Sonreí al descubrir en su gesto una coquetería ajena a la edad, se retiró el pelo ceniza y se distrajo. Un vecino la llamó desde la puerta de madera que estaba frente a la fuente para entregarle unos sobres y aproveché para memorizar el número del timbre que ponía en el buzón del señor Ardisson. Mathieu Ardisson.
—¡Soy Alice! —dije gritando desde el portal.
No sé si era mi miedo acumulado o la necesidad de dinero, pero el hecho es que estaba temblando de nervios y la voz me salió quebrada. Esa era la dirección que me habían dado y allí estaba. En la puerta de los talleres de Campagne Première.
—¡Alice Humbert!
Tuve que repetirlo varias veces para que me escucharan. «Soy Alice, Alice, la chica del lunes». Aunque sorprendida al principio, la necesidad me hizo coger aire, ajustarme el abrigo y entrar al pasillo de los talleres. Subí las escaleras, me atusé el pelo dejándome los rizos tras las orejas, las tenía chiquitas y me gustaba que se me vieran, me retoqué el carmín y comprobé que el cuello de la blusa estaba en su sitio. No hacía ni cinco minutos que me había lustrado los zapatos pero volví a hacerlo con mi pañuelo antes de tocar el timbre, excitada ante la novedad. Cuando se abrió la puerta, yo estaba arrodillada apurándome en la faena de parecer una chica limpia. Él estaba frente a mí, vestido con bata blanca, llena de manchas de pintura de colores, cigarrillo apagado en la comisura de la boca y un aire insolente que no me dio ninguna confianza. Era lo peor que me podía pasar para mi aprensión al desnudo. Debieron notármelo en la cara los cinco chicos que había en el taller.
—Es su primera vez, ¿no? —sospechó el más joven cuando me vio agarrada a mi bolso en la puerta de la entrada al taller. Inmóvil.
—Sí —titubeé.
—Pues pase, hágalo rápido y ya está. Es la mejor forma de olvidar que está desnuda, es un mero trámite para el arte. Nosotros estamos hartos de ver mujeres.
—¿Puedo pasar a alguna salita? —pregunté.
—¿Para qué?
—Para quitarme la ropa.
Se echaron a reír como si les pareciera muy gracioso, pero no me miraban al reírse, sino entre ellos, hechos unos cómplices de taberna. Eran de los que se ríen más de lo normal, que se contagian entre ellos y abusan de los gestos para demostrar que son hombres. Yo me pegué al tubo de la estufa. Venía congelada. Aterida de la calle.
—Usted se ha creído que está en la Academia Colarossi. Aquí se tiene que desnudar aquí mismo. Esto es un taller, es lo que ve. Usted y nosotros.
Era una sala fea y llena de trastos, con pinta más bien de tugurio, aunque con caballetes y cuadros colgados y amontonados por todos los sitios. Arriba, abajo, en las esquinas. No sé a qué venía la risa de esos hombres. Claro que estaba temblando de miedo, claro que estaba aterrada, claro que quería dar media vuelta y salir huyendo, y eso debía hacerles gracia. Me hacía falta el dinero. El estudio tenía treinta metros abarrotados de obras, esculturas, marcos y lienzos de mujeres desnudas.