—Veo que no estimáis en mucho la amistad. —Observa cómo Wriothesley digiere esto.
—Aun así —dice Llamadme—. Ya veo que Wyatt no representa ninguna amenaza para vos, ni os ha menospreciado ni ofendido. William Brereton era altanero con vos y os ofendió muchas veces, y se interponía en vuestro camino. Harry Norris, el joven Weston, bueno, ahora hay vacíos donde ellos estaban, y podéis poner allí a vuestros amigos en la cámara privada, junto con Rafe. Y Mark, aquel fiasco de muchacho con su laúd; os doy la razón, el lugar parece más limpio sin él. Y George Rochford, su caída barre a todo el resto de los Bolena, monseñor tendrá que volver al campo y procurar no levantar la voz. El emperador estará agradecido por todo lo que ha pasado. Es una lástima que la fiebre impidiese al embajador asistir hoy. Le habría gustado verlo.
No, no le habría gustado, piensa él. Chapuys es impresionable. Pero uno debería levantarse de su lecho de enfermo en caso necesario, y ver los resultados que has deseado.
—Ahora tendremos paz en Inglaterra —dice Wriothesley.
Cruza por su cabeza una frase (¿era de Thomas Moro?: «La paz del gallinero cuando ha escapado el zorro». De los cadáveres esparcidos, algunos matados con un chasquido de mandíbula, el resto mordidos y despedazados: el zorro da vueltas y clava los dientes aterrado y las gallinas aletean a su alrededor, mientras gira en redondo y distribuye muerte; restos que luego han de ser baldeados, el mantillo de plumas escarlata pegadas al suelo y a las paredes.
—Todos los actores han muerto —dice Wriothesley—. Los cuatro que arrastraron al cardenal al Infierno: y también el pobre idiota de Mark, que compuso una balada de sus hazañas.
—Todos los cuatro —dice él—. Todos los cinco.
—Un gentilhombre me preguntó: si es esto lo que Cromwell hace con los enemigos pequeños del cardenal, ¿qué acabará haciendo con el propio rey?
Él está mirando hacia abajo, hacia el jardín a oscuras: la pregunta se ha clavado como un cuchillo entre sus omoplatos. Sólo hay un nombre entre todos los súbditos del rey al que se le ocurriría esa pregunta, sólo uno que se atrevería a hacerla. Sólo hay un hombre que es capaz de poner en duda la lealtad que él muestra hacia su rey, la lealtad que demuestra diariamente.
—Así que… —dice al fin—. Stephen Gardiner se considera un gentilhombre.
Quizá Wriothesley vea, en los pequeños paños de cristal que nublan y distorsionan, una imagen dudosa: confusión, miedo, emociones que no suelen aparecer en la cara del señor secretario. Porque si Gardiner piensa eso, ¿quién más lo piensa? ¿Quién más lo pensará en los meses y años futuros?
—Wriothesley —dice—, supongo que no esperaréis que justifique ante vos mis acciones. Cuando ya se ha elegido una forma de actuar, no hay que disculparse por ella. Dios sabe que no persigo otra cosa que el bien de nuestro señor el rey. Estoy obligado a obedecer y servir. Y si me observáis atentamente veréis que es lo que hago.
Se vuelve cuando considera apropiado que Wriothesley le vea la cara. Su sonrisa es implacable. Dice:
—Bebed a mi salud.
Los despojos
Londres, verano de 1536
El rey dice:
¿Qué pasó con su ropa? ¿Su tocado?
Él dice:
—Lo tiene todo la gente de la Torre. Les corresponde a ellos.
—Comprádselo —dice el rey—. Quiero cerciorarme de que se destruye.
El rey dice:
—Pedid todas las llaves de acceso a mi cámara privada. De aquí y de todas partes. Todas las llaves de todas las habitaciones. Quiero que se cambien las cerraduras.
Hay nuevos sirvientes en todas partes, o viejos sirvientes con nuevos cargos. Sir Francis Bryan reemplaza a Henry Norris como jefe de la cámara privada, y debe recibir una pensión de cien libras. El joven duque de Richmond es nombrado chambelán de Chester y del norte de Gales, y (sustituyendo a George Bolena) Guardián de las Cinco Puertas y condestable del castillo de Dover. Se pone en libertad a Thomas Wyatt y se le concede también una renta de cien libras. Edward Seymour es nombrado vizconde de Beauchamp. Richard Sampson es nombrado obispo de Chichester. La esposa de Francis Weston anuncia su nuevo matrimonio.
Él ha hablado con los hermanos Seymour sobre el lema que debería adoptar Jane como reina. Quedan en que será: «Obligada a Obedecer y Servir».
Se lo plantean a Enrique. Una sonrisa, un cabeceo de asentimiento: satisfacción absoluta. Los ojos azules del rey están serenos. A lo largo del otoño de este año, 1536, en las ventanas de cristal, en tallas de piedra o madera, la enseña del fénix sustituirá al halcón blanco con su corona imperial; los leones heráldicos de la muerta son sustituidos por las panteras de Jane Seymour, y se hace económicamente, ya que los animales sólo necesitan colas y cabezas nuevas.
El enlace matrimonial es rápido y privado, en el cuarto de la reina en Whitehall. Se descubre que Jane es prima lejana del rey, pero se otorgan todas las dispensas de la forma adecuada.
Él, Cromwell, está con el rey antes de la ceremonia. Enrique está tranquilo, y más melancólico ese día de lo que debería estar alguien que se va a casar. No es que piense en su última reina; lleva diez días muerta y nunca habla de ella. Pero dice: «Crumb, no sé si tendré ya hijos. Platón afirma que los mejores vástagos de un hombre nacen cuando tiene entre treinta y treinta y nueve. Yo tengo bastantes más. He desperdiciado mis mejores años. No sé dónde se han ido».
El rey piensa que el destino le ha engañado. «Cuando murió mi hermano, el astrólogo de mi padre predijo que yo disfrutaría de un reinado próspero y tendría muchos hijos».
Al menos sois próspero, piensa él: y si seguís conmigo, más rico de lo que jamás podríais haber imaginado. Parece, pues, que Thomas Cromwell estaba en vuestra carta astral.
Han de pagarse las deudas de la muerta. Ascienden a unas mil libras, que la confiscación de sus propiedades permitirá pagar: a su peletero y su calcetero, a las sederas, al boticario, al pañero de lino, al talabartero, al tintorero, al herrador y al alfiletero. La condición de su hija es incierta, pero por el momento la niña estaba bien provista de flecos dorados para su lecho y cofias y gorros blancos y morados de raso con adornos de oro. A la bordadora de la reina se le deben cincuenta y cinco libras, y ya puede verse adónde se fue el dinero.
Los honorarios del verdugo francés son de veintitrés libras, pero es un gasto que no es probable que se repita.
En Austin Friars, coge las llaves y entra en el cuartito donde se guardan las cosas de Navidad: donde estuvo encerrado Mark, donde gritaba de miedo por la noche. Las alas de pavo real tendrán que destruirse. La niñita de Rafe probablemente no pregunte más por ellas; los niños no se acuerdan de una Navidad para otra.
Tras sacar las alas de su bolsa de lino estira la tela, la alza hacia la luz y ve que está rasgada. Ahora entiende cómo brotaron las plumas y golpearon la cara del difunto. Ve que las alas están harapientas, como mordisqueadas, y los ojos brillantes apagados. Son cosas de baratillo en realidad, no merece la pena guardarlas.
Piensa en su hija Grace. Piensa: ¿me engañó alguna vez mi mujer? Cuando yo estaba fuera, con los asuntos del cardenal, como estaba tan a menudo, ¿se emparejaría con algún comerciante de seda que conociese por su negocio, o se acostaría, como hacen muchas mujeres, con un sacerdote? Difícilmente puede creerlo de ella. Sin embargo, ella era una mujer vulgar, y Grace era tan bella, tenía unos rasgos tan delicados. Se difuminan en su recuerdo últimamente; esto es lo que hace la muerte, va tomando y tomando, de manera que lo único que queda de tus recuerdos es una leve huella de ceniza esparcida.
Le dice a Johane, hermana de su esposa:
—¿Tú crees que Lizzie tuvo algo que ver alguna vez con otro hombre? ¿Quiero decir, mientras estábamos casados?
Johane se queda asombrada.
—¿Quién te ha metido eso en la cabeza? Deja de pensar esas cosas.
Intenta hacerlo. Pero no puede evitar la impresión de que Grace se ha escapado aún más de él. Se murió antes de que se la pudiese pintar o dibujar. Vivió y no dejó ningún rastro. Hace mucho que pasaron a otros niños sus ropas y la pelota de tela y la muñeca de madera con su bata. De su hija mayor, Anne, tiene sin embargo el cuaderno de ejercicios. Lo saca a veces y lo mira, su nombre escrito con su letra audaz, Anne Cromwell, cuaderno de Anne Cromwell; los pájaros y peces que dibujó en el margen, sirenas y grifos. Lo guarda en una caja de madera con exterior y forro de cuero rojo. En la tapa, el color se ha debilitado hasta un rosa pálido. Sólo cuando la abres ves el sorprendente escarlata original.
Estas noches claras las pasa en su escritorio. El papel es valioso. Sus recortes y restos no se desechan, se les da la vuelta, se reutilizan. Le sucede a menudo que coge un viejo cuaderno de cartas y encuentra las anotaciones de cancilleres que hace mucho ya que son polvo, de obispos-ministros fríos ahora bajo inscripciones que enumeran sus méritos. Cuando se encontró por primera vez, de ese modo, con la letra de Wolsey después de su muerte (un cálculo rápido, un borrador desechado), se le encogió el corazón y hubo de posar la pluma hasta que cesó el espasmo de pena. Ha ido acostumbrándose a estos encuentros, pero esta noche, cuando repasa la hoja y ve la letra del cardenal, le resulta extraña, como si algún engaño, tal vez un engaño de la luz, hubiese alterado la forma de las letras. Podría ser la escritura de un desconocido, de un acreedor o un deudor con el que has tratado sólo en esa ocasión y al que no conoces bien; podría ser de algún humilde amanuense, al que su amo dictase.
Pasa un momento: un suave parpadeo de la llama de cera de abeja, un tirón del cuaderno hacia la luz, las palabras adquieren sus contornos familiares, de modo que puede ver la letra del muerto que las escribió. Durante las horas de luz del día sólo piensa en el futuro, pero a veces, tarde en la noche, el recuerdo viene y le acosa. Sin embargo, su tarea siguiente es reconciliar de algún modo al rey con lady María, salvar a Enrique de matar a su propia hija; y antes de eso, impedir que los amigos de María lo maten a él. Les ha ayudado a alcanzar su nuevo mundo, un mundo sin Ana Bolena y ahora pensarán que pueden arreglárselas también sin Cromwell. Han comido su banquete y ahora querrán barrerle con los juncos y los huesos. Pero ésta era su mesa: es él quien rige asentado en ella, entre los restos de carne. Que intenten derribarle. Le encontrarán armado, le encontrarán atrincherado, le encontrarán pegado como una lapa al futuro. Tiene leyes que redactar, medidas que tomar, el bien de la nación al que servir, y su rey: tiene títulos y honores aún por alcanzar, casas que construir, libros que leer y quién sabe, tal vez hijos que engendrar, y Gregory, cuyo matrimonio debe concertar. Sería una cierta compensación por las hijas perdidas tener un nieto. Se imagina de pie en una bruma de luz, alzando a un niño pequeño para que los muertos puedan verlo.
Haga lo que haga, piensa, desapareceré un día y tal como va el mundo puede que sea pronto: qué importa que sea un hombre con firmeza y vigor, la fortuna es voluble y, o bien darán cuenta de mí mis enemigos o mis amigos. Cuando llegue la hora debo esfumarme antes de que se seque la tinta. Dejaré tras de mí una gran montaña de papel, los que vengan después (sea Rafe o Wriothesley o Riche) repasarán lo que quede y comentarán: aquí hay una vieja escritura, un viejo borrador, una vieja carta de la época de Thomas Cromwell: pasarán la página y escribirán sobre mí.
Verano, 1536: es nombrado barón Cromwell. No puede llamarse lord Cromwell de Putney. Sería para echarse a reír. Sin embargo puede llamarse barón Cromwell de Wimbledon. Recorrió todos aquellos campos cuando era un niño.
La palabra «sin embargo» es como un duendecillo enroscado debajo de su asiento. Induce a la tinta a formar palabras que no has visto aún, y a las líneas a marchar a través de la página y rebasar el margen. No hay finales. Si piensas eso te engañas sobre su naturaleza. Son todos principios. Éste es uno.
Las circunstancias que rodearon la caída de Ana Bolena se han discutido durante siglos. Los datos son complejos y a veces contradictorios; las fuentes son con frecuencia dudosas, están adulteradas y son posteriores a los hechos. No hay ninguna transcripción oficial de su juicio, y sólo podemos reconstruir sus últimos días fragmentariamente, con la ayuda de contemporáneos que pueden ser inexactos, tendenciosos, olvidadizos, o haber estado en otra parte en el momento u ocultarse bajo un seudónimo. Los discursos largos y elocuentes puestos en boca de Ana en su juicio y en el patíbulo, deberían leerse con escepticismo, lo mismo que el documento que suele denominarse su «última carta», que es casi seguro una falsificación o (por decirlo más amablemente) una ficción. Ana, una mujer voluble y evasiva a lo largo de su vida, sigue cambiando siglos después de su muerte, cargando con las proyecciones de los que leen y escriben sobre ella.
Yo intento en este libro mostrar cómo unas cuantas semanas cruciales pudieron haber parecido desde el punto de vista de Thomas Cromwell. No pretendo atribuir autoridad a mi versión; hago una propuesta, una oferta al lector. Algunos aspectos familiares de la historia no se pueden encontrar en esta novela. Para limitar la multiplicación de personajes, no se menciona en ella a una dama muerta llamada Bridget Winfield, que debe de haber tenido (desde más allá de la tumba) algo que ver con los rumores que empezaron a circular contra Ana antes de su caída. La consecuencia de omitir cualquier fuente del rumor tal vez sea arrojar más culpa sobre Jane, lady Rochford, de la que quizá merezca; tendemos a interpretar a lady Rochford retrospectivamente, ya que conocemos el papel destructivo que tuvo en los asuntos de Katherine Howard, quinta esposa de Enrique. Julia Fox ha hecho una lectura más positiva del personaje en su libro
Jane Boleyn
(2007).
Los que conocen bien los últimos días de Ana advertirán otras omisiones, incluida la de Richard Page, un cortesano que fue detenido aproximadamente en la misma época que Thomas Wyatt, y que nunca fue acusado ni juzgado. Como no tiene por lo demás ningún papel en esta historia y como nadie tiene idea de por qué fue detenido, me pareció que lo mejor era no cargar al lector con un nombre más.
Estoy en deuda con las obras de Eric Ives, David Loades, Alison Weir, G. W. Bernard, Retha M. Warnicke y muchos otros historiadores de los Bolena y de su caída.