—Ahí está precisamente el problema, señor. Que no es tan rápido como era. Los gentilhombres ya lo dicen. Norris dice que ha perdido la aprensión. Según dice él, para que todo vaya bien tienes que temer al adversario, y Enrique está convencido de que es el mejor, así que no teme a ningún adversario. Y has de tener miedo además, dice Norris, porque eso es lo único que te mantiene alerta.
—La próxima vez —dice él—, procura entrar en el grupo del rey al principio. Eso evita el problema.
—¿Y cómo se puede conseguir eso?
Oh, Dios santo. ¿Cómo se hacen las cosas, Gregory?
—Ya me encargaré yo —dice pacientemente.
—No, no lo hagáis. —Gregory se siente molesto—. Eso iría en menoscabo de mi honor. El que fueseis a solucionarme las cosas. Es algo que debo hacer yo. Ya sé que lo sabes todo, padre. Pero nunca participaste en las justas.
Él asiente.
—Como quieras.
Su hijo se va. Su tierno hijo.
Cuando empieza el Año Nuevo, Jane Seymour continúa con sus deberes al servicio de la reina, y cruzan su rostro expresiones ilegibles, como si se estuviese moviendo dentro de una nube. Mary Shelton le cuenta a él:
—La reina dice que, si Jane cede ante Enrique, él se cansará de ella al día siguiente, y si no cede, se cansará de ella de todos modos. Entonces Jane será enviada de vuelta a Wolf Hall, y su familia la encerrará en un convento porque ya no le sirve para nada. Y Jane no dice una palabra.
Shelton se ríe, pero bastante bondadosamente.
—Jane cree que no sería muy distinto. Porque ahora está en una especie de convento portátil, y atada por sus propios votos. Dice: «El señor secretario piensa que sería una gran pecadora si dejase que el rey me cogiese la mano, aunque él me rogase: “Jane, dame tu patita”. Y como el señor secretario es el que manda después del rey en las cosas de la Iglesia, y es un hombre muy piadoso, yo tomo nota de lo que él dice».
Un día, Enrique coge a Jane cuando ella pasa y la sienta en su rodilla. Es un gesto juguetón, infantil, impetuoso, no hay nada malo en ello; eso es lo que dice él más tarde, excusándose dócilmente. Jane no sonríe ni habla. Se queda sentada muy tranquila hasta que la dejan libre, como si el rey fuese un taburete cualquiera.
Christophe se acerca a él, cuchicheando:
—Señor, andan diciendo por las calles que Catalina fue asesinada. Dicen que el rey la encerró en un cuarto y la dejó morir de hambre. Dicen que le envió almendras y ella las comió y murió envenenada. Dicen que vos enviasteis dos asesinos con puñales y que le sacaron el corazón y que, cuando lo inspeccionaron, tenía escrito vuestro nombre allí con grandes letras negras.
—¿Qué? ¿En su corazón? ¿«Thomas Cromwell»?
Christophe vacila.
—
Alors
…, tal vez fuesen sólo vuestras iniciales.
El libro negro
Londres, enero-abril de 1536
Cuando oye gritar «¡Fuego!» se vuelve y se zambulle de nuevo en su sueño. Supone que la conflagración es un sueño; es de la clase de sueños que él sueña.
Luego despierta porque Christophe está aullándole en el oído. «¡Levantaos! La reina arde en llamas».
Está fuera de la cama. Le traspasa el frío. Christophe grita: «¡Rápido, rápido! Está completamente incinerada».
Momentos después, cuando llega al piso de la reina, se encuentra con un denso olor a tela chamuscada en el aire, y a Ana, rodeada de mujeres que parlotean incoherentemente, pero ilesa, en una silla, envuelta en seda negra, con un cáliz de vino caliente entre las manos. La copa tiembla, derrama un poco del vino; Enrique está lloroso, la abraza, a ella y a su heredero, que está dentro de ella. «Debería haber estado con vos, querida. Debería haber pasado la noche aquí. Os habría librado de todo peligro en un instante».
Y sigue y sigue así. «Gracias a Dios Nuestro Señor, que vela por nosotros. Gracias a Dios, que protege a Inglaterra. Sólo con que yo… Con una manta, un edredón, sofocando las llamas. Yo, en un instante, apagándolas».
Ana bebe un trago de su vino.
—Todo ha terminado ya. Y no he sufrido ningún daño. Por favor, mi señor marido. Paz. Dejadme beber esto.
Él ve, en un relampagueo, cómo la irrita Enrique: su solicitud, su afectuosidad excesiva, el que se aferre de ese modo a ella. Y en las profundidades de una noche de enero ella no puede disfrazar la irritación. Roto su sueño, parece mustia. Se vuelve hacia él, Cromwell, y habla en francés.
—Hay una profecía de que una reina de Inglaterra será quemada. No creí que fuese en su propio lecho. Fue una vela olvidada. O eso se supone.
—¿Olvidada por quién?
Ana se estremece. Aparta la vista.
—Sería mejor dar orden —le dice él al rey— de que haya agua a mano, y que haya una mujer, por turnos, que compruebe que todas las velas están apagadas alrededor de la reina. No puedo entender cómo es que no existe esa costumbre.
Todas esas cosas están escritas en el Libro Negro, desde los tiempos del rey Eduardo. Ese libro establece las normas que deben regir en la casa del rey: en toda ella, en realidad, salvo en la cámara privada del rey, cuyo funcionamiento es reservado.
—Debería haber estado yo con ella —dice el rey—. Pero, claro, siendo nuestras esperanzas las que son…
El rey de Inglaterra no puede permitirse relaciones carnales con la mujer que lleva dentro a su hijo. El riesgo de aborto es demasiado grande. Y busca compañía en otra parte. Esta noche se puede ver cómo el cuerpo de Ana se crispa cuando se aparta de las manos de su marido, mientras que durante las horas del día sucede lo contrario. Él ha observado cómo Ana intenta que el rey charle con ella. Y cómo él reacciona con brusquedad con demasiada frecuencia. Cómo le da la espalda. Como desmintiendo que tenga necesidad de ella. Y sin embargo sus ojos la siguen…
Él está irritado; ésas son cosas de mujeres. Y el hecho de que el cuerpo de la reina, envuelto sólo en un camisón de damasco, parezca tan delgado para ser el de una mujer que va a dar a luz en primavera; eso es también una cosa de mujeres. El rey dice: «El fuego no llegó muy cerca de ella. Fue una esquina del tapiz de Arras lo que se quemó. Es Absalón colgando del árbol. Es un tapiz muy bueno y me gustaría que vos…».
—Ya haré que venga alguien de Bruselas —dice él.
El fuego no ha tocado al hijo del rey David. Cuelga de las ramas, enredado en su largo cabello, con espanto en los ojos y la boca abierta en un grito.
Aún faltan horas para que amanezca. Las habitaciones del palacio parecen calladas, como si estuviesen esperando una explicación. Patrullan centinelas durante las horas de oscuridad; ¿dónde estaban? ¿No debería haber alguna mujer con la reina, durmiendo en una cama de paja al pie de la de ella? Le dice a lady Rochford: «Sé que la reina tiene enemigos, pero ¿cómo se permitió que se acercaran tanto a ella?».
Jane Rochford se ensoberbece; cree que intenta culparla.
—Mirad, señor secretario. ¿Puedo ser clara con vos?
—Quiero que lo seáis.
—Uno, se trata de una cuestión doméstica. Queda fuera de vuestro cometido. Dos, ella no corrió ningún peligro. Tres, yo no sé quién encendió la vela. Cuatro, si lo supiese no os lo diría.
Él espera.
—Cinco: nadie más os lo dirá tampoco.
Él espera.
—Si, como puede suceder, alguna persona visita a la reina después de que estén apagadas las luces, se trata de un hecho sobre el cual deberíamos correr un velo.
—Alguna persona —él digiere esto, lo va asimilando—. ¿Alguna persona con el propósito de provocar un incendio o con propósitos de algo distinto?
—Para los propósitos habituales en los dormitorios —dice ella—. No es que diga que exista esa persona. Yo no tendría ningún conocimiento de ello. La reina sabe cómo guardar sus secretos.
—Jane —dice él—, si llega el momento en que deseéis descargar vuestra conciencia, no acudáis a un sacerdote, venid a mí. El sacerdote os dará una penitencia, pero yo os daré una recompensa.
¿De qué naturaleza es la frontera entre verdad y mentiras? Es permeable e imprecisa porque crecen en ella prolíficos el rumor, la confabulación, los malentendidos y las historias retorcidas. La verdad puede echar abajo las puertas, la verdad puede gritar en la calle; pero, a menos que sea agradable, bien parecida, placentera y gustosa, está condenada a permanecer lloriqueando en la puerta de atrás.
Mientras ponía las cosas en orden después de la muerte de Catalina, se había sentido impulsado a investigar algunas leyendas de la vida anterior de la difunta. Los libros de cuentas componen una narración tan atractiva como cualquier historia de monstruos marinos o de caníbales. Catalina había dicho siempre que, entre la muerte de Arthur y su matrimonio con el joven príncipe Enrique, había quedado miserablemente desatendida, teniendo que soportar una vida de estrecheces: que si comer el pescado de ayer, y cosas similares. La culpa parecía natural que la tuviese el viejo rey, pero cuando examinabas los libros, veías que él había sido bastante generoso. La servidumbre de Catalina la engañaba. Su vajilla y su cubertería y sus joyas estaban filtrándose al mercado; ¿había sido cómplice ella en eso? Era derrochadora, comprueba él, y generosa; es decir, regia, no se planteaba vivir de acuerdo con sus medios.
Y te preguntas qué más has creído siempre, creído sin fundamento. Su padre Walter había pagado dinero por él, o eso había dicho Gardiner: compensación, por la puñalada que había dado él, a la familia perjudicada. ¿Y si Walter, piensa, no me odiase? ¿Y si yo simplemente le exasperase, y él lo demostrase corriéndome a patadas por el patio de la destilería? ¿Y si yo en realidad lo merecía? Porque yo siempre estaba croando: «Ítem, tengo mejor cabeza para beber que vos. Ítem, tengo mejor cabeza para todo. Ítem, soy el príncipe de Putney y puedo machacar a cualquiera de Wimbledon, que vengan de Mortlake y los haré pedazos. Ítem, soy ya una pulgada más alto que vos, mirad la puerta donde he puesto una señal. Vamos, venga, padre, id y poneos contra la pared».
Escribe:
Dientes de Anthony
.
Pregunta: ¿Qué les pasó?
Testimonio de Anthony respondiéndome a mí, Thomas Cromwell:
Los extrajo a golpes un padre brutal.
Para Richard Cromwell: Estaba en una fortaleza asediada por el papa. En algún sitio del extranjero. Un año cualquiera. Un papa cualquiera. La fortaleza fue minada y se colocó una carga. Cuando él se hallaba en un lugar desafortunado, le saltaron de la boca con la explosión todos los dientes.
Para Thomas Wriothesley: Cuando era marinero en Islandia su capitán los cambió por provisiones a un hombre que era capaz de tallar piezas de ajedrez con dientes. No comprendió la naturaleza de la transacción hasta que llegaron hombres vestidos con pieles a arrancárselos.
Para Richard Riche: Los perdió en una disputa con un hombre que impugnó los poderes del Parlamento.
Para Christophe: Alguien le hizo un hechizo y se le cayeron todos. Christophe dice: «Me contaron de niño cosas sobre los satanistas de Inglaterra. Hay un brujo en cada calle. Prácticamente».
Para Thurston: Tenía un enemigo que era cocinero. Y ese enemigo pintó una serie de piedras para que pareciesen avellanas y le dio un puñado.
Para Gregory: Se los sorbió de la cabeza un gran gusano que salió arrastrándose de la tierra y se comió a su esposa. Eso fue en Yorkshire, el año pasado.
Traza una línea debajo de sus conclusiones. Dice: «Gregory, ¿qué debería hacer yo con el gran gusano?».
—Enviar una comisión contra él, señor —dice el muchacho—. Hay que destruirlo. Podría ir contra él el obispo Rowland Lee. O Fitz.
Lanza una larga mirada a su hijo.
—¿Sabes que eso es de los cuentos de Arthur Cobbler?
Gregory le responde también con una larga mirada.
—Sí, lo sé —parece afligido—. Pero se sienten todos tan felices cuando les creo. Sobre todo el señor Wriothesley. Aunque ahora se ha vuelto muy serio. Antes se divertía metiéndome la cabeza debajo del grifo del agua. Pero ahora vuelve los ojos hacia el cielo y dice «Su Majestad el rey». Aunque antes le llamaba Su Horrible Alteza. E imitaba su forma de caminar.
Gregory apoya los puños en las caderas y recorre dando zapatazos la habitación.
Él alza una mano para tapar la sonrisa.
Llega el día del torneo. Él está en Greenwich pero se excusa y abandona el estrado de los espectadores. El rey había estado con él esa mañana, habían estado sentados uno al lado del otro en el cubículo real, en la misa, temprano:
—¿Cuánto aporta el señorío de Ripon? Para el arzobispo de York…
—Un poco más de doscientas sesenta libras, señor.
—¿Y cuánto aporta Southwell?
—Escasamente ciento cincuenta libras, señor.
—¿Eso sólo? Creía que sería más.
Enrique está tomándose un interés muy asiduo por las finanzas de los obispos. Algunas personas dicen, y él no se opondría, que se debería asignar un estipendio fijo a los obispos y hacerse cargo de los beneficios de sus sedes en favor del Tesoro. Él ha calculado que con el dinero que se recaudase podría pagarse un ejército permanente.
Pero éste no es el momento de planteárselo a Enrique. El rey cae de rodillas y reza por el santo que vela por los caballeros en las justas, sea el que sea.
—Majestad —dice él—, si os enfrentáis a mi hijo Gregory, ¿os abstendréis de derribarle? Si podéis evitarlo…
Pero el rey dice:
—Si el pequeño Gregory me derribase a mí no me importaría. Aunque es improbable, lo aceptaría de buen grado. Y no podemos evitar lo que hacemos, en realidad. Una vez que has derribado a un hombre, ya no tiene remedio —se detiene y dice bondadosamente—: Es un hecho bastante raro, sabéis, lo de derribar al adversario. No es el objetivo único de la justa. Si os preocupa cómo quedará, no tenéis por qué preocuparos. Es muy hábil. No participaría como combatiente, si no. No puede uno romper lanzas con un adversario timorato, tiene que correr al galope contra ti. Además, nadie se hace daño nunca. No está permitido. Ya sabéis lo que dicen los heraldos. Podrían decir en este caso: «Gregory Cromwell ha justado bien, Henry Norris ha justado muy bien, pero nuestro soberano señor el rey ha sido el mejor de todos».
—¿Y es así, señor? —Sonríe para quitar cualquier aguijón que pudieran contener sus palabras.
—Sé que los consejeros pensáis que yo debería estar en el banco de los espectadores. Y así lo haré, lo prometo, no se me escapa que un hombre de mi edad ya no está en su mejor momento. Pero es difícil, sabéis, renunciar a aquello que has hecho desde que eras un muchacho. Una vez, unos visitantes italianos nos estaban vitoreando a Brandon y a mí pensando que habían vuelto a la vida Aquiles y Héctor. Así lo dijeron.