—No tiene de qué avergonzarse aquel que conocía tan bien la respuesta a su declaración antes que tal declaración fuera hecha —contestó levantándose y poniendo sus adoradas manos sobre mis hombros.
Entonces la tomé en mis brazos y la besé.
De la masacre a la alegría
Poco después Kantos Kan y Tars Tarkas regresaron a informar que Zodanga había sido completamente reducida. Sus fuerzas estaban enteramente destruidas o capturadas y no era de esperar más resistencia de la ciudad: Varias naves de guerra habían escapado, pero había miles de naves de guerra y mercantes bajo la vigilancia de los guerreros Tharkianos.
Las hordas menores habían empezado a saquear y se estaban peleando entre sí. Entonces se decidió reunir a todos los guerreros que fuera posible y tripular las naves que se pudiera con prisioneros de Zodanga, para poner rumbo a Helium.
Cinco horas más tarde partíamos de los tejados de los desembarcaderos con una flotilla de doscientas cincuenta naves de guerra, llevando cerca de cien mil guerreros verdes, seguidos por una flotilla que transportaba nuestros
doats.
Detrás dejamos la ciudad destruida en las garras feroces y brutales de más de cuarenta mil guerreros verdes de las hordas menores, que saqueaban, asesinaban y peleaban entre sí. Habían prendido luego en varios lugares y ya se veían columnas de denso humo que se elevaban de la ciudad como para borrar de los ojos del cielo las horribles visiones que había abajo.
Al promediar la tarde divisamos la torre roja y la amarilla de Helium. Poco después, una flotilla de naves de Zodangania se elevó de los campos linderos de la ciudad y avanzó para enfrentarse con nosotros.
Llevábamos banderas de Helium atadas de babor a estribor en todas nuestras poderosas naves, pero los Zodanganianos no necesitaron esas insignias para darse cuenta de que éramos enemigos, ya que nuestros guerreros verdes habían abierto fuego casi en el momento en que aquéllos dejaban el suelo, y con su pavorosa puntería barrieron a la flotilla que avanzaba.
Las ciudades gemelas, percibiendo que éramos amigos, enviaron cientos de naves para que nos ayudaran. Entonces empezó la primera batalla aérea verdadera que presenciaba.
Las naves de nuestros guerreros daban vueltas sobre las flotillas contrarias de Helium y Zodanga, ya que sus baterías eran inútiles en manos de los Tharkianos, que al no tener fuerza aérea no tenían experiencia en el armamento correspondiente. Sus pequeñas armas de fuego, sin embargo, eran más eficaces y el resultado final de este encuentro estuvo fuertemente influido, sino totalmente determinado, por su presencia.
Al principio, las dos fuerzas se movían a la misma altura, disparando descarga tras descarga una contra la otra. En ese momento habían hecho centro en una de las inmensas naves de guerra de los Zodanganianos, que con una sacudida se dio la vuelta. Las pequeñas figuras de la tripulación caían girando y sacudiéndose hacia el suelo, trescientos metros más abajo. Entonces, con una velocidad pasmosa, la nave misma cayó verticalmente y se enterró casi por completo en el blando limo del antiguo lecho del mar.
Entonces, una por una, las naves de guerra de Helium consiguieron quedar por encima de los Zodanganianos, y en poco tiempo varias de las naves de guerra contrincantes quedaron a la deriva, en ruinas, dirigiéndose hacia la alta torre roja de Helium. Varias otras intentaron escapar pero fueron rodeadas rápidamente por cientos de pequeñas naves individuales. Sobre cada una de ellas pendía una monstruosa nave de guerra de Helium, preparada para mandar un grupo de abordaje a sus cubiertas.
En menos de una hora desde el momento en que los victoriosos Zodanganianos se elevaron para enfrentarnos desde los campos linderos a la ciudad, la batalla había terminado y sus restantes naves habían sido conquistadas y eran conducidas a las ciudades de Helium por su tripulación apresada.
La entrega de estas poderosas naves era extremadamente patética. Era el resultado de las antiguas costumbres que exigían que la rendición se rubricase con el voluntario salto al vacío del comandante de la nave vencida desde ésta. Uno tras otro, los valientes guerreros, sosteniendo en alto sus banderas, saltaban desde las proas de sus naves poderosas hacia una muerte horrible.
El fuego no cesó hasta que el comandante de toda la flotilla realizó el temerario salto indicando la rendición de las restantes naves y haciendo que cesara el sacrificio inútil de los valientes soldados.
Le indicamos a la nave que comandaba la flota de Helium que se aproximara y cuando estuvo al alcance, les grité que teníamos a la Princesa Dejah Thoris a bordo y que deseábamos pasarla a su nave para que fuera conducida de inmediato a la ciudad.
Cuando entendieron el verdadero sentido de mi anuncio, surgió un grito increíble de la cubierta de la nave, y poco después las banderas de la Princesa de Helium aparecieron en cientos de puntos sobre la superestructura. Cuando las otras naves del escuadrón captaron el sentido de las banderas, dejaron escapar el más ensordecedor aplauso e izaron sus banderas bajo el brillante sol.
La nave principal se nos acercó, y mientras se mecía graciosamente y tocaba nuestro costado, una docena de oficiales saltó sobre nuestra cubierta. Cuando sus miradas atónitas cayeron sobre los cientos de guerreros verdes que estaban apareciendo de los refugios de lucha, se quedaron estupefactos, pero al ver a Kantos Kan que avanzaba a su encuentro, se adelantaron para rodearlo.
Entonces Dejah Thoris y yo avanzamos. Sólo tenían ojos para ella y ella los recibió graciosamente, llamando a cada uno por su nombre, ya que gozaban de la estima de su abuelo, a cuyo servicio estaban, y los conocía bien.
—Tiendan sus manos sobre los hombros de John Carter —les dijo volviéndose hacia mí—, el hombre a quien le deben su princesa así como la victoria de hoy.
Fueron muy corteses conmigo y dijeron muchos cumplidos y cosas gentiles. Lo que más parecía impresionarlos era que hubiera ganado la ayuda de los feroces Tharkianos en mi campaña para la liberación de Dejah Thoris y la recuperación de Helium.
—Le deben su gratitud a otro hombre, más que a mí —dije—. Y aquí está. Les presento al más grande soldado y estadista de Barsoom: Tars Tarkas, Jeddak de Thark.
Con la misma fina cortesía que habían demostrado en su trato hacia mí, extendieron sus saludos al gran Tharkiano. Para mi sorpresa, no tenía nada que envidiarles en cuanto a fluidez para sostener una conversación cordial. Aunque no son de una raza locuaz, los Tharkianos son extremadamente formales y sus modales se prestan asombrosamente a las costumbres palaciegas y nobles. Dejah Thoris pasó a bordo de la nave capitana y se apenó de que no la siguiera, pero le expliqué que la batalla sólo estaba ganada parcialmente. Las fuerzas de ocupación de los Zodanganianos todavía debían rendirnos cuentas, de modo que no dejaría a Tars Tarkas hasta que eso se hubiera logrado.
El comandante de las fuerzas navales de Helium me prometió hacer los arreglos para que el ejército de Helium atacara desde la ciudad junto con nuestro ataque por tierra. En consecuencia, las naves se separaron y Dejah Thoris fue llevada de regreso triunfalmente a la corte de su abuelo, Tardos Mors, Jeddak de Helium.
A lo lejos estaban nuestras flotillas de transporte, con los
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de los marcianos verdes, donde habían permanecido durante la batalla. Sin plataformas de aterrizaje sería difícil descargar las bestias sobre la llanura abierta, pero no había otro modo de hacerlo. Por lo tanto partimos hacia un lugar a unos quince kilómetros de la ciudad y comenzamos la tarea.
Fue necesario bajar los animales en cabestrillos, tarea ésta que ocupó el resto del día y mitad de la noche. Entretanto fuimos atacados dos veces por grupos de la caballería Zodanganiana, aunque, sin embargo, con pocas pérdidas. Después que oscureció se retiraron a toda marcha.
Tan pronto como el último
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fue descargado, dimos la orden de avanzar y en tres grupos nos deslizamos desde el Norte, el Sur y el Este sobre el campamento Zodanganiano.
A cerca de un kilómetro del campamento principal encontramos sus puestos de avanzada y, como habíamos convenido de antemano, atacamos.
En medio de los chillidos horribles de los
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enfurecidos por la batalla caímos sobre los Zodanganianos con gritos salvajes y feroces.
No los encontramos desprevenidos sino que, por el contrario, formaban una línea de ataque bien atrincherada para enfrentarnos. Una y otra vez fuimos rechazados hasta que, hacia la noche, empecé a temer por los resultados de la batalla.
Los Zodanganianos sumaban cerca de un millón de guerreros congregados de polo a polo dondequiera que se extendían sus acueductos, mientras que las fuerzas que se les enfrentaban eran de menos de cien mil guerreros verdes. Las fuerzas de Helium no habían llegado ni habíamos tenido noticias de ellas.
Sólo al caer la noche oímos la artillería pesada a lo largo de toda la línea que separaba a los Zodanganianos de las ciudades, y entonces nos enteramos de que nuestros refuerzos, tan esperados, habían llegado.
Tars Tarkas volvió a ordenar un avance. Una vez más los poderosos
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llevaron a sus terribles jinetes hacia las moradas de los enemigos. Al mismo tiempo, la línea de ataque de Helium se lanzó sobre la trinchera de los Zodanganianos y a poco ya los trituraban como si estuvieran entre dos piedras de molino. Lucharon noblemente, pero en vano.
La llanura que se tendía delante de la ciudad se había convertido en una verdadera carnicería, a pesar de que los últimos Zodanganianos se rindieron. Finalmente la matanza terminó. Los prisioneros fueron llevados de regreso a Helium y entramos por los grandes portales de la ciudad formando una enorme procesión triunfal de héroes conquistadores.
Las anchas avenidas estaban bordeadas por mujeres y niños, y entre ellos se encontraban los pocos hombres cuyo deber les exigía que permanecieran en la ciudad durante la batalla. Fuimos recibidos con una salva interminable de aplausos y una lluvia de ornamentos de oro, platino, plata y piedras preciosas. La ciudad se sentía loca de alegría.
Mis fieros Tharkianos causaron la más furiosa excitación y entusiasmo. Nunca había entrado por los portales de Helium un grupo armado de guerreros verdes, de modo que el que vinieran ahora como amigos y aliados llenaba a los hombres rojos de regocijo.
Era evidente que mis pobres servicios hacia Dejah Thoris se habían vuelto de dominio público, a juzgar por la frecuencia con que vitoreaban mi nombre y la cantidad de condecoraciones que prendían en mí y en mi
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mientras subíamos las avenidas, camino al palacio. A pesar del aspecto feroz de Woola, el pueblo se apretujaba sobre mí.
Cuando llegamos al magnífico pilar fuimos recibidos por un grupo de oficiales que nos saludaron cálidamente y pidieron que Tars Tarkas y sus jefes, con los Jeddaks y Jeds de sus aliados salvajes, junto conmigo, desmontáramos y los acompañáramos a recibir de Tardos Mors una manifestación de su gratitud por nuestros servicios.
Al término de los grandes peldaños que conducían a los portales principales del palacio, estaba el grupo real. Cuando llegamos a los primeros escalones, uno de sus miembros descendió para recibirnos. Era prácticamente un espécimen perfecto de hombre. Alto, esbelto como un junco, con músculos estupendos y porte y talante de caudillo de hombres.
El primer miembro de nuestro grupo con quien se encontró fue Tars Tarkas. Sus palabras sellaron para siempre la nueva amistad entre sus razas.
—Que Tardos Mors —dijo gravemente— pueda encontrarse con el más grande guerrero viviente de Barsoom, es un honor inapreciable; pero que coloque su mano sobre el hombro de un amigo y aliado, es un honor más grande aún.
—Jeddak de Helium —contestó Tars Tarkas—: ha sido reservado a un hombre de otro mundo el enseñar a los guerreros verdes de Barsoom el significado de la amistad. A él le debemos el hecho de que las hordas de Thark puedan entenderte y puedan apreciar y hacer recíprocos los sentimientos tan gentilmente expresados por ti.
Tardos Mors saludó entonces a cada uno de los Jeddaks y Jeds verdes y a cada uno le dirigió palabras de amistad y aprecio.
Cuando se acercó a mí, colocó sus dos manos sobre mis hombros.
—Bienvenido, hijo mío —dijo—. El hecho de que te sea permitido, con todo placer y sin una sola palabra de oposición, obtener la más preciada joya de todo Helium, de todo Barsoom, es suficiente prueba de mi estima.
Fuimos presentados a Mors Kajak, Jed de la ciudad de Helium, de menor importancia, y padre de Dejah Thoris. Había seguido de cerca a Tardos Mors y parecía aun más emocionado por el encuentro que su propio padre.
Trató varias veces de expresarme su gratitud pero su voz se quebraba por la emoción y no podía hablar. Aun así, tenía —según sabría después— una gran reputación por su ferocidad y valentía como luchador, que aún era reconocida sobre la belicosa Barsoom. Al igual que todo Helium adoraba a su hija y no podía pensar siquiera en el peligro que había corrido sin que lo invadiera una profunda emoción.
De la alegría a la muerte
Durante diez días las hordas Tharkianas y sus aliados salvajes fueron agasajados y entretenidos, y luego cargados de costosos presentes. Después, escoltados por diez mil soldados de Helium comandados por Mors Kajak emprendieron el regreso a sus propias tierras. El Jed de la ciudad menor de Helium y un pequeño grupo de nobles los acompañaron durante todo el camino a Thark, para estrechar aún más los nuevos lazos de paz y amistad.
Sola también acompañaba a Tars Tarkas, su padre, que delante de todos sus Jeddaks la había reconocido como su hija.
Tres semanas después, Mors Kajak y sus oficiales, acompañados por Tars Tarkas y Sola, regresaron en una nave de guerra que había sido enviada a Thark para que los trajeran a tiempo para la ceremonia que haría de Dejah Thoris y John Carter un solo ser.
Durante nueve años actué en los consejos y peleé en el ejército de Helium como un príncipe de la casa de Tardos Mors. La gente parecía no cansarse nunca de colmarme de honores. No pasaba un día sin que trajeran una nueva prueba de su amor por mi princesa, la incomparable Dejah Thoris.
En una incubadora de oro, sobre el techo de nuestro palacio yacía un huevo blanco como la nieve. Durante casi cinco años, diez soldados de la guardia del Jeddak lo vigilaron constantemente, y no pasó un día, mientras estuve en la ciudad, sin que Dejah Thoris y yo nos paráramos tomados de la mano, delante de nuestro pequeño altar, haciendo planes para el futuro, cuando la delicada cáscara se rompiera.