»Mantuvieron su amor en secreto durante seis largos años. Ella, mi madre, era de la reserva del gran Tal Hajus, mientras que su amante era un simple guerrero que solamente portaba sus propias armas. Si su deserción de las tradiciones de los Tharkianos hubiera sido descubierta, ambos habrían pagado la pena en el ruedo, ante Tal Hajus y sus hordas reunidas.
»El huevo del que provengo fue escondido debajo de una gran vasija de vidrio sobre la más alta e inaccesible de las torres parcialmente en ruinas de la antigua Thark. Mi madre la visitó una vez por año durante los cinco largos años en que yací en período de incubación. No se atrevía a ir con más frecuencia, ya que por su conciencia culpable, temía que cada uno de sus movimientos fuera vigilado. Durante ese período mi padre alcanzó gran prestigio como guerrero y ganó las armas de varios caudillos. Su amor por mi madre jamás disminuyó, y la única ambición de su vida fue la de llegar incluso a arrebatarle las armas al mismo Tal Hajus y así, como gobernador de Thark ser libre de reclamarla como su propia mujer y poder proteger por el poder de su fuerza a la hija que de otra forma sería destrozada rápidamente cuando la verdad se descubriera.
Era un sueño absurdo el de arrebatarle las armas a Tal Hajus en cinco cortos años, pero sus avances eran rápidos y pronto consiguió una alta posición en el consejo de Thark. No obstante, un día la posibilidad se perdió para siempre —al menos en cuanto a hacer tiempo para salvar a sus seres queridos—, ya que lo mandaron al exterior, en una larga expedición hacia el polo sur, para declarar la guerra a los nativos y apoderarse de sus pieles. Esa es la forma de vida de los Barsoomianos verdes: no trabajan por algo que pueden arrebatar a otros en una batalla.
»Mi padre estuvo ausente durante cuatro años. Cuando regresó, ya todo había terminado tres años antes; ya que alrededor de un año después de su partida y poco antes del momento de regreso de una expedición en búsqueda de los frutos de la incubadora de una comunidad, el huevo había empollado. Después de eso mi madre siguió manteniéndome en la vieja torre, visitándome todas las noches y prodigándome todo el amor que la vida de la comunidad nos hubiera robado a ambas.
»Ella esperaba mezclarme en la expedición de la incubadora con los otros pequeños asignados a los cuarteles de Tal Hajus, y así escapar del destino que seguramente seguiría al descubrimiento de su pecado contra las antiguas tradiciones de los marcianos verdes.
»Me enseñó rápidamente el lenguaje y las tradiciones de mi especie, y una noche me contó la historia que te he contado a ti hasta este momento, insistiendo en la necesidad de mantenerla en absoluto secreto y el gran cuidado que debía tener cuando me colocara entre los otros jóvenes Tharkianos para que nadie pudiera descubrir que estaba mucho más adelantada en educación que los demás. Tampoco debía demostrar delante de otros mi afecto por ella ni mi conocimiento de su parentesco. Luego, acercándome hacia ella, me susurró al oído el nombre de mi padre.
»Entonces, una luz brilló en la oscuridad de la torre: allí estaba Sarkoja, con sus ojos encendidos y malignos y el rostro demudado por el asco y el desprecio que sentía hacia mi madre. El torrente de odio e injurias que volcó sobre ella hizo que mi corazón se paralizara de pánico. Aparentemente había escuchado todo el relato, y su presencia allí, aquella noche nefasta, era prueba de que había sospechado de mi madre debido a sus largas ausencias nocturnas de sus habitaciones.
»No había oído ni conocía una cosa: el nombre de mi padre, lo cual era evidente por sus repetidas exigencias para que mi madre le revelase el nombre de su compañero en el pecado. Pero no había injuria ni amenaza que pudiera arrancárselo. Para salvarme de una tortura innecesaria mintió, ya que le dijo a Sarkoja que solamente ella lo sabía y que ni siquiera a su hija se lo había dicho. Con imprecaciones, Sarkoja se apresuró a salir para informarle a Tal Hajus de su descubrimiento, y mientras estaba ausente, mi madre, envolviéndome en sus sedas y pieles de forma que pasara inadvertida, descendió a la calle y corrió desesperadamente hacia las afueras de la ciudad en dirección al sur, hacia el hombre a quien no podía pedir ayuda, pero en cuyo rostro quería mirarse una vez más antes de morir.
»Cuando llegábamos al límite sur de la ciudad, percibimos un ruido a través del suelo musgoso. Provenía del único paso que existía en las montañas que conducían a la entrada de la ciudad. El paso por el cual entraban todas las caravanas, viniesen del Norte, del Sur, del Este o del Oeste. El ruido que oíamos era el gruñido de los
doats
, el rugido de los
zitidars
y el ocasional choque de las armas que anunciaban la proximidad de una tropa de guerreros. Se había formado la idea de que era mi padre quien regresaba de su expedición, pero la astucia natural de los harkianos la retuvo de volar precipitadamente y sin pensarlo a saludarlo.
»Refugiada en las sombras de un zaguán, esperó la llegada de la caravana que pronto entró en la ciudad, rompiendo su formación y atestando la calle de pared a pared. Cuando la cabeza de la procesión nos pasó, la luna más lejana pendía clara sobre los tejados e iluminaba la escena con todo el brillo de su maravillosa luz. Mi madre retrocedió aun más en las sombras amigas, y desde su escondite vio que la expedición no era la de mi padre, sino la caravana que regresaba trayendo los pequeños Tharkianos. Instantáneamente trazó su plan, y cuando un gran carro pasó cerca de nosotros, se deslizó a hurtadillas por la parte trasera, agachándose en la sombra del costado alto y apretándome contra su pecho enloquecida de amor.
»Ella sabía lo que yo no: que nunca más, después de eso, podría estrecharme contra su pecho, y que tampoco podríamos volver a mirarnos a la cara. En la confusión me mezcló con los otros niños, cuyos guardianes durante el viaje habían quedado libres, ahora, de su responsabilidad. Juntos fuimos arrastrados a una gran habitación, mantenidos por mujeres que no habían acompañado la caravana, y al día siguiente estábamos repartidos entre las reservas de los caudillos.
»Nunca volví a ver a mi madre después de esa noche, pues fue encarcelada por orden de Tal Hajus. Todas las presiones, inclusive las torturas más vergonzosas y horribles que se le infligían eran para arrancar de sus labios el nombre de mi padre. Sin embargo, ella permaneció inmutable y leal, muriendo entre las carcajadas de Tal Hajus y sus caudillos durante una de las horribles torturas que debió soportar.
»Más tarde me enteré de que les había dicho que me había matado para salvarme de un destino similar en sus manos y que había arrojado mi cuerpo a los simios blancos. Sólo Sarkoja no le creyó y hasta el día de hoy siento que sospecha mi verdadero origen, pero no se atreve a decírmelo, estoy segura, porque también imagina la identidad de mi padre.
»Cuando él regresó de su expedición se enteró del destino de mi madre. Yo estaba presente mientras Tal Hajus se lo contaba, pero jamás el temblor de un músculo reveló la mínima emoción: simplemente no rió cuando Tal Hajus le describió con deleite los pormenores de su muerte. Desde ese momento fue cruel como el que más, pero yo espero el día en que logre su meta y sienta el cadáver de Tal Hajus bajo su pie; porque estoy tan segura de que no hace más que esperar la oportunidad para descargar su terrible venganza y de que su gran amor se conserva tan vivo en su pecho como la primera vez que lo transformó, hace unos cuarenta años, como lo estoy de hallarme sentada ahora a orillas de un antiguo océano mientras el resto de la gente duerme, John Carter.
—Y tu padre, Sola, ¿está con nosotros ahora? —le pregunté.
—Sí, pero no sabe quién soy yo, ni sabe quién denunció a mi madre ante Tal Hajus. Sólo yo sé el nombre de mi padre; y sólo yo, Tal Hajus y Sarkoja sabemos que fue ésta quien delató a la mujer a quien él amaba, ocasionándole una muerte tan horrible.
Nos quedamos en silencio un momento, ella hundida en sus amargas reflexiones acerca de su horrible pasado y yo apesadumbrado por las pobres criaturas a quienes las costumbres sin sentimientos y humanismo de su raza habían condenado a una vida sin amor, de crueldad y de odio.
—John Carter —dijo ella, entonces—, si alguna vez un hombre verdadero caminó por el frío y muerto lecho de Barsoom, ése eres tú. Eres alguien en quien se puede confiar, y porque esta información puede llegar a ayudarnos algún día a ti, a él, a Dejah Thoris o a mí, te voy a decir el nombre de mi padre sin imponerte ninguna restricción para que no hables. Cuando llegue el momento, di la verdad, si crees que eso es lo mejor. Confío en ti porque sé que no estás maldito por la terrible costumbre de decir la verdad absoluta y total, y porque podrías mentir como un caballero de Virginia si con ello salvas a otros del dolor y el sufrimiento. El nombre de mi padre es Tars Tarkas.
La huída
El resto de nuestro viaje no tuvo imprevistos. Estuvimos veinte días en la ruta, cruzando dos lechos de mares y atravesando o rodeando un número de ciudades en ruinas, bastante más pequeñas que Korad. Atravesamos dos veces los famosos acueductos marcianos, llamados canales por nuestros astrónomos terrestres. Cuando llegábamos a esos sitios, se enviaba a un guerrero a la delantera, provisto de un catalejo. Si no había una tropa considerable de marcianos rojos a la vista, nos acercábamos lo más posible sin correr el riesgo de ser vistos, y acampábamos hasta que oscureciera. Entonces nos aproximábamos cuidadosamente hasta las zonas cultivadas, y luego de localizar uno de los numerosos y anchos caminos que por lo general cruzan esas áreas, nos deslizábamos silenciosa y furtivamente hacia las tierras áridas del otro lado. Uno de esos cruces nos llevó cinco horas sin parar una sola vez y el otro llevó la noche entera, de modo que sólo abandonamos los confines de los campos cercados cuando empezaba a despuntar el sol.
No había hablado ni una sola vez con Dejah Thoris, ya que no me dio a entender ni una palabra de que sería bienvenido a su carro. Por mi parte, mi estúpido orgullo me impidió hacer intento alguno. Estoy convencido de que la actitud de un hombre con una mujer está en relación inversa con su valentía entre los hombres. El débil y el lelo tienen por lo general una gran habilidad para hechizar al sexo débil, mientras que un hombre de lucha, que puede hacerle frente a peligros reales sin temor alguno, se esconde en las sombras como un niño asustado.
A los treinta días de mi llegada a Barsoom entramos en la antigua ciudad de Thark, a cuya gente, olvidada desde mucho tiempo atrás, esta horda de hombres verdes había robado hasta el nombre. Las hordas Tharkianas sumaban alrededor de treinta mil almas y estaban divididas en veinticinco comunidades. Cada comunidad tenía su propio Jed y jefes menores, pero todas estaban bajo las órdenes de Tal Hajus, Jeddak de Thark. Cinco comunidades tenían sus cuarteles en la ciudad de Thark y las restantes estaban esparcidas entre otras ciudades desiertas del antiguo Marte, a lo largo y ancho del distrito gobernado por Tal Hajus.
Hicimos nuestra entrada en la gran plaza central por la tarde, temprano. No hubo saludos entusiastas de amistad hacia la expedición que regresaba. Los que por casualidad se veían nombraban a los guerreros o mujeres con los que estaban en contacto directo, con el saludo formal de su especie. Pero cuando descubrieron que la caravana traía dos cautivos el interés se incrementó y Dejah Thoris y yo fuimos el centro de atracción de los grupos.
Pronto se nos asignó nuevas habitaciones y el resto del día lo utilizamos en acomodarnos a las nuevas condiciones. Mi hogar ahora daba a una avenida que, proveniente del sur, salía a la plaza y era la arteria principal por la que habíamos marchado desde los límites de la ciudad. Estaba en el extremo opuesto de la plaza y tenía un edificio entero para mí solo. El mismo esplendor arquitectónico, característica tan notable de Korad, se evidenciaba en este lugar, solamente que en mayor escala y con más riqueza. Mis habitaciones podían haber alojado al más grande de los emperadores terráqueos, pero para estas extrañas criaturas, nada del edificio tenía importancia, excepto su tamaño y la inmensidad de sus recintos. Cuanto más grande era más deseable. Por eso, Tal Hajus ocupaba lo que podría haber sido un enorme edificio público. El más grande de la ciudad, pero completamente inepto para propósitos de residencia. El que le seguía en tamaño estaba reservado a Lorcuas Ptomel, el siguiente para el del de rango inmediato y así sucesivamente hasta el último de los cinco Jeds. Los guerreros ocupaban el edificio del caudillo a cuyas reservas pertenecían, pero, si era de su agrado, podían buscar refugio en cualquiera de los cientos de edificios abandonados en su propio barrio de la ciudad, estando asignada a cada comunidad una parte de la ciudad. La selección de edificios tenía que hacerse de acuerdo con esas divisiones, excepto en lo que concernía a los Jeds, que ocupaban los edificios que daban a la plaza.
Cuando había logrado finalmente poner mi casa en orden o, mejor dicho, ver que esto ya se había hecho, casi era el atardecer. Me apresuré a salir con la intención de encontrar a Sola y a las personas que tenía a su cargo, ya que había decidido mantener una conversación con Dejah Thoris y tratar de hacerle sentir la necesidad de darnos por lo menos una tregua hasta que pudiera encontrar una forma de ayudarla a escapar. Busqué en vano hasta que el borde superior del gran sol rojo estaba desapareciendo detrás del horizonte. Entonces pude ver la horrible cabeza de Woola que asomaba por una ventana de un segundo piso, en el lado opuesto de la misma calle en la cual tenía mis habitaciones, pero más cerca de la plaza.
Sin esperar una invitación, me abalancé hacia la rampa sinuosa que conducía al segundo piso. Al entrar en un gran recinto, Woola me recibió saludándome frenético. Se abalanzó sobre mí con todo su peso y casi me tira al suelo. Ese pobre viejo amigo se sentía tan feliz de verme que pensé que me devoraría. Su cabeza se partía de oreja a oreja en una sonrisa de duende que dejaba al descubierto sus tres hileras de colmillos. Calmándolo con una orden y una caricia, miré apresuradamente a través de la oscuridad, buscando un indicio de Dejah Thoris. Entonces, al no verla, la llamé. Hubo una respuesta como un susurro, que provenía del ángulo opuesto de la habitación. Con dos zancadas rápidas me puse a su lado. Estaba agachada entre las pieles y sedas, sobre un asiento antiguo de madera tallada. Como me quedé esperando, se levantó y mirándome a los ojos dijo: