Una noche de perros (42 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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—Éste es el hombre que concibió, organizó, abasteció y financió La Espada de la Justicia.

Hay una pausa.

Sólo Latifa emite un sonido; un leve resuello que puede ser de incredulidad, miedo o furia. Los demás, en silencio.

Miran a Murdah durante mucho tiempo, y también lo hago yo. Ahora advierto que tiene un poco de sangre en el cuello —quizá me he pasado un poco cuando hemos subido la escalera—, pero aparte de eso, se lo ve en buena forma.

¿Por qué no iba a estarlo?

—¡Caca de vaca!—afirma Latifa.

—Vale. Caca de vaca. Señor Murdah, es usted caca de vaca. ¿Está de acuerdo?

Murdah nos mira. Intenta desesperadamente saber cuál de nosotros está menos loco.

—¿Está de acuerdo?

—Somos un movimiento revolucionario —proclama Cyrus súbitamente, cosa que me hace mirar a Francisco, porque realmente es su trabajo decirlo. Pero Francisco frunce el ceño, y mira en derredor, y sé que está pensando en la diferencia entre la acción en el papel y la acción real. La queja de Francisco es que en el folleto no se mencionaba nada de todo esto.

—Por supuesto que lo somos —corroboro—. Somos un movimiento revolucionario con un patrocinador. Eso es todo. Este hombre —señalo a Murdah con mi mejor gesto teatral— te ha engañado, nos ha engañado, ha engañado a todo el mundo, para que compremos sus armas. —Se mueven un poco—. Eso se llama comercialización. Comercialización agresiva. Crear una demanda para un producto en un lugar donde una vez sólo crecían las margaritas. Eso es lo que hace este hombre.

Me vuelvo y miro a este hombre, con la ilusión de que intervenga y diga «Sí, es verdad, hasta la última palabra». Pero Murdah no parece querer hablar, y en cambio tenemos una larga pausa. Un montón de pensamientos que van de aquí para allá, y chocan los unos contra los otros.

—Armas —dice Francisco. Su voz es baja y suave, como si hablase desde muy lejos—. ¿Qué armas?

Ya está. El momento en que debo conseguir que entiendan, y crean.

—Un helicóptero —respondo, y ahora todos me miran. Murdah también—. Enviarán un helicóptero para matarnos.

Murdah se aclara la garganta.

—No vendrá —afirma, y no sé muy bien si pretende convencerme a mí o a sí mismo—. Estoy aquí, y no vendrá.

Me vuelvo hacia los demás.

—En cualquier momento aparecerá un helicóptero desde aquella dirección. —Señalo el sol, y advierto que Bernhard es el único que se vuelve. Los demás me miran—. Un helicóptero que es más pequeño, rápido y está mejor armado que cualquier otro que hayáis visto. No tardará en llegar, y nos volará a todos de la azotea de este edificio. Probablemente también volará la azotea, y los dos pisos de abajo, porque es una máquina de un poder increíble.

Hay una pausa, y algunos se miran los pies. Benjamín abre la boca para decir algo, o, más probablemente, gritar algo, pero Francisco extiende la mano y la apoya en el hombro de Benjamín. Después me mira.

—Sabemos que enviarán un helicóptero, Rick.

Caray.

Eso no suena nada bien. No suena ni remotamente bien. Miro los rostros de los demás, y cuando establezco contacto con Benjamín, ya no puede controlarse más.

—¿Es que no lo entiendes, imbécil? —grita, y casi se ríe, de tanto que me odia—. Lo hemos hecho. —Comienza a dar saltos, y veo que la nariz le sangra de nuevo—. Lo hemos hecho, y tu traición no te ha servido de nada.

Miro otra vez a Francisco.

—Nos han llamado, Rick —dice, con la misma voz suave y distante—. Hace diez minutos.

—¿Sí?

Ahora todos me miran, mientras Francisco habla.

—Enviarán a un helicóptero para llevarnos al aeropuerto. —Exhala un suspiro y relaja un poco los hombros—. Hemos ganado.

«Serás gilipollas», pienso para mí mismo.

Así que aquí estamos, en un desierto de rugoso asfalto, con unas cuantas chimeneas de ventilación como palmera, mientras esperamos la vida o la muerte. Un lugar al sol, o un lugar en la oscuridad.

Tengo que hablar. He intentado hacerme escuchar un par de veces, pero algunos camaradas han comentado que no estaría nada mal que saltara a la calle desde la azotea, así que me he contenido. Pero ahora, el sol es perfecto. Dios se ha agachado para colocar al sol en el
tee,
y, en este momento, busca el
driver
en la bolsa. Éste es el momento perfecto y tengo que hablar.

—¿Qué pasará ahora? —pregunto.

Nadie me responde, por la sencilla razón de que nadie puede. Todos sabemos lo que queremos que pase, por supuesto, pero querer ya no basta. Entre la idea y la realidad hay una sombra, y otras cosas por el estilo. Recibo miradas desde todos los sectores. Las absorbo.

—Nos quedaremos aquí de manos cruzadas, ¿es eso, no?

—Cierra la puta boca —dice Benjamín.

No le hago caso. Debo hacerlo.

—Esperamos aquí, en la azotea, a que llegue el helicóptero. ¿Es eso lo que dijeron? —Insisten en no responderme—. ¿Por alguna casualidad sugirieron que nos pusiéramos en fila, cada uno dentro de un círculo naranja? —Silencio—. Sólo me pregunto cómo podríamos ponerles las cosas más fáciles.

Dirijo todo esto a Bernhard, porque tengo la sensación de que es el único que no está seguro. Los demás se aferran al clavo ardiendo. Están excitados, ilusionados, ocupados en decidir si podrán sentarse o no junto a la ventanilla, y si tendrán tiempo para comprar algo en el
duty free;
pero, como yo, Bernhard se ha girado de vez en cuando para mirar hacia el sol, y quizá él también piensa que éste sería un buen momento para atacar a alguien. Éste es el momento perfecto, y Bernhard se siente vulnerable en la azotea.

Me vuelvo hacia Murdah.

—Dígaselo.

Sacude la cabeza. No es una negativa; sólo confusión, miedo, y algunas otras cosas. Doy unos pasos hacia él y de inmediato Benjamín comienza a agitar en alto el Steyr.

Tengo que seguir.

—Dígales que todo es verdad. Dígales quién es usted.

Murdah cierra los ojos por un instante, luego los abre todo lo que puede. Quizá esperaba ver céspedes bien cuidados y camareros con chaquetillas blancas, o el techo de uno de sus dormitorios; cuando lo único que ve es un puñado de personas sucias, hambrientas y asustadas con armas, se derrumba contra el parapeto.

—Sabe que tengo razón. Usted sabe para qué viene el helicóptero. Lo que hará. Tiene que decírselo. —Doy unos pocos pasos más—. Dígales lo que ha ocurrido, y por qué van a morir. Use su voto.

Pero Murdah está derrotado. Apoya la barbilla en el pecho, y ha vuelto a cerrar los ojos.

—Murdah... —comienzo, y luego me interrumpo, porque alguien ha chistado. Es Bernhard, y está inmóvil, la mirada gacha, la cabeza inclinada a un lado.

—Lo oigo —anuncia.

Nadie se mueve. Estamos congelados.

Entonces yo también lo oigo, luego Latifa, y después Francisco.

Una mosca lejana en una botella distante.

Murdah lo ha oído, o cree que el resto de nosotros lo hemos oído, porque levanta la barbilla y abre los ojos.

Pero no puedo esperar más. Me acerco al parapeto.

—¿Qué haces? —pregunta Francisco.

—Esa cosa nos matará—contesto.

—Está aquí para salvarnos, Ricky.

—Nos matará, Francisco.

—¡Imbécil! —grita Benjamín—. ¿Qué coño estás haciendo?

Ahora todos me miran. Escuchan y miran. Porque he levantado mi pequeña tienda de papel parafinado y he dejado al descubierto mis tesoros.

El Javelin de fabricación británica es un misil tierra-aire ligero, supersónico y autocontenido. Tiene un motor de dos etapas de combustible sólido que le proporciona un alcance efectivo de entre cinco y seis kilómetros, pesa poco más de treinta kilos, y se suministra en cualquier color, siempre que sea verde oliva.

El sistema está compuesto de dos unidades muy prácticas. La primera es una lanzadera sellada, donde está el misil, y la segunda es el sistema semiautomático de mira y guía, que alberga en su interior un montón de artilugios electrónicos muy pequeñitos, muy inteligentes y muy caros. Una vez montado, el Javelin es capaz de hacer su trabajo de manera sobresaliente.

Derribar helicópteros.

Por eso lo encargué. Bob Rayner podría haberme conseguido una tetera, un secador de pelo o un BMW descapotable, si estaba dispuesto a pagarlo.

Pero yo le dije «No, Bob. No me tientes con esas cosas. Quiero un juguete de los grandes. Quiero un Javelin».

Este modelo, según Bob, se había caído de la caja de un camión cuando salía de un arsenal del ejército cerca de Colchester. Quizá os preguntéis cómo puede suceder algo así en la era moderna, con todos esos inventarios informatizados, albaranes y hombres armados en las verjas, pero, creedme, el ejército no se diferencia en nada de Harrods. La disminución de los
stocks
es un problema que los trae de cabeza.

El Javelin fue recogido casualmente por unos amigos de Rayner, que lo colocaron con muchas precauciones en los bajos de una furgoneta Volkswagen, donde permaneció, gracias a Dios, durante los dos mil kilómetros de trayecto hasta Tánger.

No sé si la pareja que conducía la furgoneta sabía que estaba allí. Sólo sé que eran neozelandeses.

—Deja eso en el suelo —grita Benjamín.

—¿O qué? —replico.

—Te mataré, cabronazo —chilla, y se acerca al borde de la azotea.

Hay una pausa, y la llena el zumbido. La mosca en la botella está furiosa.

—No me importa. La verdad es que no. Si lo dejo, estoy muerto de todas maneras. Así que no pienso dejarlo, gracias.

—Cisco —aulla Benjamín, desesperado—. Hemos ganado. Tú mismo lo dijiste. —Nadie le responde, así que Benjamín comienza otra vez con los saltos—. Si le dispara al helicóptero, nos matarán.

Ahora los gritos se generalizan. Mucho. Pero resulta difícil saber de dónde vienen, porque el zumbido se está transformando gradualmente en un batir. Un batir que llega del sol.

—Ricky —dice Francisco, y advierto que lo tengo justo detrás—. Déjalo en el suelo.

—Nos matará, Francisco.

—Déjalo, Ricky. Contaré hasta cinco. Si no lo dejas, te mato. Va en serio.

Creo que probablemente es así. Creo que él piensa de veras que el sonido, el batir de alas, es la Salvación, no la Muerte.

—Uno.

—Le toca a usted, Naimh —digo, al tiempo que apoyo el ojo en el protector de goma de la mira—. Dígales la verdad ahora. Dígales qué es esa máquina y lo que hará.

—Conseguirá que nos maten a todos —chilla Benjamín, y creo que puedo verlo saltando en algún lugar a mi izquierda.

—Dos —dice Francisco. Conecto el sistema de guía. Ya no se oye el zumbido, ahogado por las bajas frecuencias del ruido de los rotores. Notas bajas. El batir de las alas.

—Dígaselo, Naimh. Si me matan, morirán todos. Dígales la verdad.

El sol cubre el cielo, blanco e implacable. Sólo hay sol y batido.

—Tres —cuenta Francisco, y de pronto hay algo metálico detrás de mi oreja izquierda. Puede que sea una cuchara, pero no lo creo.

—¿Sí o no, Naimh? ¿Qué será?

—Cuatro.

El ruido es muy grande. Grande como el sol.

—Derríbelo —dice Francisco.

Pero no es Francisco. Es Murdah. Es más, no lo dice, sino que grita. Como un loco. Tira de las esposas, sangra, aulla, se revuelve, levanta polvo con sus puntapiés. Ahora me parece que Francisco le responde a voz en cuello, le ordena que se calle, mientras que Bernhard y Latifa se gritan el uno al otro, o a mí.

Me parece, pero no estoy seguro. Todos han comenzado a desaparecer. Se esfuman, y me dejan en un mundo muy silencioso.

Porque ahora lo veo.

Pequeño, negro, rápido. Podría ser un mosquito delante de la mira.

El Graduado.

Cohetes Hidra. Misiles aire-tierra Hellfire. Cañones de calibre 50. Seiscientos cuarenta kilómetros por hora, si es necesario. Una única oportunidad.

Vendrá y escogerá sus objetivos. No tiene nada que temer de nosotros, un puñado de terroristas idiotas armados con fusiles automáticos, incapaces de hacer blanco en un granero.

Mientras que El Graduado puede volar un piso entero de un edificio con sólo apretar un botón.

Una única oportunidad.

Condenado sol. Me ciega, borra la imagen en la mira.

La luminosidad hace que me lloren los ojos, pero los mantengo abiertos.

Bájalo —dice Benjamín. Me grita en la oreja, desde una distancia de mil kilómetros—. Bájalo.

Dios Santo, es rápido. Vuela a ras de los tejados, quizá a un kilómetro.

Puto cabrón de mierda.

Algo duro y frío en mi cuello. Alguien intenta claramente que lo deje. Me empuja el cuello con un cañón.

Te mataré, jura Benjamín.

Retire la tapa del seguro y apriete el interruptor. Su Javelin ya está montado, caballeros.

Apunten.

Bájalo.

La azotea estalló. Sencillamente, se desintegró. Después, una fracción de segundo más tarde, el sonido de los cañones. Un ruido increíble, ensordecedor, que te sacudía todo el cuerpo. Los trozos de piedra barrieron la azotea, tan letales como los proyectiles que los habían arrancado. Polvo, violencia y destrucción. Hice una mueca y me volví. Las lágrimas rodaron por mis mejillas cuando el sol me liberó.

Había hecho la primera pasada a una velocidad inaudita. Más rápido que cualquier otra cosa que hubiese visto, excepto un caza. Su radio de giro era fantástico. No tuvo más que bajar el codo y girar. Recto, girar, recto en la dirección opuesta. Nada en el medio.

Noté el sabor del humo del escape.

Levanté de nuevo el Javelin, y mientras lo hacía, vi la cabeza y los hombros de Benjamín a unos diez metros más allá. Del resto, sin noticias de su paradero.

Francisco me gritaba otra vez, pero lo hacía en español, así que algún día quizá me entere de lo que decía.

Ya lo tenemos aquí. A cuatrocientos metros.

Esta vez lo veo de verdad.

Ahora tengo el sol detrás, alzándose, ganando velocidad, brillando con toda su potencia delante de ese pequeño manojo negro de odio que viene hacia mí.

Cuadrícula. Punto negro.

Vuela en línea recta. Nada de maniobras evasivas. ¿Para qué? Un puñado de terroristas idiotas, nada que temer de su parte.

Ahora veo el rostro del piloto. No en la mira, sino en mi mente. Desde la primera pasada, tengo la imagen del rostro del piloto en mi mente.

Vamos allá.

Aprieto el gatillo para poner en marcha la batería térmica y me sujeto todo lo que puedo cuando el motor de la primera etapa me lanza hacia el parapeto con la fuerza del lanzamiento del misil.

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