Una muerte sin nombre (39 page)

Read Una muerte sin nombre Online

Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Una muerte sin nombre
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rachael continuó tejiendo más deprisa. Sus labios eran una fina raya.

—Por favor, señora Gault, ayúdeme.

—Jayne viaja mucho en autobús. Dice que cuando va en autobús ve pasar el país como en una película.

—Estoy segura de que usted no quiere que muera nadie más.

La mujer cerró los ojos.

—Por favor —insistí.

—Con Dios...

—¿Qué...? —murmuré.

El señor Gault regresó al salón.

—Rachael, no hay cubitos. No sé qué ha pasado...

—... me acuesto...

Perpleja, me volví hacia el hombre. Peyton contempló a su esposa y murmuró:

—«Con Dios me acuesto, con Dios me levanto...» Es la oración que rezábamos todas las noches con los niños cuando eran pequeños.
¿Es
eso lo que estabas pensando, querida?

—La contraseña para la Western Union.

—Porque Jayne no tenía documentos de identidad, ¿no es eso? —apunté—. Por supuesto. Así pues, tenía que dar la contraseña para recoger el dinero y la medicina.

—Sí, eso es. Siempre hemos utilizado ese sistema. Desde hace años.

—¿Y qué me dice de Temple?

—Con él también.

El señor Gault se frotó el rostro con las manos.

—Rachael, no me digas que a él también le has estado enviando dinero...

—El dinero es mío. Tengo el de mi familia, igual que tú.

Reanudó su labor, volviendo la pieza tejida hacia un lado y hacia el otro.

—Señora Gault —continué—, ¿Temple sabía que Jayne esperaba dinero de usted en la Western Union?

—Por supuesto que sí. Es su hermano. Me dijo que él se encargaría de recogerlo porque Jayne no estaba demasiado bien. Cuando ese caballo la tiró de la silla... Ella no ha sido nunca tan despierta como Temple. Y a él también le envié un poco.

—¿Con qué frecuencia les ha estado mandando dinero? —quise saber. Rachael ató un nudo y miró a su alrededor como si hubiera perdido algo—. Señora Gault, no me marcharé de aquí hasta que conteste a mi pregunta o me saque por la fuerza.

—Cuando Luther murió, no quedó nadie que cuidara de Jayne, y ella no quería volver aquí —explicó entonces—. Tampoco quería estar en uno de esos hogares. Así pues, dondequiera que fuese me lo hacía saber y yo la ayudaba si podía.

—No me lo has contado nunca... —murmuró su esposo, totalmente abatido.

—¿Cuánto tiempo llevaba en Nueva York? —pregunté.

—Desde el primero de diciembre. Le he enviado dinero regularmente, un poco cada vez. Cincuenta dólares hoy, cien otro día. Le mandé un giro el sábado, como de costumbre.

Por eso sé que está bien. Dio la contraseña, de modo que tuvo que presentarse allí.

Me pregunté cuánto tiempo haría que Gault interceptaba el dinero de su pobre hermana. Aborrecí a aquel hombre con una virulencia que me espantó.

—Filadelfia no le gustaba —continuó la señora Gault. Esta vez hablaba con más vivacidad—. Es donde estaba antes de viajar a Nueva York. ¡Pues vaya con la ciudad del amor fraternal! Allí le robaron el instrumento. Se lo arrancaron de las manos.

—¿El pífano? —apunté.

—El saxofón. Mi padre tocaba el violín, ¿sabe usted?

Su marido y yo la miramos sin decir palabra.

—Quizá fue el saxofón lo que le robaron. Mmm..., no sé en cuántos sitios más ha estado. ¿Cariño, recuerdas cuando vino a celebrar su cumpleaños y sacó a pasear el perro entre los nogales?

Sus manos se quedaron quietas.

—Eso fue en Albany. Ahora no estamos allí.

Rachael cerró los ojos.

—Tenía veinticinco años y no la habían besado nunca. —Soltó una risilla y continuó—: La recuerdo al piano, tocando en medio de una tormenta y cantando
Cumpleaños Feliz
a voz en grito. Luego, Temple la acompañó al establo. Jayne iría a cualquier parte con su hermano. Nunca entendí por qué. Pero Temple puede ser encantador. —Una lágrima se escurrió entre sus pestañas—. Salió a pasear en ese maldito caballo, Priss, y no volvió más. —Continuó derramando lágrimas y gimió—: ¡Oh, Peyton, no volví a ver a mi pequeña nunca más!

Con una voz que me causó escalofríos, su marido declaró:

—Temple la ha matado, Rachael. Esto no puede continuar.

Regresé a Hilton Head y, a media tarde, tomé un avión a Charlotte. De allí volé a Richmond y recuperé mi coche. No fui a casa. Me dominaba una sensación de urgencia que me tenía sobre ascuas. No podía ponerme en contacto con Wesley en Quantico y Lucy no había respondido a ninguna de mis llamadas.

Eran casi las nueve en punto cuando pasé junto a los barracones y campos de prácticas de tiro, totalmente a oscuras. Los árboles eran sombras enormes a ambos lados de la estrecha carretera. Agotada y con los nervios de punta, observé las señales de tráfico que advertían de la presencia de animales sueltos.

De pronto, unas luces azules centellearon en el espejo retrovisor. Intenté ver qué vehículo venía detrás y no pude concretarlo, pero supe que no era un coche patrulla porque éstos llevaban una batería de faros sobre el techo, además de los instalados en el frontal.

Continué la marcha. Pensé en los casos que había conocido de mujeres solas que se detenían ante lo que tomaban por la policía. Incontables veces, a lo largo de los años, había advertido a Lucy que no se detuviera nunca, por ninguna razón, a instancias de un coche sin distintivos. Y mucho menos de noche. El desconocido me persiguió de cerca, pero no me detuve hasta que llegué a la garita del centinela de la Academia.

El coche sin marcas paró detrás de mi parachoques y, al instante, un policía militar uniformado se plantó junto a la puerta de mi vehículo con la pistola desenfundada. El corazón me dio un vuelco.

—¡Salga y ponga las manos en alto! —me ordenó.

Me quedé sentada tras el volante, sin mover un dedo.

El hombre dio un paso atrás y observé que el centinela le decía algo. Después, el centinela salió de la garita y el policía militar dio unos golpecitos en mi ventanilla. Bajé el cristal al tiempo que él bajaba el arma, sin apartar los ojos de mí. Era un muchacho que no debía de tener más allá de diecinueve años recién cumplidos.

—Tendrá que salir del coche, señora.

El policía militar actuaba con rudeza porque estaba cohibido.

—Sólo lo haré si usted guarda esa pistola en la funda y se aparta de la puerta —repliqué, mientras el centinela de la Academia volvía a la garita—. Y tengo una pistola en la bandeja entre los asientos delanteros. Lo digo para que no se alarme al verla.


¿Es
usted de Antidrogas? —preguntó él, contemplando el Mercedes.

El joven policía lucía un bigote que más parecía un residuo de adhesivo gris. Se me encendió la sangre, pues sabía que el muchacho iba a representar toda una pantomima machista porque el centinela de la Academia estaba presenciando la escena.

Me apeé del coche. El parpadeo de las luces azules iluminaba nuestros rostros.

—¿Que si soy de Antidrogas? —repetí con una mirada colérica.

—Sí.

—No.

—¿Es del FBI?

—No.

Mi respuesta lo desconcertó aún más.

—Entonces, ¿qué es usted, señora?

—Soy patóloga forense —expliqué.

—¿Quién es su supervisor?

—No tengo ninguno.

—Ha de tener alguno, señora.

—Mi supervisor es el gobernador de Virginia.

—Tendrá que enseñarme su permiso de conducir —dijo él entonces.

—No lo haré hasta que me diga de qué me acusa.

—Iba usted a setenta por hora en una zona limitada a cincuenta. Y ha intentado escapar.

—¿Todos los que intentan escapar de la policía militar conducen directamente hasta una garita de centinelas?

—Tengo que ver su permiso —insistió.

—Y yo tengo una pregunta para usted, soldado —repliqué—. ¿Por qué motivo, cree usted, no me he detenido en esta carretera solitaria en plena noche?

—No tengo ni idea, señora.

—Normalmente, un coche sin distintivos no indica a otro que se detenga. Pero los psicópatas sí suelen actuar así. —El parpadeo azulado iluminaba aquel rostro, patéticamente juvenil. Era probable que el muchacho ni siquiera supiese lo que era un psicópata—. Aunque nos pasáramos el resto de la vida repitiendo este mal encuentro, le aseguro que seguiría sin detenerme jamás a las señales de su Chevrolet camuflado. ¿Entiende eso, soldado?

Un coche procedente de la Academia se acercó a toda velocidad y se detuvo al otro lado de la garita de guardia.

—Usted me ha apuntado con un arma —insistí en tono ultrajado, al tiempo que oía cerrarse la portezuela del coche recién llegado—. Ha desenfundado una jodida pistola de nueve milímetros
y
me ha apuntado. ¿Es que en el cuerpo de Marines no le ha enseñado nadie el significado de «fuerza innecesaria»?

—¿Kay?

Benton Wesley apareció en la oscuridad quebrada por el centelleo azul. Enseguida caí en la cuenta de que el centinela debía de haberle llamado, pero no entendí qué hacía allí, a aquellas horas. No podía haber venido desde su casa, pues vivía casi en Fredericksburg.

—Buenas noches —dijo en tono marcial al policía militar.

Los dos hombres entraron en el puesto de guardia y no pude oír lo que hablaban, pero el joven soldado no tardó en volver a su coche, apagar las luces azules y marcharse.

—Gracias —dijo Wesley al centinela. Se volvió hacia mí y añadió—: Vamos. Sígueme.

No se dirigió al aparcamiento que yo utilizaba habitualmente, sino a un espacio reservado detrás del edificio Jefferson. Allí sólo había otro vehículo aparcado y lo reconocí enseguida: era la furgoneta de Marino.

Me apeé del Mercedes y exhalé una vaharada de vapor en el frío aire nocturno.

—¿Qué sucede?—pregunté.

—Marino está abajo, en la unidad.

Wesley vestía un suéter y unos pantalones de tono oscuro. Presentí que había ocurrido algo y me apresuré a preguntar dónde estaba Lucy. No tuve respuesta. Benton introdujo su tarjeta de seguridad en una ranura y se abrió una puerta trasera.

—Tenemos que hablar —me dijo.

Enseguida imaginé a qué se refería.

—No —respondí—. Estoy demasiado preocupada.

—Kay, yo no soy enemigo tuyo.

—Pues a veces lo parece.

Entramos con paso apresurado y no nos molestamos en esperar el ascensor.

—Lo siento —me dijo—. Te quiero y no sé qué hacer.

—Ya —respondí, agitada—. Yo tampoco lo sé. Y me gustaría que alguien me lo dijera. Pero lo que no quiero es esto, Benton. Deseo lo que teníamos y no lo deseo ya.

Él permaneció callado un rato. Por fin, me anunció:

—Lucy ha tenido suerte con CAIN. Lo ha localizado. Hemos desplegado el grupo de Rescate de Rehenes.

—Entonces, mi sobrina está aquí —musité, aliviada.

—No. Está en Nueva York. Enseguida saldremos para allí-anunció, consultando su reloj.

—No lo entiendo... —dije, mientras nuestras pisadas resonaban en las escaleras.

Avanzamos a toda prisa por un largo pasillo donde los negociadores que operaban en sucesos con toma de rehenes pasaban los días cuando no estaban en el extranjero convenciendo a unos terroristas para que salieran de un edificio o a unos secuestradores aéreos para que abandonasen el avión.

—No entiendo por qué Lucy está en Nueva York —terminé de decir, desconcertada—. ¿Qué necesidad tenía de ir allí?

Cuando entramos en el despacho de Wesley encontramos a Marino agachado junto a una bolsa con la cremallera abierta. Alrededor de ella, sobre la moqueta, había un equipo de afeitado y tres cargadores con munición para su Sig Sauer. Marino buscaba algo más y me dirigió una breve mirada. Luego se volvió hacia Wesley y comentó:

—¿Puede creerlo? He olvidado la maquinilla...

—Seguro que encuentra una en Nueva York —respondió Benton con una mueca malhumorada.

—He estado en Carolina del Sur —les informé—. He hablado con los Gault.

Marino dejó de buscar y me miró de nuevo, esta vez con atención. Wesley tomó asiento tras su escritorio.

—Espero que no sepan dónde localizar a su hijo —fue su extraño comentario.

—No tengo el menor indicio de que conozcan su paradero —respondí, y le miré con curiosidad.

—Bueno, tal vez no importe. —Se restregó los ojos—. Es sólo que no querría que nadie le diera el soplo.

—Supongo que Lucy lo ha mantenido conectado a CAIN el tiempo suficiente para localizar la llamada, ¿no es eso? —sugerí.

Marino se incorporó, tomó asiento en una silla y dijo:

—Esa sabandija tenía un cubil junto a Central Park.

—¿Dónde?

—En el edificio Dakota.

Pensé en el día de Nochebuena, cuando nos hallábamos junto a la fuente de Cherry Hill. Era posible que Gault estuviera mirando. Era posible que hubiese visto nuestras luces desde su habitación.

—Pero él no podría permitirse el Dakota —señalé.

—¿Recuerda su identidad falsa? —preguntó Marino—. ¿La de un italiano llamado Benelli?

—¿El apartamento es de Benelli?

—Sí-respondió Wesley—. Según parece, el señor Benelli es un hombre ostentoso, heredero de una considerable fortuna familiar. La gerencia del Dakota está convencida de que el actual ocupante, Gault, es un pariente italiano. De entrada, allí no se hacen demasiadas preguntas y nuestro hombre hablaba con cierto acento. Además, es un lugar muy conveniente porque el alquiler no lo paga el señor Benelli, sino su padre, desde Verona.

—¿Y por qué no se presentan ustedes en el Dakota y cogen a Gault? —pregunté—. ¿Por qué no lo hace el grupo de Rescate de Rehenes?

—Podríamos intentarlo, pero prefiero no hacerlo. Es demasiado arriesgado —indicó Wesley—. Esto no es una guerra, Kay. No queremos poner en peligro a nadie y tenemos que ajustamos a las leyes. En el edificio hay gente que podría resultar herida. Y no sabemos dónde está Benelli. Gault podría tenerlo en el apartamento.

—Sí —murmuró Marino—, en una bolsa de plástico dentro de un baúl.

—Sabemos dónde está él y tenemos el edificio bajo vigilancia, pero Manhattan no es el sitio que yo habría escogido para capturar a ese tipo. Hay demasiada gente. Por muy bueno que sea uno, si se produce un intercambio de disparos, seguro que alguien resulta herido. Seguro que hay algún muerto. Una mujer, un hombre, un niño que aparece en el momento menos pensado...

—Comprendo —dije a esto—. Y no niego que tenga razón. ¿Y Gault? ¿Está ahora en el apartamento? ¿Y qué hay de Carrie?

—No se ha visto por allí a ninguno de los dos —dijo Wesley—, y no tenemos motivos para sospechar que Carrie viaje con él.

Other books

Pixilated by Jane Atchley
Siddhartha by Hermann Hesse
Barging In by Josephine Myles
Skirt Lifted Vol. 2 by Rodney C. Johnson
Curse of Black Tor by Toombs, Jane
Loups-Garous by Natsuhiko Kyogoku
Sweet Deal by Kelly Jamieson
Loner by Teddy Wayne
(2005) Wrapped in Rain by Charles Martin