Una misma noche (20 page)

Read Una misma noche Online

Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

BOOK: Una misma noche
3.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Casa 9
. Familia Bazán. 13 de agosto de 1977. «¿Pero vos de veras creés que este es un mal gobierno, María Martha?», pregunto yo en la cena de cumpleaños de Vismara, el médico de la policía que en el ‘74 nos habló de las torturas.

«¿Creés de verdad que esto es una dictadura?», repito yo, con un temblor extraño, porque me da timidez rebelarme en público, y de hecho jamás lo había hecho hasta ahora. Y María Martha, la hija de Vismara, no me contesta. Quizá teme seguir desafiando a su padre, que continúa abundando en loas a Videla.

Y es que Borges ha ido a comer con Videla. Y dice que Pinochet es, sin duda, un caballero. Y hace un culto de sus ancestros militares. Y a la vez es el único que me abre la posibilidad de un destino, que no sea ser padre, ni médico de policía, ni policía, ni muerto.

Debió de haber gritado. […] No lo sabe, y no lo recordará. […] Pero sin duda ha gritado porque Dios entra bramando —lo que se espera de Dios— a impartir su justicia. […] «¿Pero qué hacen, animales?» […] Y ahora, paralizada, temblorosa, allí en la camilla, siente la mirada de Dios sobre su cuerpo entero. Y es como una piedad, sí, porque siendo tan grande su poder de perdonar, se lo siente en el cuerpo, como un calor o un perfume. […] Dios la mira solamente, como si fuera a nombrarla. La potestad divina de traerla a la vida con su sola palabra. […] «Suspendan», dice por fin. «Ella no es montonera.»

¡Ah, escuchar, escuchar, era esa la tortura que prepararon para ella! «¡Y a ver si a esta también le falla el corazón!»

Solo entonces Diana Kuperman cree reconocer esa voz, pero yo no me animo a decir con la de quién la confunde.

«Vos estás sospechada», le dice ese hombre a Diana, y en cuanto le aferra el tobillo, en el exacto sitio que quemó la picana, ella comprende que tampoco es quien creía: es el Malo.

«Vos estás sospechada», lo que quiere decir: «Allí donde te llevamos tendrás que demostrar que no sabés».

Y a los demás: «¡Llévenla!».

Y empujan la camilla, de nuevo, a la ambulancia.

Allí donde te llevamos, piensa ella. Y supone: el infierno.

«De lo que digas ahí dependerá tu vida.»

S

2010

Si me hubieran llamado a declarar, diría que el sábado 30 de octubre, cuando salí de casa al alba, creí dejar a mi madre en perfecto estado. Que, incluso, la noche anterior, había sido ella quien me dijo: «Andá tranquilo, no te preocupés por nada». «¡Pero mirá que no vuelvo hasta la madrugada, ¿eh?!», le aclaré, aunque no me atrevía a decirle adónde iba, tan temprano. «¡Porque a la noche tengo una entrega de premios, en Las Flores.» «Oh, ¿qué me va a pasar con tantas rejas?», sonrió. «Y además, tengo esta perrita.» Y yo salí sin echar una sola mirada a la casa vecina, extrañamente exaltado, sintiendo que por fin iba al encuentro de mi padre.

Me recuerdo en el ómnibus, en la mañana espléndida, contemplando esa franja limpia de pampa que queda entre la autopista y el río, pensando en el muchacho de trece años que un día de 1930 había cruzado en tren este mismo paisaje con el telegrama de notificación en el bolsillo: lo habían seleccionado entre miles de aspirantes. Y las mañanas de sábado en la
ESMA
, los años siguientes, cuando solo pensaban en el bulín que entre varios compañeros habían alquilado en Belgrano y en las salidas nocturnas por ese Paseo de Julio que la literatura me enseñó a imaginar —mi padre uno de los marineros de Tuñón, quizá aquel que Emma Zunz decide descartar porque le dio ternura—. Y si pensaba en Miki, nacía en mí un extrañísimo orgullo: al fin lo que mi padre había sido le iba a importar a alguien. Al fin podría exponer, también yo, mi propio secreto.

El ómnibus me dejó frente al Ministerio de Defensa, en el exacto sitio donde una bomba de la Marina había destrozado, en 1955, un tranvía lleno de niños. Y atravesé ese bosque de palmas y ofrendas populares en que se había convertido Plaza de Mayo, los restos del velatorio multitudinario de Néstor Kirchner que empleados cuidadosos recogían por orden de la presidenta, y se me ocurría que todo el país florecía en un mismo duelo. Me recuerdo en el subte, reclinado, aplicado a hojear aquel Régimen Naval, y al final, el espantoso apéndice sobre «inteligencia».

Porque iba también pensando en Diana, claro, que en otra alba de un día de julio de 1977 había hecho ese mismo camino, en ambulancia, a toda velocidad, con los ojos vendados. Y en algún otro muchacho que, cuarenta años después que mi padre, desde el colectivo que lo lleva por primera vez a la
ESMA
pudo ver pasar esa ambulancia sin pensar ni una vez que iban al mismo sitio.

Y de pronto, al final del recorrido del subte, al salir a la avenida, comprendí que
no era allí.
Como si después de atravesar el mundo creyendo haber esquivado el ardiente corazón de la tierra hubiera aparecido, una vez más, no en mi antípoda, sino en cualquier otro sitio. Decidí parar un taxi, y cuando subí, no supe decirle cómo llegar. No podía decirle: «Lléveme a la
ESMA
». Como a ciegas, dibujé en mi mente el mapa de Buenos Aires. «Al estadio de Defensores de Belgrano», dije. Y después de algún breve intento de conversar sobre fútbol, el taxista empezó a hablar de la inseguridad.

El taxi me dejó en la esquina del estadio, un sitio de intemperie, bajo el envés declinado de unas gradas vacías, en el cruce de dos avenidas inmensas. A lo lejos podía ver bien que la
ESMA
no es solo un edificio —esa especie de templo de cuatro columnas que anuncia Escuela de Mecánica de la Armada como aquel cartel de Auschwitz reza «El trabajo os hará libres»—, sino un inmenso bosque de donde emergen hoteles, galpones, pabellones. Y en la esquina, frente a una especie de tranquera, vi que ya estaba, cómo no, Miki junto a sus alumnos: dos chicas jóvenes con termo y mate, un viejo de pulóver peruano, un ama de casa de jogging: gente de pueblo cuyo único rasgo común parecía ser el recogimiento. Crucé emocionado la calle, pero un solo abrazo de Miki me alcanzó para comprender que no podría compartir con él mi extraña alegría: él había perdido a Kirchner, el que donó este predio de la Armada a los familiares de las víctimas.

—Esperamos un poco a que venga mi vieja, que quería saludarlos —sugirió Miki.

Pero los alumnos, que acaso estaban ya impacientes por mi demora, apenas si contestan.

Y en el silencio de todos, que de algún modo parece excluirme, siento todavía la vastedad del viento, sus ráfagas que desautorizan los ruidos del tránsito incesante confundiéndolos, desbaratándolos.

Pocas cuadras más allá, veo alzarse sobre pilotes la avenida General Paz. Como mi propia casa, me digo. Como la casa barco que me legó mi padre, como la casa en que me formé, la
ESMA
está a pocos metros del límite.

¿Y habrá escuchado Diana, cuando la ambulancia en que la traían hizo callar la sirena y aminoró la marcha para atravesar este portal, las voces de los aspirantes que esperaban aquí afuera, y la voz de algún milico que salió a gritar que le dejaran paso? Y aquel muchacho parecido a mi padre, ¿habrá escuchado a alguien murmurar «será algún subversivo» y a otro que desprecia: «Pero, ¿un subversivo? ¿Y por qué aquí?».

—Ya viene mi vieja —dice Miki, cerrando el celular, y avanzamos unos treinta metros hasta entrar a una cabina, una especie de garita ampliada
(¡Ah, la garita del guardia de la base de submarinos de Mar del Plata!, me digo, el lugar de mi primer recuerdo: una ola gigantesca abalanzándose sobre el balneario y en la cresta una balsa que me hace llorar a gritos, porque siento que allí llega algo muy malo).
Y hay un mostrador en donde se nos indica llenar un formulario con nuestros datos, las razones por las que hemos venido aquí. «Poéticas», improviso, mientras siento, sobre mi cuerpo que se inclina a escribir, la mirada atenta del pasado: Yo soy su hijo pródigo.

Y al volver junto a Miki, que habla cálidamente con una chica de largo pelo negro, jeans y camisa Grafa, los veo girar las cabezas para divisar un auto conducido por una mujer que cruza el portón y avanza torpemente hasta frenar entre corcovos en medio de la calle: Miki no precisa decirme que esa mujer es su madre, y que es la directora, y que fue montonera: sus jeans apretados, esa cabellera enorme y las botas de tacos que clava en el empedrado, y esa insolencia de dejar el auto así, en medio de la calle, son un desafío. «El centinela abrirá fuego», me digo: es ese antiguo terror que me hace cambiar de vereda ante los edificios públicos. Pero ella parece creer ahora que son los desaparecidos, los muertos, los que permiten el paso. Y a ver quién es capaz de detenerla.

¿Y habrá llegado a escuchar Diana, cuando al fin la bajaron, con los ojos vendados, en medio de un fragor de árboles, los gritos de los cabos que empezaban, por fin, a convocar por lista a los ingresantes y los hacían formar fila en el patio central de un edificio para la ceremonia de despedida del mundo?

—Les pido disculpas por la demora —dice Susana entrando a la garita, mientras se acerca a saludarme, quitándose los anteojos de sol y descubriendo unos ojos que delatan sus más de sesenta años y sus tres días de llorar.

Los alumnos de Miki se acercan, con una impasibilidad sorprendente.

—Yo sé que es extraño verme aquí. Y no es en absoluto mi intención interferir el trabajo de la excelente guía —y con una mirada señala a la chica de camisa Grafa que está con Miki y que, conmovida, le devuelve una sonrisa—. Pero no quería dejar pasar este momento. Y decirles que dudamos mucho en abrir hoy, cuando aún dura el luto nacional y las banderas siguen a media asta. Pero pensamos que la mejor manera de honrar la memoria de quien nos legó este espacio, es cumplir su deseo.

El teléfono de Miki suena y él sale de la garita a hablar con ese compañero a quien está esperando, el otro coordinador de la tecnicatura, que también se ha demorado, como si hubiera en el horario, me digo, algo intrínsecamente impracticable.

—Las que hemos perdido compañeros en la lucha —dice Susana— sabemos por qué momento está pasando la presidenta.

Y yo pienso en Hebe, en las Abuelas a quienes he visto, por televisión, velar de pie junto al cajón cerrado de Néstor Kirchner, en Casa de Gobierno. Ellas, que no pudieron ni velar ni enterrar a sus hijos, obligadas a velar a alguien a quien quisieron como un hijo. Algo nuevo además del dolor, o quizá el dolor a secas, el dolor sin disfraces ni etiquetas, las está arrasando. Algo que me deja afuera. Pero estoy tan orgulloso de ser, por primera vez, entre ellos, yo.

¿Y habrá oído Diana, después de recibir el número que la identificaría como presa de la
ESMA
, y mientras la subían, a upa, a las buhardillas, la voz castrense de un cabo que, allá abajo, en el patio central de la escuela, volvía a pasar lista a los aspirantes y otorgaba, a cada uno, un número, como si Diana y esos muchachos fueran objeto de una misma contabilidad?

Y por fin salimos a la calle y avanzamos hasta una esquina donde, frente a un plano de la
ESMA
pintado sobre una enorme laja vertical, la guía, que se presenta como Clara, nos aconseja que si queremos ir al baño o cargar agua para el mate lo hagamos ahora, porque nos esperan tres largas horas de visita.

Yo sigo su sugerencia: entro en un antiguo pabellón pequeño y busco los mingitorios bajo un techo descalabrado, entre pedazos de pancartas y sillas amontonadas.

«No es descuido», me dirán después. «El juez de la causa por crímenes de lesa humanidad ha dado orden de no innovar.» Y siento que cada cosa que toco es una historia; cada cosa es una prueba.

Creo que solo entonces pensé en llamar a mi madre, que ya habría despertado —que estaría levantándose sola, en la casa vacía, a un día más que nunca poblado de ausencias—, pero me arrepentí.

En una declaración habría debido decir que, como ordenó la guía, mantuve apagado el celular durante al menos tres horas.

—Y
ME VAN A TENER
que perdonar a mí también —dice Clara una vez que volvemos a reunirnos ante el mapa (y yo solo quiero distinguir, por detrás de su melena negra, las pequeñas leyendas que identifican a los edificios: alguna pequeña palabra que me reúna con mi padre)—. Y van a tener que ayudarme —dice, ante el grupo que la mira obediente— en este día especial…

Quizá porque retoma el discurso de Susana, casi como si la imitara o quisiera sucederla, no puedo dejar de compararla: tiene su mismo espíritu, quizá. Pero no su aspecto, como si imitara a esa otra que Susana fue. Y al mismo tiempo el tono en que nos habla parece el de una maestra de expresión corporal.

Como es tanto más joven que yo, unos veintiocho años, comprendo también que es más joven que todo cuanto puede contarse de este sitio; y que, por lo tanto, su compenetración con la historia de la
ESMA
es fruto de sensibilidad, no de experiencia.

Y desde esa buhardilla en donde la dejaron, entre los cuerpos gimientes de otros prisioneros, acaso mientras trataba de distinguir los gritos de un preso que acababan de llevarse, ¿habrá oído Diana los gritos de los cabos que, allá abajo, en la escuela, conducían las rutinas de gimnasia con que ya desde el primer día se atormentaba a los alumnos, modelando sus cuerpos hasta volverlos todos iguales e irreconocibles?

Y creo que ya me irritó el tono en que la guía empezó por decir que desde fines de los años veinte la
ESMA
había sido una institución educativa adonde las familias más humildes del pueblo mandaban a sus hijos a labrarse un futuro —como quien dice: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».

Pero en todo caso, me pregunté, ¿quién podía haber
enviado
allí a mi padre? La leyenda familiar dice que, después de una de esas peleas feroces que enfrentaban a las madres solteras con sus hijos naturales, mi padre desapareció por meses de La Plata, para reaparecer un día con traje de marinero: de ese regreso, que acaso todos admiraron, él sí me había hablado, con inocultable orgullo: «Desde entonces mi madre ya no tuvo que trabajar más».

La guía dice también que esas mismas familias humildes, acabado el curso, debían pagar al Estado lo invertido en la educación de sus hijos. ¿Pero quién habrá pagado los estudios de mi padre?

—¿Alguna pregunta? —dice la guía de pronto. Y yo hago la mía.

—¿Sabés dónde dormían, en los años treinta, los alumnos? —y en mi tono hay un intento, casi una súplica, de congraciarme con ella, de incitarla a que me caiga bien.

Other books

Feeding the Fire by Andrea Laurence
Cataphilia by Caitlyn Willows
Date Shark by Delsheree Gladden
A Desperate Fortune by Susanna Kearsley
Dead Men Tell No Tales by Jeffrey Kosh
Sisterland by Curtis Sittenfeld