Una misma noche (17 page)

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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

BOOK: Una misma noche
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Casa 7
. 30 de marzo de 1977. Familia Aragón. Secuestran a Martín, el menor de los hijos, estudiante de Medicina. No se le conoce militancia. Todos creemos que se trata de un error. Pero ya nadie cree que, por error, no se asesine.

Pero la señora Felisa de noche se desploma de cansancio en la cama y Diana, cuando los tiroteos la despiertan, ya no puede dormirse, y vuelve a estar en el mundo. […] Se lo han hecho entender: si la han dejado volver es porque su cuerpo es una cárcel. Y por lo demás, ahora que lo piensa, hay guardianes en todos lados, hasta los vecinos se han vuelto sus guardianes. […] Y bastará que algo se ajuste, que alguien se decida, y volverán por ella. […] Y ya es un tormento toda esta incertidumbre, las preguntas que se hace una vez y otra vez. Algo la obsesiona: no recordar aquella noche, la noche del accidente. ¿Qué pasó? Una negrura atroz cubre esos diez minutos. ¿Qué quería decirle Goldenberg, esa noche? ¿O alcanzó a decirle algo, y ella no lo recuerda? […] ¡Y no haber podido hablarle esos días en que también él estaba allí, a pocos metros, en otra habitación del hospital! ¡Y no poder hablarle ahora! […] ¡Si al menos la ayudara a conseguir otro trabajo! Porque, ¿de qué vivirá de ahora en adelante? ¿Y qué será de esta casa, cómo la mantendrán? El sueldo de Ruth en la Escuela de Estética, la pensión de la madre, no alcanzan. […] «¡No me maten, hijos de puta!», escucha una noche, justo bajo su ventana, y una ráfaga acaba con un muchacho que corre. […] Cuando ella enciende el velador, descubre a su hermana Ruth en su cuarto, revolviendo el cajón de la cómoda. Sin preguntarse nada, se toman de la mano y rompen a llorar. Sabe qué estaba buscando, inútilmente, Ruth: el pasaporte.

Casa 9
. Familia Bazán. 31 de marzo. Secuestran a María Laura Grados, de su casa en Ensenada; 3 de abril: secuestran a Atilio Martínez, de la base naval de Punta Alta, en donde cumplía el servicio militar, ante la vista de otros conscriptos. Ambos son estudiantes de Antropología Cultural, en el Museo de La Plata, e integrantes del grupo que estudiaba en mi casa, en la planta alta, con mi prima.

Hasta que un día, claro, el 4 de abril de 1977, el diario
El Día,
que no pueden impedirle leer, trae por fin la noticia: Jaime Goldenberg ha muerto. Dos avisos apenas para un hombre tan conocido; dos avisos privados de la estrella de David y del signo de la cruz. […] Ningún dato sobre la causa de la muerte se trasluce en la enumeración escueta de los pocos deudos que se animan a mostrar públicamente su dolor. Pero Diana compone la secuencia: Goldenberg ha muerto
porque
estaba en la prisión. […] Y no pueden impedirle llamar por teléfono a la mujer, y hasta sería sospechoso que no lo hiciera, y lo hace, en un imprevisto gesto de desafío. «Su corazón le falló», le dicen, sobre el abismo del silencio de una línea telefónica intervenida, pero con fulminante síntesis. «¡Tenía siete operaciones…!» […] ¡Siete operaciones! […] Y entonces, como si la esperanza de volver a hablar con Goldenberg cuando se restableciera hubiera sido lo único que la sostenía, como si en tantos años que ha pasado con él hubiera madurado una identidad parecida al
ADN
, algo se quiebra también en ella. […] Grita, y acuden su madre y su hermana, y la desesperación de verla así es tan grande que llaman a Misha Feldman y violan la prohibición de moverse de casa. Y llegan al hospital en el auto del amigo perseguidas por una partida de policía que, sin embargo, no puede impedirle que se interne. […] La operación es exitosa. Le reimplantan la placa que se acaba de romper. […] Pero cuando la señora Felisa, al alba, vuelve a casa, se encuentra con Ruth, demudada. «Mamá, ha hablado Videla, por Cadena Nacional», dice, obligándola a sentarse en el silloncito del recibidor. «Ha acusado a los Graiver de financiar la subversión.» Y al día siguiente, cuando vuelven al hospital, Diana ya no está.

C
ASA
9
. Familia Bazán. 5 de abril de 1977. ¿Y si fue entonces? Entre los pocos detalles que yo recordaba claramente, solo uno no encajaba en ninguna de mis versiones: la pieza que había tocado para la patota: «Pejerrey con papas», una milonga anónima que figura en
El compadrito
, libro de Borges y Silvina Bullrich que compré y les hice firmar en marzo de 1977 —12 de marzo de 1977, según reza la firma de la escritora— en aquella Feria del Libro de Buenos Aires donde concebí la pasión por la literatura. Pero, ¿si ese recuerdo fuera el correcto?

Estoy tocando «Pejerrey con papas», supongamos, cuando oigo que las Kuperman salen a la vereda. Agitadas, nerviosas, hacia el auto en que Misha Feldman las espera mirando para todos lados. Llevan a Diana en un grito, sentada en una silla, la tienden con trabajo en el asiento de atrás. Y tan pronto se van y vuelvo a tocar el piano, veo por la ventana que llega un Torino amarillo y un tipo de gabán toca el timbre de casa.

Cavazzoni, desde enfrente, casi dirige todo: ha sido él o su custodia quien avisó que las judías intentan escaparse. ¿Y qué quieren en casa? Un ruido o una luz les ha hecho sospechar que alguien permanece dentro del chalet, quizá no Goldenberg exactamente, pero sí alguien a quien puedan torturar o tomar de rehén. «Acompáñeme al fondo», le dicen a mi padre que llega de su cuarto. Y acata de inmediato, sin preguntarles nada. La confianza que la Marina tiene en él se paga con confianza. Confianza en que ellos saben. Que aun lo que él ignora, lo que nunca ha imaginado siquiera que podría hacer, será, en esencia, bueno.

«Papá», estoy por llamarlo, pero sé que no me oye y que si oyera, no me respondería. La gente así, en acción, solo reacciona si uno les habla a todos.

«Y usted, venga conmigo», le dice el Jefe a mi madre, que obedece, y lo sigue a la vereda.

Yo me quedo sentado al piano junto a un tipo que tiene pocos años más que yo, una Itaka y un largo sobretodo beige. Su belleza me cohíbe y me pongo a tocar. ¿Para hacer ver que no soy un negro como mi padre, que no puedo, y no debo, prestar esos servicios? ¿Para fingir que ignoro que estamos en peligro? ¿Para gustar a todos con esa milonguita que habla de compadritos al servicio de un jefe? «¡Leo!», me interrumpe mi padre, desde el fondo de la casa. Y yo voy hacia el patio y descubro que han puesto contra la medianera aquella escalerita que él mismo fabricó. «Tenemelá», dice, señalando a la perra, que ladra desaforadamente contra los invasores que arrancan unas ramas.

La tomo entre mis brazos, subo al balcón de la planta alta para encerrarla allí, y desde ese balcón veo que todos han pasado al patio de las Kuperman, y que mi padre empieza a patear la puerta de la cocina. Transformado en otro: en ese que yo siempre evité que se volviera, distrayéndolo. Algo se me hace claro: le han dicho un secreto sobre Diana, se lo han dicho: un delito feroz que Diana ha cometido y que él cree necesario y justo que ella pague.

Pero, ¿y si en verdad hay alguien adentro? Dios mío, me digo. Solo si se los llevan a todos me salvaré de la culpa, de la vergüenza.

Vuelvo a la planta baja, me quedo junto al piano, por la ventana veo a mi madre en la vereda. «Sí, conocí a Jaime Goldenberg», dice aplicadamente. Y le tiembla la voz: quiere que todo acabe, que seamos los mismos, que nosotros nos salvemos. «No, desde aquel accidente ya nadie las visita. Sé quiénes venían antes…»

«¡No digas nombres!», quisiera decirle, y en cuanto el tipo se distrae me deslizo hasta allí y se lo digo. «Así será más rápido. De otro modo tendrás que explicar cómo sabés.»

No, así no sucedió. Pero pudo haber sido. Necesito pensarlo. Después de todo, es solo cuestión de tiempo. De que nos convoque, meses antes, meses después, la Maquinaria. Dentro de diez días, diez meses, diez años, qué importa. Cuando uno está a su servicio, se une a la Eternidad.

Y lo cierto es que la han sacado a la noche del Hospital Italiano, vendada, a upa, la han subido a una ambulancia, la han sacado de allí, y con la venda aún puesta va conociendo la cárcel por dentro: los pasillos, las puertas de rejas que se entrechocan, y el olor, ese olor. […]
(«Podría reconocer la cárcel solo por el olor, eso sí, porque aún va conmigo: eso es casi lo único que podría reconocer.»)
[…] Llega a una sala vacía, a un extraño silencio en medio del escándalo incesante de la cárcel de noche. Y le quitan la venda, y es una enfermería, sí, con seis camas, y ella le pregunta a una mujer de uniforme
(«Había dos celadoras, tremendas, las Mendoza: me odiaban»):
«¿Quién es el médico a cargo?».
(«Porque yo tenía que aprender a caminar, doctor»).
«¡Silencio!», le gritan. «¡Silencio!» […] Y en horas infinitas en que nadie le habla ni ella puede hablar, confirma que su tortura será sobrevivir como pueda; y su castigo, quizá, quedar inválida. […] A una cama vecina llega una parturienta y luego una chica increíblemente lastimada. Alguien —quizá ella misma— le acerca un vaso con agua. «No puedo», dice. «Me pasaron corriente.» La menor de las Mendoza gatilla un arma. «¿Qué te pasaron a vos?», pregunta. «Nada», se retracta la presa. «No me pasaron nada.»

Casa 5
. Planta baja. 1 de junio. Familia Berenguer. Un tal doctor Colombres y su mujer alquilan el pequeño departamento de la planta baja. Cavazzoni se asombra. Berenguer cumple en informarle que, en lo que va del año, dos de los hijos de Colombres han desaparecido, y que él ha debido vender su casa en el centro de la ciudad, después de que fuerzas policiales la allanaran en busca de un tercero y, a modo de advertencia y represalia, intentaran incendiarla.

(«Porque yo estaba tan mal anímicamente, doctor, es tan terrible no saber por qué…»)
[…] Yes un tiempo sin tiempo, en que aun las cosas tremendas se vuelven recurrentes; terminan por girar como planetas en torno de su cama. […] Un día, a una de las Mendoza se le escapa una infidencia: «Vos mejor andá pensando qué vas a declarar.» […] Y desde entonces solo existen el dolor y las preguntas. […] ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? […] Si le tiraron el auto encima, si quisieron matarla y ahora impiden que se muera, es solo para que no se pierda con ella lo que suponen que sabe. […] Hasta que un día una revelación la incorpora en la cama: lo que quieren saber de ella es lo mismo que aquella noche quería decirle Goldenberg. ¿Y cómo se hace, por Dios, para demostrar que uno no sabe? […] Ah, si al menos supiera que su madre ha logrado averiguar dónde está ella y descansar, al menos por un día, dormirse como antes mientras escucha que al lado suena la música de un piano.

Casa 9
. Familia Bazán. 8 de junio. Pero no, yo ya no toco el piano. Ni me acuerdo de Diana. Esta noche en que cumplo catorce años la paso escribiendo —mientras los demás duermen— en el borde del sueño.

Escribo con el libro de Borges que pedí que me regalaran.
La moneda de hierro.
El libro que comienza:
«Qué no daría yo por la memoria…»
, y tiene un poema dedicado a Herman Melville y otro a sus antepasados militares. El libro que reflexiona, largamente, sobre el mundo del sueño.

Como si quisiera salvarme de ese mundo. Comprendiéndolo.

Y una noche, de pronto, las hermanas Mendoza le dicen a alguien que entra: «Aquí la tienen lista». Y a ella, por lo bajo, le dicen: «Despertate, turra. Te llegó la hora».

Q

2010

Si hubiera tenido que ir a declarar; si en torno de mí se hubiera armado esa situación que prefieren los escritores de novelas policiales: el interrogatorio. Si los vecinos, por ejemplo, me hubieran denunciado a raíz de los gritos que oyeron en mi casa al alba del día 31, ¿cómo habría podido explicar que, en los días previos, no se me quitaba la sonrisa de la cara? En mi cuaderno anoté: «Nunca fui más feliz en mi vida; o mejor dicho: nunca estuve tan cerca de tener una vida». Es el momento, dice Marguerite Duras, en que todo parece escribir con nosotros; miramos al mundo con una sola pregunta, y cada cosa que vemos nos parece una respuesta.

Diana no había respondido a mi carta: ¿pero no era el silencio, su principal mensaje, el legado de un vacío que tenía que llenar? El caso Papel Prensa se había trabado previsiblemente en Tribunales pero seguía ocupando espacio en los medios, y muchos periodistas parecían investigar para mí. Abría una revista en la peluquería, veía una foto del torturador de Lidia Papaleo compareciendo a juicio y creía reconocer a aquel tipo que había llamado el Jefe. Miraba la televisión mientras corría en la cinta del gimnasio, y en la
TV
Pública veía la foto inédita del cadáver de Jaime Goldenberg en la camilla de la morgue, extraída de un expediente falso, pergeñado por Camps para hacer pasar por muerte natural su asesinato. Y un día, por casualidad, mientras esperaba un avión en Aeroparque, creyendo ver a lo lejos a un compañero de facultad, me encontré en realidad con su hijo, un historiador que, como yo, viajaba a Catamarca a dar un curso.

Iair acababa de doctorarse con una tesis sobre el comportamiento de la colectividad judía en la Argentina durante la dictadura; enseguida empezó a explicarme sus hipótesis, y ya fue conmovedor intuir que no solo una misma pasión, sino también una misma fuerza indefinible, ajena a nosotros, nos había elegido para revelarse. Y cuando llegó mi turno de explicarle qué estaba escribiendo —mientras nos alejábamos a la vez de La Plata y del presente—, Iair empezó a interrumpirme. ¡Ah, don Juan Graiver, el padre de David, que había presidido la Asociación Mutual Israelita de La Plata, ¿de qué le sirvió después, cuando lo desaparecieron? ¡Pero claro!, Jaime Goldenberg, además de abogado había sido el alma del centro cultural de izquierda Max Nordau, donde el mismo Iair había aprendido teatro. ¿Simón Feldman? ¡Pero claro!, el hijo de Misha Feldman, el gran actor —seguramente por él las Kuperman me habían llevado al teatro. Y no, no conocía a las Kuperman, aunque de acuerdo con lo que yo describía, era obvio que pertenecían a un grupo progresista de izquierda.

Pero no era una mera cuestión de datos. Liberados del yugo de su fin horroroso, mis personajes parecían vecinos como cualquiera, sobre los que el resto de la ciudad había ido preparando, inconscientemente o no, una trampa. Y la propia colectividad judía parecía replicar cada uno de los comportamientos que yo había observado en mi cuadra.

Quedamos en vernos cuando regresáramos del viaje para que me pasara un libro que yo hasta entonces había menospreciado, aquel en que Jacobo Timerman cuenta su cautiverio: pasé en vela toda una noche, atrapado por la lectura del diálogo silencioso de un ojo con otro, de mirilla a mirilla de dos celdas enfrentadas, o esa otra escena en que un jefe de policía le propone a un preso homosexual que, si se deja coger, morigerará la pena. (Dios mío, me decía, ¿y si la propuesta que me había hecho aquel compañero mío, cuando yo todavía no me atrevía a pensar que fuera gay, no había sido una maldad espontánea sino algo que su padre, al volver de los campos, le explicó que podía hacer cada vez que se encontrara con alguien como yo?)

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