—Yo nunca fui uno de vosotros —gruñó Fayed—. De eso te encargaste tú.
Estaba pálido. Yacía tranquilo y había cerrado los ojos.
—¿Yo? ¿Yo? Yo que… —Con decisión cogió la jeringuilla de morfina e inyectó otros diez miligramos del contenido en el muslo de Fayed—. No tenemos tiempo para esto. ¿Qué va a pasar, Fayed? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido a verme después de todos estos años? ¿Y para qué coño has usado la información sobre el aborto de Helen?
Al fin daba la impresión de que Fayed empezaba a asustarse de veras. Se esforzaba por respirar, pero los músculos no le obedecían del todo. En sus labios se estaba formando espuma blanca, como si no tuviera fuerzas para tragar su propia saliva.
—Ayúdame —dijo—. Tienes que ayudarme. No puedo…
—Responde a mis preguntas.
—Ayúdame. No puedo… Todo se va a ir a… El plan…
—¿El plan? ¿Qué plan? Fayed, ¿de qué plan estás hablando?
Se estaba muriendo. Era evidente; Al sintió que se acaloraba. Notó que le temblaban las manos cuando agarró la jeringuilla con naxolona y la preparó.
—Fayed —dijo agarrando firmemente la barbilla de su hermano para conseguir que lo mirara—, te estás metiendo en un lío. Aquí tengo el antídoto. Respóndeme a una cosa. Sólo a una cosa: ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué has venido justamente aquí?
—Por las cartas —murmuró Fayed, sus ojos parecían muertos—. Las cartas van a llegar aquí. Si algo saliera mal… —No respiraba, Al le dio un golpetazo en el pecho y los pulmones de Fayed hicieron un nuevo intento de evitar la muerte—. Tú caerás conmigo. Era a ti a quien amaban.
Al cogió un cuchillo del bolso y cortó la cinta americana que amarraba el brazo derecho de Fayed al poste de la cama. La morfina la había inyectado directamente en el músculo, pero ahora necesitaba una vena. Con lentitud vació el antídoto en una vena azul pálido del antebrazo de su hermano. Y, para no perder del todo el valor, volvió a amarrarle el brazo. Se levantó, se puso a dar vueltas y ya no podía contener las lágrimas.
—¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en la hostia! ¡Todo lo que quería en esta vida era paz y tranquilidad! ¡Nada de peleas! ¡Nada de jaleo! Había encontrado este rincón del mundo donde todo nos iba bien a las niñas y a mí, y ahora vienes tú a…
Al estaba sollozando. No estaba acostumbrado a llorar. No sabía qué hacer con los brazos. Colgaban sueltos a ambos lados de su cuerpo. Le temblaban los hombros.
—¿De qué tipo de carta estás hablando, Fayed? ¿Qué es lo que has hecho? Fayed, ¿qué has hecho?
De pronto corrió hacia su hermano y se inclinó sobre él. Puso la palma de la mano contra su mejilla. El bigote, el enorme y ridículo mostacho que se había dejado crecer desde la última vez, le hizo cosquillas en la piel. Al acariciaba la cara de su hermano una y otra vez.
—¿Qué has hecho esta vez? —susurraba.
Pero su hermano no contestaba, estaba muerto.
Acababan de dar las dos cuando Helen Bentley retornó a la cocina. Tenía muy mal aspecto. A primera hora de la mañana las seis horas de sueño y una larga ducha habían hecho milagros, pero con el paso de las horas se estaba poniendo muy pálida. Sus ojos carecían de brillo y bajo ellos tenía ojeras con forma de media luna. Se dejó caer pesadamente en una silla y cogió con avidez la taza de café que le ofreció Inger Johanne.
—Queda hora y media para que abra la bolsa de Nueva York —suspiró, y bebió un poco—. Va a ser un jueves negro. Tal vez el peor desde los años treinta.
—¿Has averiguado algo? —preguntó Hanne con prudencia.
—Al menos tengo una especie de visión de conjunto. Parece evidente que nuestros amigos de Arabia Saudí, llegado el caso, no han sido excesivamente amigables. Tercos rumores insisten en que son ellos quienes están detrás de todo esto, junto con Irán. Aunque en mi Administración nadie quiere admitir nada, por supuesto.
Se forzó a sonreír. Tenía los labios casi tan pálidos como el resto de la cara.
—Lo que significa que Warren se ha vendido a los árabes —dijo Inger Johanne, aún en voz baja.
La presidenta asintió y se cubrió los ojos con las manos. Permaneció así sentada durante varios segundos, pero de pronto se levantó y dijo:
—No tengo manera de averiguar lo que realmente está pasando si no entro en las páginas bloqueadas de la Casa Blanca. Tengo que usar mis propios códigos; aun así habrá muchas cosas a las que no tenga acceso, porque para eso necesito otro tipo de equipo, pero tengo que averiguar si han descubierto a Warren. Tengo que averiguar lo que saben los míos sobre todo esto antes de darme a conocer. Si no saben nada sobre su…
—Está trabajando de lleno aquí en Noruega —dijo Inger Johanne—. Yo me habría enterado si le hubiera pasado algo, si le hubieran arrestado o algo así, quiero decir. —Vaciló un momento, le echó un vistazo a su propio teléfono móvil y añadió—: Al menos eso creo.
—Pero eso no tiene por qué significar nada —dijo la presidenta—. Si supieran que está implicado, podrían haber considerado que era más útil mantenerlo en la incertidumbre. Pero si no lo saben —tomó aire—, puede resultar peligroso que ande suelto cuando yo salga a la luz. No me queda más remedio que entrar en mis propias páginas. Tengo que hacerlo.
—Te descubrirían en pocos segundos —dijo Inger Johanne con escepticismo—. Verían la dirección IP y averiguarían que el ordenador está aquí. Vamos a desatar una tormenta.
—Sí. Tal vez… No. No necesito mucho tiempo, en realidad. Con un par de horas bastará. Espero.
La puerta del salón se abrió y Hanne Wilhelmsen entró con su silla de ruedas.
—Una hora de sueño por aquí y otra por allá —dijo, y bostezó—. Con eso casi se descansa. ¿Has avanzado algo?
Miró a Helen Bentley.
—Bastante, pero ahora tengo un problema. Tengo que entrar en unas páginas bloqueadas; si uso tu ordenador, sabrán inmediatamente que sigo viva, y también dónde me encuentro.
Hanne moqueó y se secó la nariz con el dedo índice.
—Eso es un problema, sí. ¿Y qué hacemos?
—Mi ordenador —dijo Inger Johanne sorprendida y alzando el dedo índice—. ¿Qué tal si lo usamos?
—¿Tú ordenador?
—¿Tú tienes un ordenador? ¿Aquí?
Las otras dos la miraban con incredulidad.
—Está en el coche —dijo Inger Johanne con ánimo—. Y está registrado en la Universidad de Oslo. Como es obvio, también les proporcionará una dirección IP, pero les llevará más tiempo… Primero tendrán que contactar con la universidad, luego tendrán que averiguar a quién se le ha prestado el ordenador y al final tendrán que descubrir dónde me encuentro yo. Y la verdad es que eso sólo lo sabe… —volvió a mirar el móvil, atormentada por su mala conciencia— Yngvar. Y en realidad él tampoco lo sabe del todo.
—¿Sabes? —dijo la presidenta—, creo que es una buena idea. No necesito más de un par de horas, que será más o menos lo que vamos a ganar al usar otro ordenador.
Hanne era la única que todavía parecía muy escéptica.
—No es que yo sepa gran cosa sobre direcciones IP y cosas así —intervino—, pero ¿estáis seguras de que realmente puede funcionar? ¿Lo que rastrean no es la línea, en realidad?
Inger Johanne y Bentley intercambiaron miradas.
—No estoy segura —contestó la presidenta—, pero es un riesgo que voy a tener que correr. ¿Podrías ir a buscarlo?
—Por supuesto —dijo Inger Johanne levantándose—. Dentro de cinco minutos estoy de vuelta.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Helen Bentley se acercó a una silla que estaba junto a Hanne y se sentó. Parecía no encontrar las palabras adecuadas. Hanne la miraba sin expresión en la cara, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Hannah. ¿Tienes…? Dices que trabajaste en la Policía. ¿Tienes armas en la casa?
Hanne apartó la silla de ruedas de la mesa.
—¿Armas? ¿Para qué quieres tú…?
—Sshh —dijo la presidenta, la voz tenía de pronto un aguijón de autoridad que hizo que Hanne se tensara—. Por favor. Preferiría que Inger no supiera nada de esto. A mí no me gustaría tener a mi hija de un año en una casa en la que hay un arma cargada. Y, evidentemente, no creo que sea necesario usarla, pero tienes que recordar que…
—¿Sabes por qué estoy aquí sentada? ¿Se te ha pasado eso por la cabeza? Estoy sentada en esta maldita silla porque me pegaron un tiro. Una bala me reventó la columna vertebral. No tengo una relación muy cordial con las armas.
—¡Hannah! ¡Hannah! ¡Escúchame!
Hanne cerró la boca y miró fijamente a Helen Bentley.
—Por lo general soy una de las personas mejor custodiadas del planeta —afirmó la presidenta en voz baja, como si tuviera miedo de que Inger Johanne hubiera vuelto—. Todo el rato estoy rodeada de hombres fuertemente armados, por todas partes. No es por casualidad, Hannah, por desgracia es necesario. En el momento en que se sepa que estoy en este apartamento, estaré indefensa. Hasta que lleguen las personas correctas y vuelvan a ponerme bajo su cuidado, tengo que poder defenderme. Creo que si lo piensas, estarás de acuerdo conmigo.
Hanne fue la primera en apartar la mirada.
—Tengo armas —dijo por fin—. Y munición. Nunca he conseguido deshacerme de los pesados armarios de acero y… ¿Eres buena?
La presidenta sonrió de lado.
—Mis profesores hubieran protestado si dijera algo así, pero sé manejar un arma.
I'm the Commander in Chief, remember?
—Hanne seguía sin expresión en la cara, mirando fijamente la mesa. Bentley le puso la mano sobre el antebrazo—: Una cosa más. Creo que lo mejor sería que todas os fuerais. Que os fuerais del piso. Por si pasara algo.
Hanne alzó la cabeza y la miró con cara de exagerada incredulidad. Luego se echó a reír. Se rio en alto, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
—Buena suerte —susurró—. A mí no me mueve nadie. Y en cuanto a Marry el radio de su vida tiene unos treinta metros. Nunca, repito, nunca conseguirás sacarla de aquí. Alguna que otra vez consigo convencerla para que baje al sótano, pero no creo que tú lo consigas. En cuanto a…
—Ya estoy aquí —dijo Inger Johanne con el aliento entrecortado—. ¡Fuera hace calor de verano, por cierto!
Dejó su ordenador portátil sobre la mesa de la cocina. Con ágiles manos, conectó un ratón externo, sacó una alfombrilla, enchufó el cable a la corriente y encendió la máquina.
—
Voilà
—exclamó—. Adelante,
Madame Président.
¡Un ordenador que llevará un tiempo rastrear!
Estaba tan excitada que no se percató de la cara de preocupación de Hanne cuando maniobró con la silla y se dirigió hacia el interior del apartamento. Las ruedas de goma chirriaban finamente contra el parqué. El ruido no calló hasta que oyeron cómo se cerraba una puerta al fondo del piso.
El joven que se encontraba ante un monitor en una diminuta habitación no demasiado alejada de
The Situation Room,
en la Casa Blanca, notó que las letras y los números habían empezado a danzar ante sus ojos. Los cerró con fuerza, sacudió la cabeza y lo volvió a intentar. Todavía le seguía costando fijar la mirada en una fila o en una columna. Intentó masajearse la nuca. El agrio olor del sudor de varios días ascendió desde sus sobacos y apretó avergonzado los brazos contra el cuerpo rezando por que nadie pasara por ahí.
Él no había ido a la universidad para dedicarse a aquello. Cuando le dieron trabajo en la Casa Blanca, después de licenciarse como ingeniero informático y con sólo dos años de experiencia en una empresa, apenas podía creerse su propia suerte. Pero no habían pasado mucho más de cinco meses, y ya estaba harto.
Había demostrado su eficiencia en la pequeña empresa de informática donde le habían ofrecido un puesto y creyó que era su indiscutible talento como programador lo que había hecho que la Administración lo reclutara.
Pero ante todo se había sentido como el chico de los recados durante cerca de seis meses.
Y llevaba ahí más de veintitrés horas, en una habitación sin ventanas, sudoroso y maloliente, mirando códigos que danzaban por la pantalla en un caos en el que se suponía que él debía poner orden. Al menos era importante que se enterara de lo que pasaba.
Puso sus dedos sobre las cuencas de los ojos y presionó.
Estaba tan cansado que ya no tenía sueño. Tenía la impresión de que el cerebro se negaba a seguir. Ya no quería más. Sentía que su propio disco duro se había desconectado, dejando el resto del cuerpo a la deriva. Tenía las manos adormecidas y hacía ya varias horas que le dolían las lumbares.
Suspiró pesadamente y abrió mucho los ojos para producir algo de humedad. En realidad tendría que beber algo, pero no podría tomarse una pausa hasta un cuarto de hora más tarde. Tendría que intentar darse una ducha.
Había algo ahí.
Algo.
Guiñó los ojos y manejó el teclado a toda velocidad. La imagen de la pantalla se congeló. Alzó la mano y recorrió una fila con el dedo índice, de izquierda a derecha, antes de volver a aporrear el teclado.
Apareció una nueva imagen.
No podía ser verdad.
Era verdad y era él quien lo había visto. Él, que de pronto ya no lamentaba haber cambiado de trabajo, había descubierto aquello antes que nadie. Sus dedos volvieron a correr sobre la bandeja de letras. Finalmente pulsó el icono de imprimir, agarró el teléfono y aguardó expectante la siguiente imagen en la pantalla.
—Está viva —susurró, y se olvidó de respirar—.
She's fucking alive!
—Este es el sitio más bonito de Oslo —dijo Yngvar Stubø señalando un banco junto al agua—. He pensado que a los dos nos podía sentar bien un poco de aire fresco.
El verano había tomado la ciudad. En un solo día, la temperatura había subido casi diez grados. El sol teñía la mayor parte del cielo de blanco, en una explosión de luz. Daba la impresión de que, a lo largo de la mañana, los árboles del margen del río Aker se habían puesto de un verde más oscuro, y había tanto polen en el aire que los ojos de Yngvar habían empezado a lloriquear en cuanto salieron del coche.
—¿Esto es un parque? —preguntó Warren Scifford, aunque no parecía interesarle demasiado—. ¿Un parque enorme?
—No. Son las afueras de la ciudad. O las afueras del bosque, si quieres expresarlo así. Aquí es donde se juntan, los árboles y las casas. Es bonito, ¿no? Siéntate.
Warren miró con recelo el banco sucio. Yngvar sacó un pañuelo y limpió los restos de la celebración del 17 de mayo. Un poco de helado de chocolate reseco, una raya de kétchup y algo que prefería no averiguar qué era.