Abdallah podría seguir de ese modo.
Cada alfiler representaba un destino, una vida. Como era obvio, nunca había conocido personalmente a ninguno de ellos.
No tenían la menor idea de quién era él y nunca la tendrían. Tampoco la treintena de personas que llevaban desde el año 2002 reclutando aquel ejército de sueños rotos sabían de dónde venían las órdenes y el dinero.
Reflejos rojos en la pantalla de plasma hicieron que Abdallah se girara.
Las imágenes de la televisión mostraban un incendio.
Retornó al escritorio y subió el volumen:
«… en este granero a las afueras de Fargo. Es la segunda vez en menos de doce horas que un depósito ilegal de gasolina causa un incendio en esta zona. Las autoridades locales sostienen que…»
Los norteamericanos habían empezado a acumular con vistas a la crisis.
Abdallah se sentó. Colocó las piernas sobre el colosal escritorio y cogió una de las botellas de agua.
Como el precio de la gasolina subía cada pocas horas y los telediarios informaban de un uso cada vez más violento del lenguaje por parte de la diplomacia de los países de Oriente Medio, la gente estaba intentando asegurarse reservas de combustible.
En Estados Unidos todavía era de noche, pero las imágenes mostraban colas de coches repletos de garrafones, cubos, viejos barriles de petróleo y barricas de plástico. Un reportero que bloqueaba el paso a una camioneta que se estaba acercando a los surtidores tuvo que retirarse para que no lo atropellaran.
«No pueden prohibirnos comprar gasolina —bramó una granjera muy gruesa—. Si las autoridades no pueden garantizarnos un precio decente para el petróleo, ¡tenemos derecho a tomar nuestras medidas preventivas!»
«¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el entrevistador mientras la imagen enfocaba a hombres jóvenes que se peleaban por un bidón.»
«Primero voy a llenar todo esto —gritó la granjera, que estampó uno de los seis barriles de petróleo contra el camión—. Y luego los voy a vaciar en mi silo. Y así me voy a tirar toda la noche y todo el día de mañana, mientras quede una sola gota de gasolina en este estado pienso…»
Cortaron el sonido y el reportero miró aturdido a la cámara. El realizador pasó la comunicación al estudio.
Abdallah bebió. Vació la botella y echó un vistazo al mapa con todos los alfileres, con todos sus soldados.
No tenían nada que ver con el petróleo o la gasolina.
La mayoría de ellos trabajaban con la televisión por cable.
Muchos de ellos trabajaban en Sears o Wal-Mart.
El resto eran informáticos. Jóvenes
hackers
que se dejaban tentar para hacer cualquier cosa a cambio de poco dinero, y también programadores más experimentados. Algunos de ellos habían perdido el trabajo porque se los consideraba demasiado viejos.
En la industria ya no había sitio para trabajadores eficaces y leales que aprendieron informática cuando todavía se usaban tarjetas perforadas y que casi se habían matado intentando mantenerse al día con la evolución.
Lo más bello de todo el asunto, pensó Abdallah inclinándose hacia una fotografía de su difunto hermano Rashid, era que los alfileres no se conocían entre sí. La aportación que haría cada uno era pequeña en sí misma. Casi una bagatela, una pequeña falta que merecía la pena correr el riesgo de cometer, comparado con lo que se ganaba a cambio.
En conjunto, sin embargo, el ataque resultaría mortal.
No sólo se vería afectada una enorme cantidad de
headends,
las instalaciones donde se recogían las señales de las televisiones por cable y luego se reenviaban a los abonados —por lo general no estaban vigiladas y habían resultado ser un objetivo mucho más sencillo de lo que Abdallah se había imaginado—, también serían saboteados muchos repetidores de señal y de cables, una cantidad tal que llevaría semanas, tal vez incluso meses, reparar.
Entre tanto la furia iría en aumento.
Aún peor sería cuando los sistemas de seguridad y las cajas registradoras de las mayores cadenas de supermercados dejaran de funcionar. El ataque contra las tiendas se podía llevar a cabo por golpes, con rápidas embestidas contra determinadas zonas, seguidas de nuevos casos en otras zonas, de un modo imprevisible y difícil de interpretar, como en una eficaz guerra de guerrillas.
El ejército invisible de norteamericanos esparcidos por todo el continente y que no tenían la menor idea de la existencia de los demás sabían exactamente lo que tenían que hacer cuando recibieran la señal.
Eso ocurriría al día siguiente.
A Abdallah le había llevado más de una semana trazar la estrategia final. Se había pasado siete días en aquel despacho, ante las largas listas de sus reclutas, moviéndolos por el mapa, haciendo cálculos, evaluando la fuerza del golpe y el efecto. Cuando por fin lo escribió todo sobre papel, sólo restaba convocar a Tom O'Reilly a Riad.
Y a William Smith. Y a David Coach.
Había convocado a tres mensajeros. Habían estado en el palacio al mismo tiempo, sin saberlo. Los había mandado de vuelta a Europa en tres aviones diferentes, con sólo media hora de diferencia. Abdallah, que acarició delicadamente la fotografía de su hermano, no podía dejar de sonreír ante la idea.
Nunca se podía estar seguro de nada en este mundo, pero quemando tres de sus cartas más seguras, la probabilidad de que al menos una de ellas llegara a un buzón de correos norteamericano era enorme.
Había empleado tres mensajeros; los tres murieron justo después de enviar las cartas idénticas. Los sobres iban dirigidos al mismo lugar y el contenido sólo le resultaría comprensible al receptor, si se perdían nadie notaría nada.
Y ése era el punto más débil del plan: que todas iban dirigidas al mismo receptor.
Como cualquier general, Abdallah conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. La fuerza residía ante todo en la paciencia, en su enorme capital y en el hecho de que era invisible. Esto último era al mismo tiempo su punto más vulnerable, porque le hacía tener que actuar por medio de muchos eslabones, hombres de paja y rodeos electrónicos, a través de maniobras de camuflaje y, alguna que otra vez, de identidades falsas.
Abdallah al-Rahman era un hombre de negocios respetado. La gran mayoría de sus actividades eran legítimas y empleaba a los mejores mediadores de Europa y Estados Unidos. Aunque estaba rodeado de una mítica inaccesibilidad, nada ni nadie había resquebrajado nunca su renombre de capitalista, inversor y especulador honrado.
Y así iba a continuar.
Sin embargo, le había hecho falta un único aliado. Un iniciado.
La operación Troya era demasiado complicada como para ser dirigida a distancia. Nada apuntaba hacia algo que quedara siquiera cerca de Abdallah, que hacía más de diez meses que no pisaba Estados Unidos.
A finales de junio de 2004, mantuvo una reunión con la candidata a la presidencia de los demócratas. Pareció positiva. Estaba impresionada con Arabian Port Management. Él lo notó perfectamente. La reunión había durado media hora más de lo planeado porque ella quiso saber más. En el vuelo de vuelta a Arabia Saudí, por primera vez desde la muerte de su hermano, había pensado que tal vez no fuera necesario llevar a cabo sus planes. Que los treinta años de posicionamiento y cultivo de una red durmiente de agentes por todos Estados Unidos tal vez hubieran sido una pérdida de tiempo. Había reclinado la cabeza contra la ventanilla de su avión privado y había mirado la capa de nubes bajo él, teñida de rosa intenso por el sol que estaban dejando atrás y que estaba a punto de desaparecer a sus espaldas. Daba igual, pensó. La vida estaba llena de inversiones que no arrojaban dividendos. Hacerse cargo de la mayor parte de los puertos de Estados Unidos compensaría todos sus esfuerzos.
Prácticamente le había prometido el contrato.
Luego se deshizo de él, por la victoria.
Había un receptor de las cartas, un hombre que lo pondría todo en marcha, siguiendo los detallados planes trazados por el propio Abdallah. Nada podía fallar, así que Abdallah se tuvo que arriesgar a contactar directamente. Confiaba en su ayudante. Hacía mucho que se conocían. De vez en cuando le atormentaba que incluso este último vínculo entre Estados Unidos y él mismo tuviera que ser eliminado en cuanto se llevara a cabo la operación Troya.
Abdallah restregó con cuidado el cristal del marco antes de volver a dejar la fotografía de Rashid sobre la mesa.
Era cierto que confiaba en Fayed Muffasa, pero, por otro lado, no podía soportar tener que confiar en un ser viviente.
—
Well, isn't this a Kodak moment?
La presidenta Helen Bentley tenía a Ragnhild sentada en el regazo. La niña estaba dormida. Su rubia cabeza colgaba hacia atrás, la boca estaba abierta de par en par y los ojos se movían con rapidez tras los finos párpados. A intervalos regulares soltaba pequeños ronquidos.
—No pretendía que…
La madre estiró los brazos para coger a la niña.
—Déjala tranquila —sonrió Helen Bentley—. Necesitaba una pausa.
Llevaba tres horas delante de la pantalla. La situación era grave, por decirlo suavemente. Mucho peor de lo que se había imaginado. El miedo a lo que sucedería cuando, al cabo de unas pocas horas, abriera la bolsa de Nueva York era enorme y daba la impresión de que durante la última jornada los medios de comunicación se habían preocupado más por la economía que por la política. Si es que era posible trazar tal división, pensó Helen Bentley. Todos los canales de televisión y los periódicos de Internet tenían reportajes regulares de Oslo para mantener al día al público sobre el secuestro de la presidenta. Pero, de algún modo, era como si el destino de Helen Bentley hubiera sido marginado a las afueras de la conciencia de la gente. Ahora se trataba de las cosas cercanas. Del petróleo, la gasolina y los puestos de trabajo. En varios sitios se habían producido tumultos que rozaban la revuelta, y los dos primeros suicidios de Wall Street eran ya un hecho. Los gobiernos de Arabia Saudí y de Irán estaban furiosos. Su propio ministro de Asuntos Exteriores había tenido que tranquilizar varias veces al mundo afirmando que la vinculación de esos dos países con el secuestro de la presidenta no tenía fundamento.
No obstante, el silencio había sido absoluto después de su discurso de la noche anterior y el conflicto seguía su escalada.
Por ahora se había limitado a navegar por las páginas abiertas de la Red. Sabía que antes o después se vería obligada a entrar en páginas que harían saltar todas las alarmas en la Casa Blanca, pero quería posponerlo tanto como fuera posible. En varias ocasiones, había estado a punto de ceder ante la tentación de abrir una cuenta en Hotmail para enviar un mensaje tranquilizador al correo privado de Christopher, pero afortunadamente había reunido fuerzas para resistirse.
Aún había demasiadas cosas que no entendía.
El hecho de que Warren hubiera llevado un doble juego ya le resultaba inconcebible, pero su larga vida le había enseñado que de vez en cuando las personas hacían cosas muy extrañas. Aunque los caminos del Señor fueran inescrutables, ni siquiera se podían comparar con los de los mortales.
Lo que no conseguía entender era el pasaje sobre la niña.
En la carta que le había mostrado Jeffrey Hunter aquella madrugada, que ahora le parecía tan lejana en el tiempo, ponía, que lo sabían; que los troyanos sabían lo de la niña. Algo así. Por mucho que se esforzara no conseguía acordarse literalmente de las palabras. Al leer la carta, por un segundo apareció ante sus ojos la madre biológica de la niña, una figura vestida de rojo bajo la lluvia, con los ojos abiertos y suplicando por una ayuda que nunca le fue concedida.
La pequeña Ragnhild intentó girarse.
La niña era preciosa. Tenía el pelo rubio y suave, los dientes blancos como la nieve tras los labios rojos y húmedos, y unas pestañas preciosas.
Se parecía a Billie.
Helen Bentley sonrió y acomodó mejor a la niña. El lugar en el que se encontraba era extraño, había tanto silencio… En la lejanía se percibía el zumbido del mundo del que se estaba ocultando, pero allí dentro había cinco personas que parecían evitar hablar las unas con las otras.
La bizarra asistenta estaba sentada junto a la ventana haciendo ganchillo. De vez en cuando chasqueaba repetidamente la lengua y miraba un enorme roble del exterior. Luego daba la impresión de que se calmaba a sí misma murmurando por lo bajo y volvía a concentrarse en su ganchillo de color rosa intenso.
La madre de la niña era una mujer fascinante. Cuando le contó la historia de Warren, dio la impresión de que nunca antes se la había contado a nadie. En cierto sentido le produjo la impresión de que compartían un mismo destino. Resultaba paradójico, pensó, pues su secreto consistía en que ella misma había traicionado, mientras que Inger Johanne había sido traicionada por otro.
«Nosotras las mujeres y nuestros malditos secretos —pensó—. ¿Por qué somos así? ¿Por qué sentimos vergüenza tengamos motivos o no? ¿De dónde sale esta opresiva sensación de cargar siempre con una culpa?»
A la mujer de la silla de ruedas no había quién la entendiera.
Permanecía ahí sentada, al otro lado de la mesa de la cocina, con un periódico en el regazo y una taza de café en la mano. No daba la impresión de estar leyendo. El periódico llevaba un cuarto de hora abierto por la misma página.
Helen todavía no entendía bien quién estaba relacionado con quién en aquel hogar. Por alguna extraña razón no le importaba. Por lo general, su fuerte necesidad de tenerlo todo controlado hubiera hecho que la situación le resultara insoportable, pero allí estaba tranquila, como si aquellas ambiguas constelaciones contribuyeran a tornar más natural su absurda presencia.
No le habían planteado una sola pregunta desde que se despertó al amanecer. Ni una sola.
Era increíble.
La niña de su regazo se incorporó somnolienta. Sintió una ráfaga del dulce olor de la leche y el sueño cuando la niña la miró con recelo y dijo:
—Mamá. Quiero ir con mamá.
La asistenta se levantó con una rapidez que no se le hubiera atribuido a su flaco cuerpo tullido.
—Tú te vas a venir con la tía Marry. Y vamos a sacar los juguetes de Ida,
pá
que las señoras puedan quedarse aquí un rato, en paz.
Ragnhild se rio y alargó los brazos hacia ella.