Una Discriminacion Universal (5 page)

Read Una Discriminacion Universal Online

Authors: Javier Ugarte Perez

BOOK: Una Discriminacion Universal
2.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

A la vez, para hacer creíble la propaganda el Estado premiaba a los matrimonios excepcionalmente prolíficos —cuya imagen y anécdotas personales eran reproducidas por la radio y la prensa— y promocionaba la imagen de la mujer como responsable de la higiene familiar. Cuando los gobernantes mantenían buenas relaciones con la Iglesia, la institución ayudó a conseguir esos objetivos con la promesa del cielo a quien mostrase tanta obediencia como para asumir las normas dictadas y lo hiciese, además, con responsabilidad y valor de ejemplo. Como el modelo de familia y la vivencia del género tienen poco de natural, no resulta tan difícil modificar sus patrones; lo arduo es alcanzar el éxito en poco tiempo y a un coste reducido. Al suprimir las elecciones libres y la democracia representativa, los dirigentes fascistas creían contar con plazos suficientes para lograr sus objetivos bajo los supuestos que manejaban; quizás lo hubiesen conseguido si, fruto de su propia ansiedad, no hubiesen desencadenado la Segunda Guerra Mundial. Con su derrota, concluyó el gobierno de Hitler y el de Mussolini. En cambio, Franco y Salazar no fueron los causantes de ese conflicto como no se vieron combatidos por las fuerzas de los Aliados y gozaron de un dilatado periodo de tiempo para alcanzar sus metas. En ese esfuerzo, abrieron sus naciones a la inversión extranjera y les aseguraron la paz social a través del control de la fuerza de trabajo; para ello prohibieron la actuación de sindicatos libres y la convocatoria de huelgas. El resultado de su política fue que la Península Ibérica se convirtió en un territorio donde las empresas multinacionales —por ejemplo, de las industrias del motor— producían con costes laborales más bajos y menor carga impositiva que en otros países europeos.

Una heterosexualidad opresiva

Una forma de animar a los sujetos a casarse y procrear era no dejarles la posibilidad de tomar otro camino, por cruda que resulte la afirmación. En los países de tradición católica existía la alternativa de ingresar en las filas de la Iglesia, decisión que era aceptada socialmente e, incluso, valorada; por supuesto, implicaba el celibato. Los gobiernos aceptaban esas pérdidas si conseguían que quienes no tomaban los hábitos se casaran y tuvieran descendencia. Por su parte, la institución religiosa se hacía perdonar por el Estado esa sustracción de sujetos productivos al animar, cuanto podía, a la procreación de los seglares. Al margen de la sentencia bíblica «Creced y multiplicaos», las cartas y encíclicas papales que se promulgaron a partir del Concilio Vaticano I (1869-1870) no dejan lugar a dudas sobre el compromiso de la Iglesia a favor de los hábitos naturales, su crítica a la búsqueda del placer como fin en sí mismo y la prohibición de los métodos anticonceptivos, bajo la justificación de que atentaban contra la naturaleza concebida por Dios. No resulta imprescindible que la Iglesia exprese sus objetivos para colegir que la consecuencia de seguir sus consejos se traduce en una alta natalidad. Las naciones en las que esa creencia religiosa era mayoritaria y se encontraba respaldada por las autoridades perdían efectivos por las vocaciones que se dirigían al monacato, pero lograban una ayuda muy valiosa en su política a favor de una fecundidad en ascenso
{14}
.

Si se considera positivo el balance de la actuación eclesiástica es porque lo perdido por un lado se ganaba con creces por el otro
{15}
; de no ingresar en la institución religiosa no existían otras opciones que el matrimonio para llevar una existencia respetable. Quienes permanecían solteros se convertían en ciudadanos que gozaban de menor consideración que los casados —los solterones y las solteronas— y, con el paso del tiempo, iban minando su futuro en un contexto en el que las ayudas sociales brillaban por su ausencia y, de existir, por su exigüidad. En los regímenes fascistas la familia constituía la base de la vida presente y futura de cada sujeto; en ella, sometida a su control, estrecheces, satisfacciones y apoyo mutuo, se enraizaba la persona en el mundo. Si el individuo no contraía matrimonio, o lo hacía pero no alumbraba descendencia, su ancianidad se anunciaba con mal cariz. En Estados donde no existen las pensiones de jubilación —como fue el caso del franquista durante mucho tiempo— o donde sólo una parte de la población accedía a ellas, la descendencia era una apuesta para encarar el futuro en mejores condiciones. Aunque el Estado o la Iglesia asistieran a los necesitados, lo más probable es que la ayuda resultase insuficiente para llevar una vida decorosa, si se dependía sólo de ese dinero. Era imprescindible la existencia de una cabeza de familia que trabajase y compartiese sus ingresos. La familia, como sigue sucediendo en la actualidad en los países latinos, actuaba como sistema de protección que cubre los riesgos que no asumen las autoridades públicas.

En las casi cuatro décadas a lo largo de las que se prolongó el régimen, las parejas tuvieron que prescindir de una parte de sus escasos bienes para alimentar y vestir a una prole media o numerosa, ya que las técnicas anticonceptivas estaban prohibidas. El Cielo les recompensaría por su sacrificio en el futuro lejano; en el cercano lo harían sus descendientes tiempo después, cuando sus progenitores no pudieran valerse por sí mismos. Conviene matizar: más que sus hijos, cuando llegaran a mayores se ocuparían de ellos sus hijas por la presión social que existe para que la mujer se convierta en veladora de enfermos, niños y ancianos, incluso a principios del siglo XXI. En la apuesta por producir sujetos con el menor empleo de recursos, al más bajo coste, se revela la necesidad de perseguir la homosexualidad; la misma finalidad cumplía la prohibición de usar preservativos y pildoras anticonceptivas, así como la penalización del aborto. Todas esas medidas apuntaban hacia el mismo objetivo: incrementar los efectivos de la nación. Medidas similares había puesto en práctica el régimen hitleriano al crear, en 1934, dentro de la Policía Secreta del Estado —es decir, de la Gestapo— una división para perseguir homosexuales. Dos años más tarde, Himmler creó una Oficina Central para combatir la Homosexualidad y el Aborto, la Oficina Especial (IIs); así quedaban unidos ambos fenómenos en un objetivo común: el incremento de la natalidad. El nazismo, con sus amplios recursos, pudo prescindir de ayudas externas para lograr sus objetivos; en cambio, Franco tuvo que apoyarse en instituciones tradicionales para conseguirlos. Utilizando unas fuentes mínimas de información y represión, el régimen cosechó grandes resultados.

La introducción de la homosexualidad como figura delictiva dentro del sistema legal tenía la finalidad de restringir las opciones a las que se enfrentaba cada sujeto. La soltería era una, pero se respetaba poco porque se veía como muestra de egoísmo u orgullo, incluso de rareza. Cuando la persona estaba sana y carecía de defectos físicos, era exponente de una originalidad mal entendida o de un deseo de independencia que no tenía cabida en la sociedad de la época
{16}
. Desde el punto de vista de la inversión vital, se trataba de una elección desaconsejable. La ordenación sacerdotal o la entrada en un convento eran opciones respetables, pero no todo el mundo se sentía atraído —ni tenía la fuerza de voluntad necesaria— para apuntarse a ese tipo de vida. A su vez, optar por la homosexualidad como opción exclusiva suponía un riesgo por un conjunto de factores que iban de la falta de información para conocer a personas con la misma orientación a las dificultades para mantener relaciones con ellas, dado el control social sobre la vida de cada sujeto. También se trataba de una elección peligrosa, por la presión que realizaba la policía sobre los lugares de encuentro, a la vez que desaconsejable por las desventajas del individuo de cara al futuro, sin descendientes que se ocuparan de él/ella.

Ante ese panorama, no es de extrañar que una mayoría de personas contrajera matrimonio; entre quienes lo hicieron se encontraban muchos homosexuales de ambos sexos. Al casarse, eliminaban sospechas sobre su inclinación íntima y se aseguraban un futuro a través de los hijos. Los varones, además, podían disponer del tiempo y los recursos que la mayoría de sociedades tradicionales tolera a los hombres adultos en su búsqueda de cierto tipo de desahogos, al margen de la vida en familia. Al unirse con personas de su sexo —en lugar de contratar prostitutas— el sujeto corría importantes riesgos, pero el matrimonio tapaba muchos de ellos al convertir en absurdas las sospechas; asunto diferente sería que el individuo fuera muy imprudente o tuviera la mala suerte de ser sorprendido en flagrante delito. Aun en ese caso, y a falta de antecedentes criminales, era probable que el juez se apiadara del infractor pensando en la necesidad que tenían sus hijos de un padre que les enseñase a ser buenos ciudadanos, y su mujer de un marido que le hiciese compañía y aportase el salario para mantener a la familia. Peor destino aguardaba a los solteros que se enfrentaban a la misma situación.

El hecho es que se empleaban recursos públicos para asegurarse que la puerta a la homosexualidad estuviera clausurada; si esa apuesta se realizó tanto en naciones con medios económicos (por ejemplo, Alemania o Francia) como en las que carecían de ellos (caso de España o Portugal) es porque ese empeño constituía una opción rentable. Las apuestas políticas y las inversiones conllevan ganancias o pérdidas según los resultados que generan y el plazo en el que lo hacen; la represión de la sexualidad no reproductiva—y de las técnicas anticonceptivas que la ayudaban— mostró en todas partes una feliz tendencia a producir aquello que buscaron los gobernantes: parejas estables que llevaban sobre sus espaldas la crianza de una abundante prole y padres que cumplían su trabajo de forma intachable para alimentar a su familia. Los obreros no se preocuparían por reivindicaciones políticas o sindicales si el bienestar de los suyos se encontraba en juego. La industria obtenía grandes ganancias con ello: desde el punto de vista de la producción, encontraba la dócil mano de obra que necesitaba para conseguir que las fábricas mantuvieran un buen funcionamiento, mientras que desde la perspectiva del consumo se beneficiaban de la existencia de un gran número de compradores de productos estandarizados, desde las primeras lavadoras automáticas a los automóviles SEAT 600, representantes del anhelo de consumo en España durante los años sesenta.

Unas empresas que trabajaban sin obstáculos e incrementaban sus ventas aumentaban también sus ganancias. Por otro lado, los gobernantes —especialmente, si eran fascistas— se protegían de posibles agresiones tras una natalidad prolífica y realzaban su importancia en el mundo gracias a la abundancia de una población —joven en su mayor parte— a la que adoctrinaban en sus objetivos políticos y de la que conseguían, con facilidad, que se manifestara en apoyo de las autoridades. Por esas razones, el tratamiento que los gobiernos dieron a la homosexualidad recibe su sentido desde un enfoque de la demografía como instrumento al servicio de los dos aspectos más relevantes de la política, la configuración de un modelo de sociedad y el logro de los beneficios económicos que lo sustentan. En contrapartida, el estudio de esas medidas ayuda a analizar los objetivos que perseguían los gobernantes, revela el origen de sus obsesiones y abre el camino para comprender la necesidad de una heterosexualidad que llegó a ser opresiva.

Sin embargo, junto a los resultados perseguidos, la bipolaridad del género tuvo repercusiones insospechadas para sus promotores, como el hecho de que los homosexuales también se distribuyeran según el rol masculino o femenino que fomentaban las autoridades. Así, dio lugar a la dicotomía chulos/locas (maricones/maricas), figuras reconocibles con distintos nombres, al menos, en Latinoamérica y en las naciones del sur de Europa. A su vez, esa dualidad originó otra: la marcada división sexual entre activos y pasivos, vigente mientras se mantuvo el modelo de sociedad que lo había engendrado. Resulta una ironía que el régimen interiorizara hasta tal punto esa división como para convertir algunas cárceles en centros especializados en su rehabilitación, según se asignara al sujeto a un lado u otro del linde de actividad sexual. Las prisiones de Badajoz y Huelva cumplieron ese papel: a la primera iban destinados quienes —en opinión de las autoridades— eran pasivos, mientras los activos eran enviados a la segunda. Si los supuestos de partida eran que el varón heterosexual se caracterizaba por su dinamismo en todos los ámbitos de su vida —incluido el uso de la violencia física— mientras la mujer asumía un papel pasivo y sumiso, los homosexuales tenían que ajustarse al mismo patrón. Lo hicieron para volver inteligible, de alguna manera, sus elecciones ante sí mismos y de cara a la sociedad de la época, en los escasos círculos de intimidad en los que podían encontrar respaldo. Así nacieron el
chulo
o maricón, homosexual activo y dominante, y la
loca
o marica, que ejercía un rol sexual pasivo que conllevaba la sumisión física
{17}
.

Las decisiones de las autoridades se traducen en consecuencias o productos que derivan de ellas; fue el caso de las redadas policiales, que resultaron de la inclusión de la homosexualidad dentro del corpus delictivo. Además, originan productos secundarios, no buscados pero coherentes con las finalidades que se persiguen, como la imposibilidad de que dos varones pudieran mantener una relación estable de pareja. Pero también originan subproductos, que son consecuencias no buscadas —y, a menudo, indeseables— de una operación física, biológica o social. Muchos resultados de este tipo son difíciles de erradicar y comprometen la valía de todo el proceso; subproducto del modelo heterosexual fueron el afeminamiento extremo de algunos varones y el travestismo, que el régimen perseguirá con saña por considerar subversiva la apariencia y modo de vida de quienes se visten de mujer y, a veces, se consideran tales, pese a haber nacido varones. Frente a los chulos, las travestís eran objetivos fáciles de reconocer por la policía, por lo que se ensañará con ellas. Pese a ello, los sujetos seguían vistiéndose de mujer e imitando el comportamiento de éstas; en las primeras marchas por los derechos encabezarán las manifestaciones. Aunque las fuerzas policiales se comportan con hostilidad, no se consigue eliminar la presencia del travestismo porque se trata de un subproducto de la heterosexualidad opresiva que difunden las autoridades, al obligar a los sujetos a encarnar a uno de los dos géneros.

Ante las presiones que recaen sobre el género masculino, algunos varones, por pocos que fuesen y pese al precio a pagar por su elección, eligieron el femenino. Otro factor de importancia que incidió en su existencia fue que la ideología oficial extremó el recato y la pureza de las mujeres. El resultado de esa fuerte apuesta fue que los travestís se convirtieron, junto a las prostitutas, en una opción asequible para varones que no podían acceder a relaciones sexuales con sus novias hasta que contraían matrimonio con ellas. Por lo tanto, pese a la represión, consistía en una opción que se presentaba a los homosexuales para mantener una vida sexualmente activa. Ahora bien, en los años finales de la década de los sesenta el desarrollo económico conllevó una amortiguación de las necesidades ideológicas que mantenían la rigidez de estas divisiones. El proceso permitió la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y supuso el inicio de su liberación de los roles tradicionales, así como su asunción de papeles (y formas de vestir) que tradicionalmente pasaban por masculinas. El mismo proceso conllevó el declive de la bipolaridad homosexual y la aparición de la identidad gay, que no se clasifica según los roles anteriores porque se siente cómoda en la masculinidad, tanto si el varón prefiere ser activo en el plano sexual como si opta por la pasividad.

Other books

Maison Plaisir by Lizzie Lynn Lee
DUALITY: The World of Lies by Paul Barufaldi
Street Kid by Judy Westwater
Roberta Gellis by A Personal Devil
Mirror of My Soul by Joey W. Hill
Queen of Jastain by Kary Rader
Love Letters From a Duke by Elizabeth Boyle
MARTians by Blythe Woolston
Secret Lolita: The Confessions of Victor X by Donald Rayfield, Mr. Victor X