Aunque tardase algunos meses en conocer a Wild, le había visto muchas veces por la ciudad. Todos le habíamos visto, ya que Wild procuraba dejarse ver, apareciendo en las ferias y en la Fiesta del Alcalde y en los días de mercado, montando a caballo con sus hombres haciendo de séquito, ordenándoles que apresaran a los rateros como si liderase un pequeño ejército. Supongo que si en Londres tuviéramos algún cuerpo que se dedicase a aprehender criminales, lo que los franceses llaman una police, un hombre como Wild nunca hubiese alcanzado tan gran poder, pero los ingleses son muy vivos a la hora de denunciar recortes en sus libertades, y dudo seriamente que veamos algún día una police en esta isla. Wild se aprovechó de esta laguna en los reglamentos, y tengo que admitir abiertamente que cuando lo veía subido al caballo, elegantemente vestido, señalando aquí y allá con su bastón ornado, no podía evitar admirarle.
Para cuando Wild y yo nos vimos las caras, se había mudado a la taberna llamada Cooper's Arms, donde montó su «Oficina para la Recuperación de Objetos Perdidos y Robados». Con cierta vergüenza he de narrar la historia de mi primer encuentro con Wild, porque es una historia sobre mi propia debilidad. Mi nuevo negocio de apresador de ladrones prosperaba —debido en gran medida, sospecho, más a la suerte que a la habilidad—, pero la suerte empezó a fallarme el día que emprendí el encargo de un comerciante adinerado cuya tienda había sido asaltada, con el resultado de que habían desaparecido media docena de libros de contabilidad. Antes de volverse unos descarados, los faltreros de Wild preferían robar libros mayores y carteras, y otros objetos que sólo tenían valor para sus dueños, puesto que si los robos llegaban a los tribunales, los bienes sin valor intrínseco no podían llevar a los autores de su hurto a la horca.
De una forma muy similar a la de mi nueva amistad, Sir Owen, este mercader requirió mis servicios porque había comprendido el juego de Wild y se negaba a pagarle por lo que él mismo se había llevado. A diferencia de Sir Owen, no estaba dispuesto a pagarme el doble de lo que le cobraría Wild, y me propuso una libra por libro, que acepté de buen grado, ya que deseaba fervientemente tener la oportunidad de ganarle a mi competidor en su propio juego.
Yo conocía bien a la clase de fulanos que robarían libros de contabilidad, así que hice un repaso de los dispensarios de ginebra, las tabernas y las posadas, buscando a los hombres que creía que podían tener los libros. Pero era en esta época cuando Wild comenzaba a descubrir el placer de denunciar a sus propios ladrones y, con tres miembros de su ejército ahorcados en la última jornada de ejecuciones, todos los hombres con los que hablé mantuvieron un cauto silencio: ninguno de ellos deseaba contrariar a Wild.
Me pasé una semana entera haciendo preguntas y ejerciendo presión sobre los hombres más débiles, pero no encontré ni rastro de los libros que buscaba. Entonces se me ocurrió un plan que, ahora me ruborizo al recordarlo, me pareció de lo más ingenioso. Iría a la Oficina de Objetos Perdidos de Wild en el Cooper's Arms y pagaría de mi bolsillo por los bienes de mi mercader. Aunque aquella transacción no me proporcionara beneficio alguno, podría devolverle al mercader su propiedad, y él le hablaría a todo el mundo de cómo yo era capaz de encontrar los objetos robados por Wild. La razón por la que creí que sería capaz de recuperar objetos en el futuro, aun cuando no fuera capaz de recuperar éstos en el presente, todavía se me escapa.
De modo que, en una tarde calurosa de junio, entré en la guarida de Wild, una taberna oscura que olía a moho y a licor. El Gran Hombre estaba sentado a una mesa en el centro de la habitación, rodeado de sus secuaces, que le trataban, ciertamente, como si fuera un sultán. Wild era un hombre corpulento: tenía el rostro ancho, la nariz afilada, la barbilla puntiaguda, y sus ojos brillaban como los de un arlequín. Tal y como iba vestido, como un hombre de mundo, con su chaqueta amarilla y roja y su peluca pequeña y aseada bajo un sombrero cuidadosamente ladeado, me pareció un personaje ridículo en una comedia de Congreve, pero me di cuenta inmediatamente de que no debía tomar esta frivolidad al pie de la letra. No digo que estuviera jugando a ser vistoso, porque eso induciría a confusión, pero parecía el tipo de persona que, en mitad de una celebración, pudiera estar pensando en cómo jugársela al hombre que le estaba sirviendo el vino.
Cuando entré estaban efectivamente en mitad de una celebración; había oído en la calle que, justamente aquella mañana, Wild había apresado a una banda de media docena de pellejeros —ladrones que roban caballos, los sacrifican y luego venden las pieles— y estaba de un humor la mar de jovial ante la perspectiva de cobrar cuarenta libras por cabeza como recompensa. En el momento de entrar vi a tres canallas beberse una jarra entera de cerveza de un solo trago. Un bufón borracho se paseaba por la estancia, arañando un violín de forma espantosa, pero su libertino público pisoteaba el suelo y bailaba pese al caos.
Inclinándose sobre Wild estaban su fulana preferida, Elizabeth Mann, junto a una docena de sus lugartenientes. Entre ellos se encontraba una pobre bestia llamada Abraham Mendes, el soldado en quien Wild más confiaba y que, me avergüenza decirlo, era un judío de mi propio barrio. Mendes y yo habíamos ido juntos a la escuela de niños, y yo incluso había mantenido una especie de cauta amistad con este muchacho amenazador que hasta a mí me parecía violento y peligroso. Le había visto con frecuencia en compañía de Wild, pero no había hablado con él desde los doce años quizá, y le habían expulsado del colegio por intentar sacarle un ojo al maestro con un puntero de la Tora. Ahora era un individuo de aspecto animoso, endurecido por la mala fortuna; su rostro, que lucía el aire retorcido y deforme de alguien curtido en más peleas aún que yo mismo, presentaba ahora la fisonomía gris de la apatía más abyecta.
Al entrar, Mendes alzó la mirada y encontró la mía, como si llegara tarde a una cita concertada. Sin cambiar de expresión, se inclinó hacia delante y murmuró algo al oído de Wild. El apresador asintió, y luego dio una palmada en la mesa como un juez golpeando con el mazo: calló el violín, los juerguistas se detuvieron en seco, y se hizo un silencio tenso.
—No podemos permitir que nuestro buen humor perjudique el negocio —anunció Wild—. La Oficina de Objetos Perdidos permanece abierta.
La fulana y buena parte de sus secuaces desaparecieron en un instante, desvaneciéndose sigilosamente en el interior de los cuartos traseros. Sólo se quedó Mendes, callado y en pie detrás de su señor como una estatua diabólica.
Wild se levantó y dio unos cuantos pasos al frente, puede que exagerando su famosa cojera. Había quienes afirmaban que su defecto era falso, que lo fingía a lo mejor para que el mundo le considerase menos peligroso, pero yo no me lo creía. Yo también había sufrido una lesión en la pierna, y conocía la diferencia entre una cojera verdadera y una falsa.
—Por favor, pase y tome asiento —dijo, y señaló una silla frente a su mesa—. Perdonará los festejos de mis compañeros, pero ha sido una mañana fructífera, señor Weaver.
El sonido de mi propio nombre me golpeó los oídos como una bofetada, y ya no quería hacer otra cosa que huir. Había sido muy tonto por pensar que podría recuperar aquellos libros de manera anónima, que Wild nunca me reconocería. No podía tragarme mi orgullo y decirle lo que quería. Toda la ciudad se reiría de mí. Pero era demasiado tarde para echarme atrás, así que di un paso al frente y me senté despacio mientras él hacía lo mismo.
No dije nada.
Wild sonrió, zalamero como un comerciante.
—¿Le apetecería tomar algún refrigerio?
Seguí sin decir nada. No se me ocurría nada que decir, así que esperé que encontrara mi silencio amenazador.
—Señor Weaver, no puedo ayudarle si no me cuenta la naturaleza del problema. ¿Ha perdido usted alguna cosa? —agitó las manos en el aire como si intentase que le vinieran a la mente algunos ejemplos—. Quizá unos… ¿libros de contabilidad?
Me sentí como un niño a quien han pillado haciendo una travesura. No me sorprendía que Wild supiera lo que yo buscaba: la única sorpresa era no haberlo previsto; llevaba una semana haciendo preguntas a sus hombres, y profiriendo amenazas, y no debí confiar en que él fuera a hacer la vista gorda ante un hombre que intentaba hacerse un hueco en el negocio de apresar ladrones.
No podía irme, y no podía pedirle ayuda. Mi única opción, y era una opción que en el pasado me había traído tanta suerte como lesiones, era la bravata.
—Sé que tiene usted los libros —le dije—. Los quiero.
Wild fingió no haber oído mi amenaza.
—Ha llegado a mis oídos que ha estado usted haciendo averiguaciones por la ciudad, y creo que es posible que yo pueda ser capaz de encontrarle esos libros. Como usted sabe perfectamente, yo no cobro por mis servicios aquí en la Oficina de Objetos Perdidos, pero puede que tenga que ofrecerle a la persona en cuyas manos se encuentran estos bienes alguna bonificación. Estoy seguro de que una libra por libro será suficiente.
Mi deseo más ferviente era el de romper su mueca de falsa complacencia contra la mesa, pero sabía que éste no era lugar para violencias. Mendes tenía los instintos de un animal: entornó los ojos e hinchó las narices, como si oliese mis pensamientos, y sacó pecho como para amedrentarme.
Girándome para darle la cara a Wild, me erguí en la silla y saludé su brillante mirada con mis cansados y sin duda opacos ojos.
—No tengo intención de participar en sus jueguecitos, señor. Los hombres de su banda robaron los libros. Si no me los entrega, le aseguro que haré uso de la ley para que responda usted por ellos.
Mendes dio un paso al frente, pero Wild sacudió la cabeza.
—¿La ley, dice usted? ¿Qué temor le tengo yo a la ley? Yo soy el servidor de la ley, señor Weaver, y todo Londres me aplaude. ¿Tiene usted alguna prueba que me relacione con este robo? ¿Hay algún testigo que vaya a decir mi nombre? ¡La ley, pues sí que estamos buenos! Hubo una época en la que creí que podría divertirme con usted, pero ahora veo que sus palabras no son más que una pompa de jabón.
—No debería usted subestimarme —dije, esperando que mi voz confiriera alguna fuerza a mis palabras. Sólo deseaba estar en otra parte, puesto que en esta partida verbal él sin duda llevaba todas las de ganar.
—Oh —dijo riendo—. Yo nunca subestimo a nadie. Ése es mi secreto, ¿sabe? Creo que valoro sus talentos en su justa medida. Dígame, ¿cuánto espera usted ganar este año? Puede que consiga dos o tres recompensas, y alguna triste libra de aquí o de allá ¿Cuánto habrá logrado? ¿Cien libras? ¿Ciento cincuenta? Si quiere usted venir a trabajar para mí, Weaver, le pagaré doscientas libras al año.
Me puse en pie y me incliné ligeramente hacia delante, lo justo para poder mirar al Gran Hombre desde arriba mientras hablaba. Por el rabillo del ojo vi a Mendes, que hacía algún vago gesto amenazador, pero no me molesté en hacerle caso. Sabía que no iba a tocarme sin permiso de su amo.
—Desprecio su oferta —le dije a Wild.
Mendes se me acercó desde detrás de la silla de Wild, así que, para demostrar este desprecio, me di media vuelta y me fui tan despacio como pude, para que nadie pudiese alegar que me había escapado de la reunión. Supongo que hice la salida más digna posible de tan bochornosa visita.
Albergaba la esperanza de no tener nada más que ver con Wild durante algún tiempo, pero al día siguiente me honró con sus burlas enviándome los libros de cuentas que buscaba, acompañados de una nota que decía sólo: «Saludos». Devolví los libros a su agradecido dueño, que se encargó de anunciarle al mundo que Benjamin Weaver había recuperado los libros robados por Wild.
Fue un momento amargo para mí, un momento que he intentado olvidar con todas mis fuerzas, pero no me engaño demasiado si digo que Jonathan Wild vivió para lamentar ese gesto de desprecio.
De mi encuentro con Wild aprendí que en efecto era un hombre peligroso, pero también que era muy capaz de dar un tropiezo por el exceso de confianza en su propio poder. Anteriormente, aquel mismo año, Wild había escapado indemne de un juicio por delitos graves que amenazó con sacar a la luz pública sus criminales estrategias y acabar con él para siempre, y más recientemente se había recuperado de una enfermedad tan severa que los periódicos llegaron a anunciar su inminente fallecimiento. Estas escapadas por los pelos, según yo había oído, no le habían enseñado a Wild que él también era objeto del infortunio de los hombres; él había aprendido otra lección: la de ser inmune a los ataques, ya provinieran del hombre o de la naturaleza.
No supuse ni por un momento que Wild fuese consciente de que me estaba perjudicando al denunciar a Kate Cole, pero no podía arriesgarme a que se enterase de la verdad. Wild la había traicionado en su propio beneficio, la había dispuesto para la doble cruz, y yo pensé que mi única opción ahora era convertirla en mi criatura.
Tras regresar del Bawdy Moll's, volví a disfrazarme de caballero empelucado, y me dirigí a la prisión de Newgate, donde estaba encerrada Kate. Mi trabajo me había llevado hasta Newgate en numerosas ocasiones, y no tenía intención alguna de adentrarme más profundamente de lo necesario en el corazón de la bestia. Ningún lugar del mundo se parece más a la idea cristiana del infierno que ese foso de cuerpos condenados y podridos, despojados incluso de los residuos de la dignidad. Por el bien de Kate, sólo podía esperar que hubiese convertido lo que conservaba de los bienes de Sir Owen en dinero, para poder costearse así algo más que el alojamiento común dentro de la cárcel. En Newgate, o se resguardaba de la vil morralla o habría de soportar el asalto despiadado al poco honor que le quedara.
A medida que me acercaba, vi de lejos cómo se reunía una multitud, y me di cuenta enseguida de que en el patio había un hombre en la picota. Unas cuantas docenas de mirones se habían congregado para dar vivas en su desgracia y golpearle con huevos podridos y fruta, y a veces con cosas más contundentes, porque el pobre infortunado sangraba por heridas profundas en la cabeza, y tenía un ojo hinchado y negro y quizá del todo destrozado. Un cartel indicaba que estaba acusado de sedición jacobita, un crimen capaz de desencadenar la violencia más odiosa por parte de la muchedumbre. Muchos hombres acusados y castigados por lo mismo no habían logrado sobrevivir a tres días en la picota. Mientras me apresuraba a pasar de largo, un rufián de entre el gentío le arrojó una manzana con fuerza asesina, gritando: «¡Esto por el rey Jorge, papista hijo de puta!». No puedo confirmar que aquel hombre albergara verdadera lealtad hacia nuestro Rey, pero el placer, para él, residía en la agresión. La manzana llegó bien alto y estalló contra la madera por encima de la cabeza del prisionero, sobre la que llovió fruta podrida. Un par de vendedoras de ostras se paseaban por el patio, anunciando a gritos su mercancía, y los hombres y las mujeres de la muchedumbre devoraban los frutos marinos mientras contemplaban alegremente al hombre al que estaban torturando, quizás hasta la muerte.