Seguía dudando de mi decisión de dejar a Kate irse sin más, pues si llegaba a asociarse mi nombre al asunto pasado mucho tiempo del incidente, mi reticencia a dar la cara se interpretaría sin duda como culpabilidad. No era aún demasiado tarde para contarle mi historia al juez si así lo deseaba. Había pasado tiempo como proscrito, y había vivido también entre proscritos, de modo que no iba a entregar a una mujer para que fuera ajusticiada simplemente por ser ésta la medida más conveniente.
Comprenderá usted pues, lector, por qué me dejaba en lugar tan vulnerable la afirmación del señor Balfour de que mi padre había sido asesinado, porque los acontecimientos de la noche anterior obviamente habían agudizado mi sensibilidad. Me llevó casi una hora tranquilizarme tras la partida de Balfour, y, cuando empezaban mis ánimos a calmarse, la señora Garrison hizo pasar a Sir Owen. Me había puesto en contacto con él a primera hora de la mañana para hacerle saber que tenía su cartera en mi poder, y cuando llegó, entró en mi despacho con jovialidad desenfrenada. Acercándose a mi mesa, desde donde yo le esperaba de pie para saludarle, me palmeó cordialmente los brazos, como si yo fuera un compañero de partida de naipes.
—Son muy buenas noticias, Weaver —me dijo, balanceándose alegremente sobre los talones—. Buenas noticias, sí señor. Van a ser las cincuenta libras mejor empleadas de toda mi vida.
Abrí el cajón de mi escritorio, saqué la cartera y se la entregué. Me la arrebató del mismo modo que he visto a los tigres expuestos en Smithfield echar la zarpa a su ración diaria de carne. Sí, me pareció que había algo cercano al hambre en su forma de desabrochar la tira de cuero que mantenía cerrada la cartera y empezar a manosear ansiosamente las hojas sueltas de papel que contenía. Me senté, intentando fingir que atendía a otra cosa y que no estaba escudriñando el contenido del librito. Sir Owen había sido poco juicioso al llevar la cartera encima: vislumbré los billetes bancarios que había mencionado; si Jemmy o Kate hubieran llegado a saber lo que eran, los hubieran usado sin duda como papel moneda, pero Sir Owen no se alegraba de que estuvieran a salvo. A medida que iba completando el examen del contenido de la cartera, el barón se fue poniendo cada vez más nervioso, pasando las hojas con mayor urgencia. La exuberancia abandonó su ancho rostro, y sólo la silueta de su vivaracho semblante se mantenía ya en torno a unas facciones cenicientas.
—Aquí no están —murmuró, empezando de nuevo desde el principio del libro.
Pasaba las hojas tan aprisa que me hubiera sorprendido que lograse encontrar alguna cosa. No creo ni que estuviera mirando ya, sólo el pánico le hacía seguir pasando hojas.
—No están —dijo otra vez—. No están aquí.
Yo no tenía ni idea de qué era lo que no podía encontrar, pero me estaba poniendo muy nervioso. Había dado por hecho que una vez que el barón hubiera abandonado mis dependencias con la cartera en el bolsillo habríamos llegado al final del asunto. Ya no parecía que fuera a ser así.
—¿Qué es lo que echa en falta, Sir Owen?
Se quedó inmóvil un momento y luego me afrontó con una mirada helada y feroz. Estaba tan acostumbrado a ver al barón alegre y jovial que no había tenido en cuenta que, como todos los hombres, era también capaz de sentir ira. La severidad de su mirada me decía que sospechaba que yo había cogido lo que le faltaba. La verdad es que yo ni siquiera había examinado la cartera, aparte de para cerciorarme de que efectivamente era suya. Admito que si la noche no hubiera concluido de manera tan violenta, seguro que habría estado tentado de inspeccionar más de cerca el contenido, e incluso podría haber sucumbido a esa tentación, pero el tener las manos manchadas de sangre me había inspirado para mantenerme limpio de pecado a todos los demás efectos.
Y sin embargo, cuanto más me estudiaba Sir Owen, más imbuido por la culpa me sentía: la culpa que sólo sienten los inocentes bajo intenso escrutinio. Es algo inexplicable. Yo he sido culpable de muchas cosas a lo largo de mi vida y siempre he plantado cara a mis acusadores con tranquila seguridad. Ahora, bajo la mirada condenatoria de Sir Owen, me ruboricé y perdí los nervios. La cartera, al fin y al cabo, era mi responsabilidad. ¿Se me habría caído algo? ¿Me habría faltado diligencia a la hora de rebuscar en el cuarto de Kate? Mi mente examinó todas las posibles rutas del fracaso.
Fue a esta culpa sin sentido a la que respondió Sir Owen. Sus ojos se rasgaron. Se puso en pie para erguirse hasta una altura intimidadora.
—¿Intenta usted jugar conmigo, señor? —me preguntó con un rugido quedo. Pude oler su aliento amargo desde mi asiento.
Sentí que los músculos de mi rostro se mudaban de la culpa sin objeto a la indignación encendida. Ahora que la acusación había sido formulada me erguí en una postura más desafiante. Me di cuenta, sin embargo, de que en nada convendría a mi reputación que diera muestra alguna de estar enojado, de modo que, serenándome, rebatí directamente la acusación de Sir Owen.
—Señor, vino usted a mí por recomendación de muchos caballeros. Le reto a que encuentre a uno sólo que pueda atribuirme un engaño de cualquier tipo, bajo cualquier condición. ¿Va usted a desmentirme?
Debo decir con toda humildad que, aunque no estaba ya en mi plenitud y sin duda no era ya el hombre que fui cuando peleaba en el cuadrilátero, presentaba una figura imponente. Sir Owen se acobardó. Dio un paso atrás y bajó la mirada. Parecía que no quisiera desmentirme en absoluto.
—Lo siento, señor Weaver. Lo que pasa es que todavía falta algo. Algo que para mí tiene más valor que toda la información y los billetes bancarios que contiene esta cartera —dijo mientras volvía a sentarse—. Quizá haya sido culpa mía. Debí asegurarme de que usted supiese lo que tenía que buscar.
Agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.
—¿Qué es lo que ha perdido? —le pregunté en un tono más amable. Sir Owen se había ablandado (casi se había venido abajo) y consideré necesario ablandarme yo también.
Levantó los ojos, el abatimiento inscrito en su rostro antes jovial.
—Es un legajo de papeles, señor —dijo. Se aclaró la garganta e intentó recuperar el sosiego—. Papeles de carácter personal.
Empecé a comprender la situación más claramente.
—¿Falta algo más, Sir Owen?
—Nada de importancia —sacudió la cabeza despacio—. Nada que salte a la vista.
—¿Y podría alguien que inspeccionase ese libro saber que esos papeles tenían valor para usted?
—Alguien que supiera lo suficiente sobre mí. Y un hombre semejante sabría cuánto valoro su recuperación.
Pensó durante un momento antes de continuar.
—Pero son varias páginas, y esa persona tendría que leerlo todo. Y, como le digo, esa persona tendría que saber mucho acerca de mi vida privada.
—Y, sin embargo —medité en voz alta—, es indudable que una persona lo suficientemente letrada como para conocer el valor de un paquete de cartas privadas, conocería también el valor de los billetes de banco que todavía siguen en la cartera. ¿Le falta algún billete?
—Creo que no. No.
—Me parece poco probable que los papeles hayan sido sustraídos intencionadamente —razoné—. Porque ¿quién robaría los papeles para luego dejar los billetes? ¿Es posible que esos papeles se hayan caído? ¿Que no estuvieran bien sujetos?
Sir Owen reflexionó un momento ante éstas observaciones. Tenía el rostro repentinamente surcado de arrugas, y los ojos inyectados en sangre.
—Es posible —dijo—. No puedo decir a ciencia cierta cómo se pusieron de broncas las cosas con la prostituta, ya sabe. Y una vez tuvo mis pertenencias en su poder, puede que no reparase en ser cuidadosa. Podrían haberse caído, sí, claro.
—¿Pero le parece poco probable?
—Señor Weaver, necesito que me devuelvan esos papeles. —Sir Owen cruzó las piernas y luego las volvió a cruzar del otro lado—. Le daré cincuenta libras adicionales para que los recupere. Cien libras si puede hacerlo en menos de veinticuatro horas.
No andaba en absoluto sobrado de dinero, pero veía ahora una oportunidad mayor en el encargo. Si podía ponerle remedio al problema de Sir Owen, él no sería luego avaro en sus elogios.
—Usted me ofrecía ya cincuenta libras por devolverle la cartera con su contenido. Aún no he cumplido mi encargo. Encontraré esos papeles, señor, y no le pediré nada más.
A Sir Owen se le iluminó algo el rostro.
—¿No inspeccionaría usted, por casualidad, la zona por donde estaba escondida la cartera, o entre mis otras pertenencias?
—Señor, no hubo tiempo. Me temo que mi encuentro con la mujer resultó algo accidentado.
Procedí a informarle acerca de mis aventuras de la noche anterior. Esta confesión era imprudente, pero sentía la necesidad de asegurarme la confianza del barón. Y sabía que él comprendía de sobra su implicación en el asunto, ya que no me podían denunciar sin sacar a la luz pública el secreto de Sir Owen. Escuchó mí historia con grave concentración.
—Dios Santo —suspiró—. Éste es un dilema serio. Usted sabe que esa prostituta no debe hablar jamás. No podemos permitirle que le arrastre a usted a un juicio, y usted no debe arrastrar mi nombre consigo. Entenderá que no puede suceder tal cosa —su voz se elevaba a crecientes niveles de pánico—. No puedo permitir que tal cosa suceda nunca.
—Por supuesto —le dije, como tranquilizando a un niño—. Me ha dejado claro que su privacidad es de fundamental importancia, y yo la trataré como tal. Mientras tanto, creo que he trasladado a Kate la necesidad de guardar silencio y de abandonar Londres. Por ese lado hay poco que temer.
Estaba exagerando las circunstancias, pero era importante apaciguar la ansiedad del barón. Habría tiempo de sobra para lidiar con Kate Cole si resultaba revoltosa.
—Debemos concentrarnos ahora en encontrar sus documentos —continué—. Si los papeles se cayeron de la cartera, o resulta que estaban entre sus demás posesiones, entonces siguen aún con las cosas de Kate, dondequiera que estén.
Sir Owen emitió un suspiro desesperado y, viéndole necesitado, me levanté para ofrecerle algún refrigerio.
—¿Le apetece un poco de vino?
Se ruborizó.
—Me temo que el vino no será suficiente, señor. ¿Tiene usted ginebra?
No tenía. Conocía demasiado bien lo insidiosa que llegaba a ser la ginebra por los infortunados con quienes mi oficio me ponía en contacto casi diario. Barata, insípida y potente, causaba estragos en las mentes y en los cuerpos de incontables miles de londinenses, y yo tenía poca confianza en mi naturaleza indulgente frente a tan poderoso veneno. En su lugar, le ofrecí un trago de licor escocés que mi amigo Elias Gordon me había traído de su tierra en su última visita. Sir Owen olisqueó el vaso con vacilante curiosidad, achicando los ojos por el acre aroma a malta del licor. Asintiendo ausente mientras le advertía de la enorme fuerza del brebaje, procedió a catarlo con la lengua. Lo que encontró excitó su curiosidad y se tragó el contenido de una sola vez.
—Asqueroso —pronunció, tras arrugar la cara en un gesto que expresaba tanto repugnancia como una especie de imprevisto placer—. Los escoceses son unos animales, no hay duda. Pero es eficaz.
Se sirvió otra copa.
Me senté de nuevo y estudié con cuidado el rostro de Sir Owen, intentando calibrar su estado de ánimo. Su agitación espesaba el aire de la habitación como la humedad estival, y yo deseaba consolarle, aunque no sabía cómo. No podía imaginar la naturaleza de aquellos documentos, pero suponía que el barón temía que la información allí contenida pudiera caer en manos equivocadas.
—Señor —comencé vacilante—, quiero recuperar sus papeles extraviados. No creo que todo esté perdido. Tengo muchos contactos en Londres; puedo encontrar a Kate Cole y ella puede entregarme los documentos. Pero —continué despacio— debo ser capaz de distinguir el paquete cuando lo vea. Debo ser capaz de saber que tengo sus papeles, señor, y que los tengo todos.
Asintió.
—Veo que ante usted estoy indefenso, señor Weaver. Ha sido mi propia estupidez, tantas veces ejercida, la que me ha colocado en esta situación, y ahora debo rectificarla. Así sea —se irguió, adoptando una postura de mayor fortaleza—. Tendré que fiarme de usted.
—Le aseguro que nunca revelaré sus secretos.
Sonrió, como para mostrarme su confianza.
—Señor Weaver, ¿se interesa usted por los asuntos de sociedad, como matrimonios y demás?
Negué con la cabeza.
—Me temo que mi trabajo no me deja tiempo para entretenimientos de esa naturaleza.
—Entonces no habrá oído que tengo previsto casarme dentro de dos meses con la única hija de Godfrey Decker, el cervecero. Decker es un hombre rico y su hija acude con una dote considerable, pero a mí la riqueza no me importa nada. Es una boda por amor.
Con cierta incomodidad, asentí comprensivo. Quería evitar toda apariencia de cinismo, pero aunque consideraba a Sir Owen un hombre capaz de muy variados sentimientos, no estaba muy seguro de que el amor romántico fuera uno de ellos.
—Ha habido habladurías —continuó—, pues hace apenas un año que Anne, mi difunta esposa, pasó a mejor vida. No debe usted pensar que no me afectó, o que no me afecta todavía su pérdida. La amaba mucho, pero tengo un corazón susceptible, y en la soledad que acompaña la suerte de los viudos, Sarah Decker me ha brindado mucha satisfacción y felicidad. Pero el fallecimiento de mi mujer no es tema sencillo, señor, ya que murió de una enfermedad que yo le contagié —hizo una pausa para suspirar profundamente—. Una enfermedad que yo, a mi vez, contraje en una aventura amorosa.
—Comprendo —dije después de un momento, con el deseo de llenar el silencio, pero sintiéndome como un cretino por haber hablado. Sir Owen no era en absoluto el primer caballero elegante de Londres en contagiar de gonorrea a su propia esposa. Nunca entenderé por qué tantos hombres se niegan a tomarse la molestia de ponerse la armadura de intestino de oveja que les protege de las flechas más perniciosas de Cupido.
—Yo siempre he respondido perfectamente a los tratamientos de los cirujanos, pero la enfermedad resultó ser demasiado para la delicada constitución de Anne. Quizá porque no sabía lo que tenía y esperó demasiado tiempo antes de buscar ayuda.
No tuve la habilidad de dar con las palabras adecuadas, así que aguardé a que continuara.
—Tengo toda la intención de reformar mi comportamiento una vez me haya casado con Sarah —prosiguió Sir Owen. Hizo unos pocos pucheros y me pareció percibir en uno de sus ojos algo parecido a una lágrima—. Soy un hombre nuevo. Los papeles que me faltan son prueba de ello. Se trata de una serie de cartas, señor Weaver, entre mi persona y mi querida Anne, que en paz descanse, en las que expreso en los términos más claros y condenatorios la naturaleza de mi transgresión, así como mi encendido y sentimental propósito de enmienda. El lector de estas cartas discerniría rápidamente el origen de su enfermedad y la naturaleza del contagio. He empeñado todos mis esfuerzos en intentar ocultarle esa información a Sarah, una mujer virtuosa de excepcional delicadeza. Si llegase a conocer el contenido de esas cartas, me temo que rompería nuestra relación. Y si un villano sin escrúpulos llegase a conocer el contenido, tendría sobre mí una ventaja terrible. —Sir Owen se sirvió otra copa del licor escocés—. No me queda más remedio que esperar que las cartas permanezcan selladas. Las llevaba siempre encima, atadas con un lazo amarillo, con un sello de cera con la estampa de un chelín roto. La peor noticia del mundo para mí sería ver ese sello rasgado.