Una conspiración de papel (40 page)

Read Una conspiración de papel Online

Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es verdad, pero alguien tendrá que morir primero, y sospecho que va a ser usted. Y una vez que haya disparado esta pistola, aún tengo el puñal en el costado. Terminará ganando usted, no lo dudo. La multitud tendrá al pedigüeño. No se cuestiona quién va a ganar la batalla, sólo la cifra de víctimas.

El mostacho guardó silencio un momento y después le dijo al viejo que se considerase advertido. Luego giró sobre sus talones y, murmurando audiblemente acerca de la esclavitud de los ingleses en su propio país, se fue. En un momento la multitud se desbandó, como si todos acabasen de despertar de un sueño, y yo me quedé a solas con el tudesco, que me dirigió una mirada vidriosa.

—Le doy gracias —me dijo en voz baja. Respiraba fuerte en un esfuerzo por calmarse, pero vi que estaba a punto de echarse a llorar—. Usted dar mi vida.

Esparcidas alrededor de sus pies, sus baratijas parecían los juguetes de un niño, tirados al suelo en el arrebato de una personalidad caprichosa.

Sacudí la cabeza, negándole a sus palabras el hervor de las emociones que yo mantenía bajo control.

—No le hubieran matado. Sólo le hubieran magullado un poco.

Sacudió la cabeza.

—No. Usted dar mi vida.

Con silenciosa dignidad se agachó a recoger sus cosas. Sobrecogido por la tristeza, le eché un poco de plata en la bandeja, no sé cuánta, podría haberse contado en chelines o en libras, y me dirigí a la sombrerería a recoger a Miriam, pero resultó que estaba justo detrás de mí.

Era difícil descifrar su expresión. Podía estar horrorizada por la violencia de la que había sido testigo, impresionada por mi respuesta, aliviada de que nadie hubiera sufrido daños.

—¿Por qué no está en la tienda? —le espeté. Quizá respondí con demasiada dureza, pero mi sentido de la perspectiva me había abandonado.

Dejó escapar una risita, que utilizó para esconder su agitación.

—Pensé que ésta iba a ser mi última oportunidad de ver pelear al León de Judea.

Mi corazón aún latía con fuerza por el encuentro con la multitud, y tuve que concentrarme para evitar ponerme furioso.

—Miriam, no puedo llevarla ni al teatro ni a ningún otro sitio a no ser que pueda estar seguro de que me escuchará si hay alguna amenaza.

—Lo siento, Benjamin —asintió solemnemente, quizá pensando por primera vez en serio en el peligro—. Tiene toda la razón. La próxima vez le escucharé. Se lo prometo.

—Espero que no haya ninguna próxima vez.

Cuando me volví de nuevo hacia el viejo, ya había recogido sus cosas y empezaba a marchar a toda prisa hacia cualquier decrépita madriguera a la que llamaría hogar, donde intentaría olvidar lo ocurrido.

—La gente como él está acostumbrada a cosas mucho peores —dijo Miriam—. Y no están acostumbrados a que se les rescate de las llamas. Tu amigo recordará éste como un buen día.

Sin saber muy bien cómo responder, le dije que era peligroso que nos quedáramos allí. Nos alejamos de la gente y la llevé a casa, a buen recaudo.

Una vez la hube depositado en casa, recordé el sobre en el que me había devuelto el dinero que decía no haberme pedido. Me asombró lo liviano que era, porque no podía contener ni siquiera una de las monedas que le había enviado. Lo abrí y descubrí un billete del Banco de Inglaterra canjeable por valor de veinticinco libras.

Doblé el billete y lo metí en la cartera, pero no pude evitar ponerme a pensar. ¿Por qué no se había limitado a devolverme la plata que yo le había dado? Y si tenía tan poco dinero como decía, ¿cómo pudo obtener este billete?

Veinte

Los encuentros de aquel día me habían dejado muy agitado, y era demasiado tarde para trabajar, así que en lugar de visitar la Casa de los Mares del Sur me puse a dar un paseo. Caminé sin rumbo fijo, sorteando a los mendigos al pasar por la muralla de Londres y el hospital de Bedlam, donde encerraban a los locos, y donde me temía que iba a acabar yo si no descubría pronto algo más acerca de estos extraños sucesos.

Me detuve en una taberna y pedí una jarra de cerveza y embutido, y pasé una hora o dos charlando con el amable tabernero, que me recordaba de mis días de púgil. Al salir al aire lleno de humo de la última hora de la tarde me di cuenta de que estaba en Fore Street, pero muy cerca de Moor Lane, donde Nahum Bryce, quien había sido el impresor de mi padre, tenía la tienda. Animado por la idea de que podía aún hacer buen uso de mi tiempo, apreté el paso hacia Moor Lane y encontré la imprenta bajo el rótulo de los tres cilindros.

Si el sol hubiera estado en su cenit, la luz habría inundado la amplia tienda, pero ahora, con la llegada del ocaso, habían encendido velas por todas partes, con lo que el lugar estaba lo suficientemente iluminado como para leer con comodidad. La tienda era alargada y un poco estrecha, las paredes estaban casi completamente cubiertas de libros, y al fondo había una escalera de caracol que ascendía hasta un segundo piso igualmente cubierto de estantes. Me abrumó el aroma a cuero, a cera y a flores, porque había una gran abundancia de jarrones con tulipanes cerca de donde el dependiente estaba situado, detrás del mostrador.

Me crucé con unas cuantas personas que curioseaban —un anciano caballero y una chica agradable de unos diecisiete años con una dama mayor que me pareció que sería su madre— y me acerqué al dependiente. Era un mozo de unos quince años, probablemente un aprendiz, y me di cuenta de que cualquier cosa que yo tuviera que decirle sería mucho menos interesante que observar a la chica hojeando un volumen en octavo.

—¿Está en la trastienda el señor Nahum Bryce?

El chico se sobresaltó y me dijo que enseguida regresaba.

A los pocos momentos, emergió del fondo una mujer rechoncha de mediana edad —nunca habría sido guapa, pero quizá había sido reciamente atractiva en otro tiempo— con una pila de manuscritos en la mano. Los dejó sobre una mesa y me saludó con una especie de sonrisa, educada y cortés. Vestía de negro, el traje de una viuda, y llevaba el pelo muy bien peinado bajo una cofia modesta, si bien un poco grande.

—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó.

—Quería hablar con el señor Nahum Bryce —empecé a decir.

—El señor Bryce nos fue arrebatado hace algo más de un año —me dijo con una media sonrisa forzada—. Yo soy la señora Bryce.

Incliné la cabeza educadamente.

—Lo siento mucho, señora. No puedo decir que conociera a su marido, pero me entristece de todas formas.

—Es usted muy amable —me dijo.

Le informé de que deseaba intercambiar con ella unas palabras en privado, de modo que nos retiramos a una de las esquinas de la tienda, prácticamente fuera de la vista de cualquiera que no se metiera en el rincón de detrás del mostrador.

—Me interesa saber, señora, si en algún momento durante los últimos meses ha contactado con usted un tal señor Samuel Lienzo, en relación con la publicación de un panfleto.

La señora Bryce frunció el ceño.

—¿El señor Lienzo, dice usted? Hace tiempo que no oigo ese nombre.

—¿De modo que le conoce usted? —pregunté ansioso.

Asintió.

—Oh, sí. Mi marido le publicó unas cuantas cosas hace algún tiempo. Pero nada en los últimos años, ya sabe. El señor Bryce encontraba su escritura un poco sombría, todo ese asunto del Banco de Inglaterra y las medidas parlamentarias. Él prefería mantener un tono algo más alegre.

—Pero usted ha publicado recientemente obras acerca de la calle de la Bolsa. ¿Qué me dice de La calle de la Bolsa al descubierto, que, según leí en la portada, publicó usted este mismo año?

Se rió suavemente.

—Sí, eso es verdad. Pero ese tipo de arenga contra los corredores, ya sabe, siempre se vende bastante bien. El señor Lienzo quería publicar cosas serias, y el señor Bryce no tenía estómago para eso. Prefería asuntos mucho más entretenidos. Novelas y obras dramáticas y aventuras galantes. Después de haber asumido yo la responsabilidad de llevar esta tienda, intenté también probar suerte con todos esos disparates políticos, pero nunca me rindieron gran cosa. No me extraña que mi marido decidiera abandonarlo.

—¿Tiene usted alguna idea de alguien con quien el señor Lienzo haya podido contactar como editor? —inquirí.

—Sí —asintió con gravedad—. Sé que andaba en tratos con Christopher Hodge, que tenía una tienda muy cerca de aquí, en Grub Street. Pero por lo que respecta a ese desgraciado… —empezó a explicarme, pero no la dejé continuar, porque mientras hablábamos, un joven caballero muy elegante comenzó a descender por la escalera de caracol en compañía de una bella joven. No suele paralizarme la belleza hasta el punto de dejar que se entrometa en mi trabajo, pero el caso era bastante distinto, porque la dama en cuestión era Miriam.

Apenas pude contener mis emociones al verla dos veces en un mismo día, pero comprendí enseguida que no debía dar un paso al frente y expresarle mi alegría. Se había cambiado de ropa, y ahora llevaba un vestido delicioso en verde, con la cintura en marfil y unas enaguas blancas con lunares negros. Llevaba una bonita cofia en la cabeza, a juego con el traje, y parecía una aseada y respetable dama inglesa, como aquellas a las que tanto admiraba. Su acompañante parecía uno de esos señoritos a la última, vestido con un abrigo de terciopelo que se abría mucho a la altura de las rodillas, con grandes botones de oro y mucho encaje dorado. La peluca, larga y oscura, demostraba conocimiento de los mejores peluqueros de la ciudad, y la lazada de muselina en torno al cuello le sentaba muy bien a su rostro anguloso, apuesto y pálido.

Miriam estaba en compañía de un rico caballero.

Sabía que no podíamos ser vistos desde donde nos encontrábamos, así que señalé al caballero e interrumpí a la señora Bryce.

—Dios santo —juré, aunque manteniendo la voz queda—. Creo que conozco a ese caballero. A no ser que me equivoque estuve con él en Oxford. Pero soy incapaz de recordar cómo se llama.

—Ese, señor, es el señor Philip Deloney —me dijo la señora Bryce.

Chasqueé los dedos.

—Ese mismo. ¿Viene mucho por aquí?

—El señor Deloney no es un gran lector, me temo, pero gusta de utilizar mi establecimiento como lugar discreto donde encontrarse con sus jóvenes damas, y de vez en cuando me compra varios volúmenes, que me parece que elige al azar, para comprar mi silencio.

—Ah, ese Deloney siempre fue un pillo. ¿Trae aquí a muchas señoritas?

—A mí me hubieran parecido muchas cuando era joven. Ahora que soy viuda, no me parecen tantas. Quizá, para un caballero de semejante estampa sean muy pocas.

La señora Bryce lanzó una risa tímida.

—Yo lo encuentro muy apuesto —me susurró.

—Oh, creo que él estaría de acuerdo con usted, señora —observé, mientras Deloney escoltaba a Miriam al salir de la tienda. Me dirigí a la señora Bryce—: Muchísimas gracias por su ayuda. Pero ahora debo irme corriendo y retomar la amistad —le hice una breve inclinación y caminé hacia la puerta.

Me alegró comprobar que los dos se habían alejado lo suficiente de la tienda como para que yo pudiera evitar ser visto. Deloney le besó la mano a Miriam y pronunció unas palabras que yo estaba demasiado lejos para oír, y luego la ayudó a subirse a un carruaje. Lo miró alejarse y luego tomó rumbo a Fore Street. Fui tras él y le vi procurarse un carruaje también.

Estaba decidido a saber más acerca de este caballero, de modo que cuando el carruaje se puso en marcha, rompí a correr, forzando mi pierna sana al empezar la carrera, para poder alcanzarlo sin hacerme demasiado daño. La calle estaba muy concurrida, así que no me fue muy difícil hacerlo. Haciendo el menor ruido posible, salté a la parte de atrás.

Agarrado a la calesa en movimiento, se me ocurrió por un instante preguntarme por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Ciertamente había desarrollado afecto por Miriam, pero el afecto apenas justificaba una acción tan drástica. No podía menos de pensar que el asunto de la muerte de mi padre había infectado de alguna manera todas las otras preocupaciones de mi vida: todo me parecía urgente. Pese a eso, no puedo esgrimir que fuera la investigación lo que me ocupaba el pensamiento al apresurarme tras el desalmado que se había atrevido a besar la mano de Miriam. Lo único que me importaba, en aquel instante, era enterarme de quién era y qué dominio tenía sobre una mujer cuyo corazón deseaba poseer yo.

Era fácil ir agarrado al carruaje, ya que en los años posteriores a mi lesión de boxeo uno de mis mal reputados oficios había sido el hacer de lacayo —o, más bien, fingir que hacía de lacayo— con una adinerada familia de Bath. Mi plan era el de lograr acceso a la casa y, después, a la menor oportunidad, robarles despiadadamente. Pero enseguida supe que una cosa es despojar de sus bienes a desconocidos anónimos y otra muy distinta robarle las joyas a una señora muy amable que uno llevaba un mes escoltando por la ciudad. De modo que me conformé con obtener la intimidad de la hija mayor y luego desaparecer una noche, llevándome sólo unas pocas libras para mis necesidades más inmediatas.

Mi experiencia de ir montado en la parte de atrás de un carruaje me había dejado la suficiente habilidad como para vérmelas con el conductor cuando se dio la vuelta y me vio allí encaramado. Apretando la cabeza contra el coche para no perder el sombrero, me llevé la mano libre al bolsillo y saqué un chelín, que le enseñé. Luego me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Él levantó dos dedos para indicar que quería dos chelines. Yo, a mi vez, levanté tres, para indicar que le agradecería que mirase hacia otro lado. Con una sonrisa que me comunicaba que no confesaría nada aunque le torturaran, el cochero siguió cabalgando.

El carruaje se acercaba a los alrededores del edificio de la Bolsa, y luego tomó rumbo oeste por Cheapside, hasta que llegué a pensar que nuestro destino era ir a la catedral de St. Paul a rezar. Pero el señor Deloney tenía unas intenciones mucho más disolutas, ya que su destino era el célebre establecimiento conocido como White's Chocolate House, la casa de juego más selecta de la ciudad.

White's ocupaba un edificio bastante agradable de St. James Street, cerca del mercado de Covent Garden. Yo nunca había entrado, pues había abandonado la afición al juego hacía muchos años; al mismo tiempo que abandoné los modos menos honestos de ganarme el pan. White's no había estado de moda cuando yo era más joven, y yo no me había ocupado de él desde mi regreso a la ciudad.

Other books

Seacrets by Wingate, Adrianna
Don't Look Behind You by Mickey Spillane
Prohibition by Terrence McCauley
Eastern Dreams by Paul Nurse
Business of Dying by Simon Kernick
Riverboat Point by Tricia Stringer
The Wench is Dead by Colin Dexter
Screwed by Laurie Plissner