La idea de las ataduras de Miriam, la posibilidad de que se sintiera prisionera en casa de mi tío, me hacía sentirme incómodo.
—Estoy seguro de que mi tío sólo desea lo mejor para usted —aventuré—. ¿Disfrutó de las diversiones de la ciudad con su difunto marido?
—Su comercio con el Este le obligaba a pasar largas temporadas en el extranjero —me respondió sin emoción—. Pasamos sólo unos pocos meses juntos antes de que él se embarcase en el viaje en que lo perdimos. Pero en ese tiempo demostró ser, en cuanto a diversiones, muy parecido en espíritu a su padre.
Estaba tan incómodo que me encontré clavándome la uña del pulgar en la del índice. Miriam me había colocado en una posición difícil, y apostaba a que era lo suficientemente lista como para haberse dado cuenta. Entendía que se encontrase encerrada, pero no podía estar en desacuerdo con las reglas que había impuesto mi tío.
—Puedo decirle, desde mi propia experiencia, que la sociedad de Londres no es siempre la más acogedora para miembros de nuestra raza. ¿Puede usted imaginarse cómo se sentiría si, asistiendo a una merienda de té en un jardín, se pusiera usted a conversar con una dama joven y agradable, alguien que a usted le gustaría tener como amiga, y luego descubriese que no tenía sino cosas despectivas que decir si saliera el tema de los judíos?
—Me buscaría una amiga más liberal —dijo con un gesto despreocupado de la mano, pero vi, por la disminución del brillo en sus ojos, que la pregunta no había dejado de afectarla—. Sabe, primo, he cambiado de idea, y ahora me apetecería un vasito de ese vino.
—Si se lo sirvo —pregunté—, ¿no estaría trabajando y rompiendo así la ley del sábbat?
—¿Usted concibe servirme un vaso de vino a mí como un trabajo? —inquirió.
—Señora, me ha convencido —me puse en pie y le llené una copa, que le entregué despacio, para poder ver cómo sus delicados dedos evitaban cuidadosamente todo contacto con mi mano.
—Dígame —dijo, después de tomar un sorbo controlado—, ¿cómo se siente uno al regresar a su familia?
—Oh —contesté con una risa evasiva—, no lo siento tanto un regreso como una visita.
—Su tío dijo que rezó usted con entusiasmo esta mañana.
Pensé en cómo la había visto mirándome tras la celosía de madera.
—¿Le pareció a usted que rezaba con entusiasmo?
Miriam ni me entendió ni fingió que no me entendía.
—Muy entusiasta tendría que haber sido para que yo le hubiera podido oír desde la galería de las damas.
—Como me sentía entusiasta, no vi razón para que la sinagoga no se beneficiase de mi estado de ánimo.
—Es usted muy poco serio, primo —me dijo más divertida que molesta.
—Espero que no lo tome a mal.
—¿Puedo hacerle una pregunta de carácter personal? —me preguntó.
—Me puede usted preguntar lo que quiera —le dije—, siempre y cuando yo pueda hacer lo mismo.
Mi comentario fue quizá poco caballeresco, ya que ella hizo una pausa breve y pareció vacilar antes de continuar. Por fin me ofreció una expresión que más que una sonrisa era un apretar pensativo de los labios.
—Yo a eso lo llamo un trato justo. Su tío, como usted sabe, es un hombre muy tradicional. Quiere resguardarme del mundo. Yo, sin embargo, no disfruto sintiéndome encerrada, de manera que procuro aprender como puedo —guardó silencio un momento, contemplando, o bien mis palabras, o bien el vino—. Nunca me han explicado el motivo de la ruptura con su padre.
Rara vez había explicado a nadie los detalles de la ruptura con mi familia. Parte de mi deseo de hablar sobre ello con Miriam tenía que ver con las ganas de crear un lazo de confianza con ella, pero otra parte era simplemente la necesidad que sentía de hablar sobre estas cuestiones.
—Mi padre tenía la esperanza de que yo heredase su negocio, y me convirtiese en un corredor registrado como él. A diferencia de mi hermano mayor, yo nací aquí en Inglaterra, cosa que significaba que era ciudadano y que estaba libre del impuesto de extranjería, y tenía derecho a poseer tierras. Para mi padre era normal que José regresara a Amsterdam para ocuparse allí de los negocios familiares, y que yo me quedase aquí. Pero cuando era niño no se me daba muy bien hacer lo que se esperaba de mí. A menudo me encontraba involucrado en peleas callejeras, con frecuencia contra chicos cristianos que nos atormentaban sólo porque no les gustaban los judíos. No sé explicar por qué tenía esas inclinaciones. Quizá porque crecí sin el afecto de una madre. Mi padre odiaba que yo me pelease, porque temía la notoriedad. Yo siempre le dije que me sentía obligado, por honor, a defender a nuestra raza, pero me emocionaba todavía más pegarle a los demás chicos.
Vi que tenía toda la atención de Miriam y me complací en su mirada. Incluso hoy me resulta difícil expresar por qué esta mujer me cautivó al instante. Era hermosa, sí, pero hermosas son muchas mujeres. Tenía ingenio, pero las mujeres inteligentes no son tan raras como nos dicen algunos autores poco amables. A veces creo que me parecía que ella y yo teníamos mucho en común, maniobrando de la manera que lo hacíamos, cada uno a nuestro modo, en la frontera de lo que significaba ser judío y británico a un tiempo. Quizá por eso mi historia había atrapado tanto su atención.
—Siempre sentí que de alguna manera era culpa suya que yo no tuviera madre: ya sabe lo disparatado que es el pensamiento de los niños —continué—. Murió, como estoy seguro que sabe, de una enfermedad degenerativa cuando yo estaba aún en pañales. Desde una edad muy temprana, tuve la sensación de que mi padre era un padre mediocre, y me encontraba casi buscando desagradarle a propósito. Imponía una disciplina estricta y lo que no fuera perfecto le enfadaba.
Hice una pausa para sorber de mi copa, felicitándome porque Miriam parecía no ver la confusión que contar mi historia generaba en mí.
—Un día, cuando tenía catorce años, me encargó que fuera a entregar un dinero a un comerciante con quien había contraído una deuda. Yo estaba en la edad en la que él acababa de empezar a enseñarme los rudimentos del negocio familiar. Deseaba verme convertido en un negociante de la Bolsa, como él, pero me temo que tenía poca habilidad matemática, y menos interés aún en los negocios. Quizá mi padre debió empezar a enseñarme estas cosas antes, pero creo que él esperaba que yo madurase y comenzara a interesarme por ellas por propia voluntad. Pero a mí sólo me interesaba corretear por las calles metiéndome en problemas y visitando las casas de juego.
—Sin embargo, le pareció usted lo suficientemente maduro entonces —observó Miriam con cautela.
—Eso parece —le dije, aunque a menudo me había preguntado si sólo habría querido darme la oportunidad de fracasar—. Mi padre estaba decidido a convertirme en alguien útil, y con frecuencia me mandaba a hacer recados. Uno de ellos era este pago que quería que yo entregase. Era un billete negociable por quinientas libras. Nunca había tenido una cantidad tan grande en mis manos, y me pareció una oportunidad de oro. Creí que con tanto dinero podría entrar en una casa de juego y ganar seguro, como si mi suerte fuera a incrementarse en proporción al dinero apostado. Mi plan era ganar una enorme cantidad de dinero, entregarle al mercader su parte y quedarme con el interés. Había visitado casas de juego con anterioridad, y en general solía salir esquilmado, de modo que no tenía razones para ser tan optimista. Sólo era joven y estaba enamorado del poder del dinero que llevaba encima. Así que fui a la casa de juegos y cambié el billete con la intención de cambiar las monedas de nuevo al salir. La historia es predecible, supongo: fui acumulando una pérdida detrás de otra hasta que me quedaban menos de cien libras, y ya no podía engañarme a mí mismo creyendo que podría recuperar la suma original. No me atrevía ni a pensar en ver a mi padre y contarle lo que había pasado. Me había castigado muchas veces con severidad por volver tarde de hacer recados. No era capaz ni de imaginar cuál sería su respuesta ante este crimen.
—Debía de estar aterrorizado —dijo en voz baja.
—Aterrorizado, sí. Pero extrañamente liberado. Me sentía como si llevase toda la vida esperando ese momento, el momento en el cual no volvería a casa. Y de súbito había llegado. Decidí tomar el dinero que quedaba y lanzarme por mi cuenta. Para ocultarle mi paradero adopté el nombre de Weaver. Hasta pasados varios meses no descubrí que podía ganarme el pan —a veces apenas y de vez en cuando con creces— haciendo lo que más me gustaba: pelear. En ocasiones imaginaba que podría ahorrar y volver a él con la cantidad que me había llevado, pero siempre retrasaba el proyecto. Me había acostumbrado a mi nueva libertad, y temía que esa misma libertad me hubiera marcado para siempre. En mi cabeza ya había vuelto y había sido repudiado, de manera que en mi corazón sentía que se me había tratado injustamente y que tenía la obligación moral de mantenerme alejado. Imagino que parte de mí supo siempre que ésta era una idea falsa, una mera excusa, ya que nunca me gustó doblegarme a las leyes de nuestro pueblo.
No me dijo nada pero de pronto sus ojos se clavaron en los míos. Había pronunciado las palabras que ella nunca se había atrevido a decir en voz alta.
—Estando solo, podía comer lo que quisiera, trabajar cuando quisiera, vestirme como quisiera, pasar el rato con quien yo quisiera. Dejé que un error de juventud creciese, y mi fallo se convirtió, en mi pensamiento, en la respuesta apropiada al tratamiento duro y despiadado recibido de manos de un padre injusto. Y así me convencí a mí mismo hasta que recibí la noticia de su muerte.
Miriam se quedó mirando su copa de vino, temerosa quizá de mirarme a mí.
—Pero se mantuvo alejado incluso entonces.
Había intentado mantenerme distante mientras contaba la historia; me la había contado a mí mismo tantas veces que debería haber sido capaz de volver a contarla sin siquiera detenerme a pensar en ella. Aun así me sentía profundamente entristecido; condición que intenté rectificar terminándome el vino que quedaba en la copa.
—Sí. Incluso entonces me mantuve alejado. Es difícil cambiar un hábito que dura más de una década. Siempre creí, Miriam, que mi padre era un hombre cuya falta de amabilidad era antinatural. Pero es extraño. Ahora que hace más de diez años que no le veo, ahora que nunca volveré a verle, me pregunto si no sería yo quien fue el mal hijo.
—Envidio su libertad —me dijo, deseosa de cambiar de tema y pasar a otro que me pusiese menos meditabundo—. Ir y venir como le venga en gana. Puede comer cualquier cosa, hablar con cualquiera, ir a cualquier sitio. ¿Ha comido cerdo? ¿Y marisco? —sonaba de pronto como una niña excitada.
—No son más que comidas —le dije, intrigado por mi necesidad de disminuir la emoción que yo había sentido ante la libertad de comer las viandas que nuestra ley prohibía—. ¿Qué importancia tiene un tipo u otro de carne o de pescado? ¿Qué importancia tiene el modo de prepararlo? Estas cosas sólo apetecen porque están prohibidas, sólo encantan por la seducción del pecado.
—¿Así que a los ingleses no les gustan las ostras por su sabor? —me preguntó escéptica.
Me reí, porque me gustaban las ostras.
—No estoy seguro de haber querido decir eso —contesté—, pero ahora le toca a usted responder a mis preguntas. Comencemos por su pretendiente, el señor Adelman. ¿Qué opina de él?
—No es tanto mi pretendiente como el pretendiente del dinero de su tío —me dijo—. Y además es un poco viejo. ¿Por qué le interesa mi opinión de Adelman?
Mi orgullo no me permitía expresarle la profundidad de mi interés, aunque desde luego estaba encantado de que Adelman no fuera un rival.
—Compartí carroza con él anoche, y digamos que su conversación me resultó algo inquietante. Me pareció un hombre taimado.
Miriam asintió.
—Está muy involucrado en política, y muchos periódicos tienen muy mala opinión de él —me explicó, con las mejillas coloradas de orgullo por saber estas cosas, habitualmente privilegio de los hombres.
Me pregunté qué pensaba mi tío, a quien agradaba tan poco que ella pudiese conocer los entretenimientos sociales, que ella leyera la prensa política.
—Gran parte del odio dirigido contra nuestra gente —continuó—, que según usted está tan presente en los círculos selectos, nace en no poca medida de la desconfianza que suscita la influencia de Adelman sobre el Príncipe y los ministros. Ésa es razón suficiente, en mi opinión, para no tener nada que ver con él. No me gustaría mucho estar atada de por vida a un villano público, ya sea culpable o no.
El atrevimiento de su forma de expresarse me cautivó por completo. Comprendía lo que significaba casarse con un hombre como Adelman, y yo no podía menos de aplaudir su deseo de no participar en ello.
—Y sin embargo mi tío parece permitir este cortejo. ¿Quiere él verla casada con Adelman?
—Ése es un tema sobre el que se muestra ambiguo. Sólo puedo imaginar que la idea de que la viuda de su hijo se case con otro hombre, el que fuere, me parece a mí, no debe agradarle demasiado. A pesar de ello, una conexión tan cercana con un hombre del rango del señor Adelman puede resultar un motivo muy poderoso, pero el señor Lienzo aún tiene que convencerme a mí de las bondades de Adelman.
—Aún tiene que… —repetí sus palabras—. ¿Cree que aún puede?
—Creo que los sentimientos de su tío hacia su hijo es seguro que sucumbirán en el futuro al deseo de crear un vínculo más estrecho con Adelman.
—¿Y qué hará usted si intenta forzar su consentimiento? —pregunté despacio.
—Buscaré protección en otro lugar —dijo, fingiendo una ligereza que percibí que no sentía.
Me pareció raro que Miriam no dijera nada de establecer su propia casa; que creyese que sus únicas opciones fueran la protección de un hombre u otro. Pero no encontraba la forma de incidir en este punto sin ofenderla, de modo que proseguí en otra dirección.
—Dice que quiere el dinero de mi tío, pero sin duda él es un hombre enormemente rico.
—Cierto, pero eso no significa que no ansíe más riqueza. La creencia de que uno no tiene nunca dinero de sobra es, según me dicen, uno de los requisitos previos de todo hombre de negocios de éxito. Y él envejece y desea una esposa. Para él una buena esposa debe aportarle dinero, pero sospecho que también debe ser judía.
—¿Por qué? Estoy seguro de que un hombre de su poder podría casarse con cualquiera de entre un buen número de mujeres cristianas, si así lo quisiera. Este tipo de uniones no es tan insólito, y la poca conversación que he tenido con Adelman me sugiere que no siente ningún apego hacia su propia raza.