—Lo entiendo perfectamente —me apresuré a interrumpirle, con el deseo de disipar su apuro—. Estoy, como ha podido sin duda colegir, ansioso por conocer a caballeros que algún día puedan necesitar los servicios de un hombre como yo. Y una recomendación suya tiene mucho peso.
Satisfecho de mi respuesta, Sir Owen me dio una palmada cordial en la espalda y me agradeció otra vez mis esfuerzos por recuperar sus papeles. Después, tras una larga despedida, se retiró.
Con el estómago satisfecho y la cabeza llena de buen vino, pensé que ya era hora de liberarme de mis obligaciones. Tomé por tanto un carruaje hacia los aposentos del señor Balfour en la zona de Bishopsgate, para ver qué había averiguado, si es que había averiguado algo, en sus pesquisas acerca de lo que sabía su familia sobre aquella muerte. Esperaba que no hubiera averiguado nada. Esperaba que hubiera concluido su infructuosa búsqueda y me hubiera librado de este asunto con la conciencia inmaculada.
Encontré a Balfour alojado en un respetable conjunto de habitaciones de una casa respetable, pero estaba sentado en el recibidor como si le quedase estrecho. Su postura era demasiado erguida, como si temiera reclinarse. Vestía casi exactamente el mismo traje con el que le había visto el día anterior, aunque se había preocupado un poco de limpiar la tela de hilachos y de borrar las manchas más llamativas.
Me planté ante él, con el sombrero bajo el brazo. Me miró fijamente y cruzó las piernas. Esperaba que me ofrecería una silla, pero me estudió con un gesto que podía revelar tanto ansiedad como aburrimiento.
—La próxima vez que desee usted hablar conmigo —dijo en tono lento y deliberado— haga el favor de informarme con antelación. Estableceremos un lugar de reunión más apropiado que mi propia residencia.
—Como usted guste —le respondí con una sonrisa amplia, cuya intención era la de irritarle, puesto que la escuálida superioridad de Balfour me llenaba de desprecio y de ira—. Pero ya que estoy aquí, me pondré cómodo.
Reparé en una jarra de vino sobre la repisa, y acalorado aún por mi almuerzo con Sir Owen, se me ocurrió que un vasito me vendría de perlas.
—¿Le apetece uno? —le pregunté, mientras me lo servía.
—Es usted insufrible —me espetó—. ¡Ésta es mi casa, señor!
Sus manos se aferraron a un periódico que descansaba sobre su regazo.
Me senté y sorbí el vino despacio, un clarete mediocre. No era imbebible pero sabía amargo después del licor de calidad que Sir Owen había puesto a mi disposición. Sospecho que mi anfitrión se fijó en las señales de mi desagrado, porque se dispuso a abrir la boca. Creí que sería mejor evitar lo que estaba seguro de que sería otra variante de su infundada pomposidad, de modo que empecé rápidamente.
—Señor Balfour, usted ha contratado mis servicios, pero yo no soy un sirviente. Después de todo, ambos tenemos un interés compartido en la investigación en la que usted quiere embarcarme. Bien, ¿qué tal si discutimos los pormenores de esta situación?
Balfour me miró con odio un momento y luego decidió que la impasibilidad era la mejor alternativa.
—Muy bien. Me temo que va a tener que hacer el trabajo usted solo, porque supongo que le pago para eso. He hablado con el jefe de contabilidad de mi padre y me ha informado de que mis sospechas no son infundadas. Asegura que su patrimonio resultó ser mucho más pobre de lo que él, el propio contable, hubiera tenido razones para sospechar.
—No me diga —comenté fríamente.
—Como creo que ya le dije, mi padre se había beneficiado un tanto de las rivalidades recientes entre el Banco de Inglaterra y la Compañía de los Mares del Sur, por todas esas fluctuaciones en los precios de las acciones. Él se pasaba el día en la calle de la Bolsa, con los judíos y los otros extranjeros, comprando acciones de aquí y vendiendo de allá.
—¿Y faltan algunas de estas acciones?
Se encogió de hombros como si yo acabara de cambiar de tema maleducadamente.
—No conozco en absoluto los detalles. No tengo cabeza para las finanzas, pero a la luz de las ganancias que había conseguido en estas operaciones, las cuentas son inexplicables. Según el contable, claro.
—Ya veo. ¿Podría decirme qué más ha podido averiguar?
—¿No es eso suficiente? Me he enterado de que existe una persona del mundo de las finanzas que cree que hay algo sospechoso en la muerte de mi padre. ¿Qué más quiere?
—Nada —le dije—, que me anime a investigar este asunto con mayor profundidad.
Dije esto antes de darme cuenta de que era cierto. Ahora, sentado frente a Balfour, sorbiendo su mal vino, me di cuenta del rumbo que estaba tomando. Sin duda tendría que saber más acerca de los negocios de mi propio padre, y para hacerlo tendría que hablar con mi tío. Después de años de vagar por ahí, el mequetrefe de Balfour iba a ser el hombre que me mandara a casa.
Apartando esta idea de mi mente, seguí con Balfour.
—Me temo que voy a necesitar mucho más si quiero desvelar algo que pueda ayudarle a recuperar su fortuna. Su madre vive aún, ¿no es cierto? Si no recuerdo mal, usted la mencionó la última vez que hablamos.
Balfour se ruborizó, inexplicablemente, según me pareció a mí.
—¡Caramba, señor! Hace usted unas preguntas imperdonablemente impertinentes. ¿Qué más le da a usted mi madre?
—Sospecho que su madre pueda saber algo que nos sea útil. De verdad que no comprendo por qué tiene usted que ponerlo todo más difícil. ¿Quiere usted que le ayude o no?
—Desde luego que quiero… sus servicios. Por eso le pago. Aunque no le da licencia para ponerse a hacerme preguntas sobre mi madre, que estaría absolutamente horrorizada si supiera que existen siquiera hombres como usted y, lo que es peor, que hablan sobre ella. Mi madre, señor, no sabe nada de estos asuntos. No hay razón para hablar con ella.
—¿Tenía su padre otros familiares, un hermano, quizá, o un tío, con quien anduviese en negocios?
Balfour siguió suspirando con exasperación, pero respondió a la pregunta.
—No. Nadie.
—¿Y no se le ocurre nada más que pueda serme útil? ¿Algo que me ayude a saber por dónde empezar con mis averiguaciones?
—¿Acaso no se lo diría si se me ocurriese algo? Me está volviendo loco con sus preguntas interminables.
—Muy bien. Entonces no tiene más que darme el nombre del contable de su padre y decirme dónde puedo encontrarle.
La mandíbula de Balfour se aflojó. Sabía algo que se negaba a contarme. No, sabía muchas cosas que se negaba a contarme. Y sospecho que él sabía que yo estaba viendo lo que había detrás de la fachada del orgullo familiar y que había detectado su armadura de bravuconería. Pero no se arredró.
—Ya le he dicho lo que sabe —dijo Balfour rígidamente—. No necesita usted hablar con él.
—Señor Balfour, se está usted poniendo obstinado. ¿Dónde puedo encontrar a este contable?
—No puede encontrarlo. Verá, está empleado ahora por mi madre, y mi madre y yo, ya que insiste usted en saberlo todo, no tenemos la mejor de las relaciones. A ella no le agradaría verme entrometido en sus asuntos.
—Pero sin duda ella tiene mucho que ganar con esta investigación.
—No, no tiene nada que ganar. Mi madre tenía una asignación independiente. No iba a heredar nada de la fortuna de mi padre, y su muerte no le ha afectado en absoluto, excepto para librarla de un matrimonio que estaba ya roto en todos los aspectos menos el legal. Ella y yo nos llevamos mal desde hace mucho tiempo, puesto que en las disputas entre mis padres, yo me ponía del lado de él. Ahora quiero organizar una… reconciliación entre nosotros, y no estoy dispuesto a enemistarme con ella por investigar este asunto. Yo manejé a este contable para que no se diera cuenta de la naturaleza de mis preguntas. No creo que pueda usted hacer lo mismo.
—Le aseguro que sí puedo. Deme su nombre, señor. Por mi parte le prometo que no me acercaré a él mientras esté en casa de su madre.
Balfour arrugó el rostro como para lanzar otra protesta, pero enseguida se lo pensó mejor.
—Bueno, muy bien. Se llama Reginald d'Arblay, y si de verdad necesita hablar con él lo encontrará, tarde o temprano, en el Jonathan's Coffeehouse, en la calle de la Bolsa. Quiere establecerse como corredor independiente, así que se pasa el día en un café de corredores, supongo que con la esperanza de que le circunciden. Y apuesto a que no será ése el único pellejo que le quiten.
Permanecí en silencio unos minutos, recapacitando sobre todo esto.
—Muy bien, señor —me puse en pie y me terminé el vino de un largo trago—. Cuando tenga algo de que informarle se lo haré saber.
—No se olvide de lo que le dije sobre visitarme aquí —me dijo—. No sé si será usted consciente de ello, pero yo tengo una reputación que mantener.
Me daba cuenta de que la madre de Balfour no me iba a servir de nada, pero me preguntaba por cuánto tiempo respetaría los deseos de Balfour de que evitase al contable de su padre, D'Arblay. No mucho, pero no quería hacerle una visita a un hombre así sin prepararme. Era ya hora, lo sabía, de hacer lo que debí haber hecho hacía años, lo que tan a menudo había deseado y temido simultáneamente. Este asunto me proporcionaba la excusa que llevaba tiempo necesitando, y el vino que había tomado me daba el coraje que durante tanto tiempo me faltó. Así que me hallé caminando con brío hacia Wapping, donde mi tío Miguel tenía el almacén.
La última vez que había visto a mi tío fue en el funeral de mi padre, estando yo de pie, con una docena de hombres más, representando a la familia y a miembros del enclave de Dukes Place, mirando silenciosamente al vacío junto a la tumba abierta, con el abrigo protegiéndome muy poco del frío inesperado y del viento y del chispeo incesante de la lluvia. Mi tío, el único hermano de mi padre, no hizo, a su vez, gran cosa para lograr que me sintiera bienvenido a mi regreso. Me indicó que acusaba mi presencia sólo alguna vez, al levantar la vista del libro de rezos sobre el que se inclinaba para que no se mojase, para lanzarme miradas llenas de sospecha, como si, de tener la oportunidad, fuera a vaciarles los bolsillos a los demás asistentes y desaparecer en la niebla. No podía evitar preguntarme si no estaría mi tío dolido por no haber vuelto yo a casa hacía tres años, cuando la muerte de su hijo, mi primo Aaron. Por aquel entonces yo seguía ganándome la vida por los caminos, como se suele decir, y ni me enteré de la muerte de Aaron hasta muchos meses después. Con todo candor: no sé si hubiera vuelto aun habiéndome enterado antes; Aaron y yo no nos habíamos caído muy bien de chicos, porque él era débil, miedoso y falso, y he de admitir que yo no me resistía a abusar de él. Él siempre me odió por monstruo, y yo a él por cobarde. Al hacernos mayores me di cuenta de que había llegado el momento de ser más cuidadoso controlando mis tendencias más rudas, y me esforcé en arreglar nuestra amistad, pero Aaron se limitaba a alejarse de mí cuando me dirigía a él en privado, o se burlaba de mí por mis carencias intelectuales cuando hablábamos en público. Cuando supe que le habían enviado al Este para dedicarse al comercio en Levante me alegré de haberme librado de él. Podía, no obstante, sentir lástima por mi tío, que perdió a su único hijo cuando el buque mercante naufragó en una tormenta, y el océano se tragó a Aaron para siempre.
Si mi tío me trató a mí como a un intruso inevitable en el funeral de mi padre, confieso que hice bien poco para convencerle de que me viera de otra manera. Me fastidiaba tener que pasar tiempo con esa gente; sentía resentimiento hacia mi padre por haber muerto, ya que su muerte me colocaba a mí en una posición incómoda. No me sorprendía saber que mi padre hubiera legado su herencia a mi hermano mayor, José, y no me decepcionaba que lo hubiera decidido así, pero saber que todo el mundo en el funeral me creía resentido me indignaba. Miré a mi alrededor nerviosamente mientras los dolientes rezaban sumisos en hebreo o conversaban en portugués, lenguas ambas que yo fingía haber olvidado, aunque me alarmó comprobar cuánto, efectivamente, había olvidado; estos idiomas a menudo me sonaban como lenguas ajenas, familiares gracias a la exposición prolongada a ellas, pero no inteligibles.
Ahora, al dirigirme a visitar a mi tío, me sentí de nuevo como un intruso a quien se debía mirar con sospecha e inquietud. Todos mis esfuerzos por relajar mi ánimo —mis recordatorios a mí mismo de que iba a visitar a Miguel Lienzo por un asunto de negocios; de que yo, como iniciador de la conversación, conservaría el poder de darla por finalizada cuando me viniera en gana— no lograron hacerme olvidar lo poco que me agradaba esta visita.
Hacía años que no visitaba el almacén, desde jovencito, cuando hacía recados para la familia. Era un local bastante grande, cerca del río, que se usaba tanto para el vino portugués que mi tío importaba como para la lana británica que exportaba. Mantenía también un negocio menos legal de batista francesa y otros textiles, productos víctima de los embargos recíprocos con nuestros enemigos al otro lado del Canal; pues siempre ha existido una gran diferencia entre el odio a los franceses por razones políticas y el gusto por los productos franceses por razones de moda. Por mucho que los periódicos y los parlamentarios lanzasen invectivas sobre el peligro de la milicia francesa, las damas y los caballeros seguían exigiendo ropas francesas.
Cuando entré en el almacén de mi tío, me invadió el denso olor de la lana, que me produjo una sensación de humedad y estrechez en el pecho. Era un lugar inmenso de techos altísimos, repleto de actividad, ya que tuve la suerte de llegar durante la visita de un inspector de aduanas. Trabajadores fornidos llevaban cajas de un sitio a otro y las apilaban, las embalaban o las abrían según deseara el inspector. Los empleados corrían de acá para allá con libros de inventario, intentando llevar la cuenta de lo que se movía y hacia dónde iba.
Me puse tenso como un boxeador cuando vi a mi tío al otro lado de la estancia, con una barra de metal en la mano, abriendo cajones de embalaje para un sapo gordo, informe, con marcas de viruela, que se ganaba la vida descubriendo delitos y aceptando sobornos de los mismos delincuentes. Su expresión me demostraba que no había encontrado ninguna de las dos cosas. Mi tío siempre había sido un hombre cauto. Igual que mi padre, creía que no hacía falta gran cosa para que los judíos fuesen expulsados de Inglaterra como había ocurrido en tantos países, incluso en la propia Inglaterra hacía mucho tiempo. Obedecía las leyes, por lo tanto, siempre que podía, y las desobedecía con cuidado cuando no le era posible. Hacía falta algo más que un inspector corriente para localizar su contrabando.