Pitferge había ido a buscarme a la galería.
—Buenos días, compañero —me dijo después de aspirar con fuerza el aire fresco—; sabed que esta maldita niebla ha modificado mi programa, pues no llegaremos a Albany a tiempo de tomar el primer tren.
—Es lástima, doctor, porque no tenemos tiempo de sobra.
—¡Bahi Todo se reduce a llegar por la noche a Niágara Falls, en vez de llegar por la tarde.
La modificación me desagradaba, pero forzoso era resignarse.
Efectivamente, el
Saint-John
no quedó amarrado al muelle de Albany antes de las ocho. El tren de la mañana ya había salido; teníamos que aguardar el tren de la una y cuarenta. Podíamos, pues, visitar sosegadamente la curiosa ciudad que forma el centro legislativo del Estado de Nueva York, la ciudad baja, comercial y populosa, establecida en la orilla derecha del Hudson, y la ciudad alta, con sus casas de ladrillo, sus establecimientos útiles y su famoso museo de fósiles. Parece que uno de los grandes barrios de Nueva York se ha trasladado a la ladera de aquella colina, sobre la cual se desarrolla en anfiteatro.
A la una, después de almorzar, estábamos en la estación, estación libre, sin vallas ni guardas. El tren paraba en medio de la calle, como un ómnibus. Se sube cuando se quiere a aquellos vagones sostenidos en la parte delantera y en la trasera, por un sistema giratorio de cuatro ruedas. Los carruajes comunican entre sí por pasillos que permiten al viajero pasear de extremo a extremo del tren. A la hora marcada, sin que hubiéramos visto a ningún empleado, sin un toque de campana, sin aviso de ningún género, la jadeante locomotora nos arrastró con velocidad de 12 leguas por hora. No estábamos almacenados como en los coches de los ferrocarriles de Europa, sino que podíamos pasear, comprar libros y periódicos.
Las bibliotecas y los vendedores ambulantes marchan con el viajero. El tren volaba por entre campos sin barreras, bosques en que se habían hecho cortas recientes, a riesgo de tropezar con troncos de árboles; ciudades nuevas con anchas calles surcadas por
rails,
pero que aún carecían de casas, ciudades cuyos nombres son los más poéticos de la historia antigua: Roma, Palmira, Siracusa. Todo el valle del Mohawk, desfiló ante nuestros ojos; asi entablé conocimiento con el país que pertenece a Fenimore como el Sob-Roy a Walter Scott. Brilló por un momento, en el horizonte, el lago Ontario, teatro de las escenas de la obra maestra de Cooper.
A las once de la noche pasamos al tren de Rochester, y atravesamos las rápidas corrientes de Tennesse, que huían en forma de cascadas, bajo los vagones. A las dos de la madrugada llegamos a Niágara Falls; el doctor me condujo a una fonda soberbia, llamada «Cataract House».
El Niágara no es un río, ni siquiera un riachuelo. Es una sangría natural de desagüe, un canal de 36 millas de largo, que vierte en el lago Ontario las aguas de los lagos Superior, de Michigan, del Hurón y del Erie. La diferencia de nivel entre este último y el Ontario, repartida con uniformidad de pendiente en todo el trayecto, no hubiera podido formar ni un
rápido,
pero sólo las caídas absorben su mitad; de esto procede su fuerza.
Este curso de agua separa los Estados Unidos del Canadá. La orilla izquierda es americana, pero la derecha es inglesa. A un lado,
policemen;
al otro, ni su sombra.
El día 12 de abril, al amanecer, Pitferge y yo bajábamos por las anchas calles de Niágara Falls, pueblo formado al lado de las cascadas, a 300 millas de Albany, especie de pequeña ciudad «de aguas» edificada en lugar pintoresco, con buenas fondas y agradables casas de campo que los yanquis y canadienses habitan en la buena estación. El tiempo era hermoso; brillaba el sol en un cielo que respiraba frío. Oíanse lejanos mugidos. En el horizonte se distinguían vapores que no debían ser nubes.
—¿Es la catarata? —pregunté a Pitferge.
—¡Paciencia! —contestó.
Pronto llegamos a orillas del Niágara. Las aguas del río, transparentes y poco profundas, corrían tranquilas; por algunos puntos asomaban puntas de rocas negruzcas. Los mugidos se hacían más y más fuertes, pero aún no veíamos la catarata. Un puente de maderos que descansaban en arcos de hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en el centro del río. El doctor me condujo a él. Agua arriba se extendía el río hasta perderse de vista, agua abajo, es decir, a nuestra derecha, se conocía el primer desnivel de un
rápido;
más allá, a media milla del puente, desaparecía el terreno por completo, hallándose el aire lleno de nubes de agua en polvo. Aquello era el
salto americano.
Más lejos se pintaba un paisaje tranquilo, algunas colinas, casas de campo, árboles secos, es decir, la orilla canadiense.
—¡No miréis! ¡No miréis! —me gritaba el doctor—. ¡Reservaos! ¡Cerrad los ojos y no los abráis hasta que yo os avise!
Pero yo no hacía caso de aquel tipo original, y miraba. Pasado el puente, pisamos la isla. Era Goat-Island, la isla de la Cabra, un trozo de 70 fanegas, cubierto de árboles, surcado por soberbias calles de árboles, por donde pueden circular carruajes, arrojados como un ramillete, entre los dos saltos de agua, americano y canadiense, separados por una distancia de 300 yardas. Corríamos por debajo de aquellos grandes árboles, trepando las pendientes y dejándonos resbalar para descender. Redoblaba el estruendo de las aguas; nubes gigantescas de húmedos vapores rodaban por el espacio.
—¡Mirad! —exclamó el doctor.
Al salir de un bosquecillo, el Niágara acababa de aparecer ante nuestros ojos en todo su esplendor. En aquel punto formaba un recodo brusco, y redondeándose para formar el salto canadiense, el
horse-shoe-fall,
herradura, caía desde una altura de 158 pies, con una anchura de dos millas.
La Naturaleza, en aquel lugar, uno de los más hermosos del mundo, lo ha combatido todo para encantar la vista. El recodo del Niágara favorece singularmente los efectos de luz y sombra. El sol, hiriendo aquellas aguas bajo todos los ángulos, diversifica caprichosamente sus colores; de fijo, quien no haya visto aquel efecto, no lo admitirá sin dificultad. En efecto, cerca de Goat-Island, la espuma es blanca, es nieve inmaculada, es una corriente de plata líquida que se precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las aguas tienen un admirable color verde, que revela cuán gruesa es allí la capa de agua; así el buque
Detroit,
que calaba veinte pies, pudo bajar la catarata sin
tocar.
Al contrario, hacia la orilla canadiense, los torbellinos, como metalizados bajo los rayos luminosos, resplandecían, como si fueran de oro derretido que se precipitara al abismo. Debajo, el río es invisible. Los vapores revolotean en espeso torbellino. Vi, sin embargo, enormes carámbanos acumulados por los fríos del invierno, que afectan formas de monstruos que, con sus bocas abiertas, absorben en cada hora los cien millones de toneladas que derrama en ellas el inagotable Niágara. Media milla agua arriba de la catarata, el río corre pacífico, presentando una superficie sólida que las primeras brisas de abril aún no logran derretir.
—¡Ahora al centro del torrente! —me dijo el doctor.
¿Qué quería decir? Yo no le entendía, pero me señaló una torre edificada sobre un peñasco, a algunos centenares de pies de la orilla, al borde mismo del precipicio. Aquel «audaz» monumento, levantado en 1833 por un tal Judge Porter, se llama «Terrapintower».
Descendimos por las rampas laterales del Goat-Island. Al llegar a la altura del curso superior del Niágara, vi un puente, formado por algunas tablas echadas sobre puntas de peñas, que unían la torre a la orilla. Aquel puente costeaba el abismo, a algunos pasos sólo de distancia. El torrente mugía por debajo. Nos aventuramos sobre aquellos maderos, y al cabo de algunos instantes, llegamos a la principal roca de las que soportan el «Terrapintower». Aquella torre redonda, de 45 pies de altura, es de piedra. En lo más alto de ella se desarrolla un balcón circular, rodeando un tejado cubierto de estuco rojizo. La escalera de caracol es de madera. En sus escalones están escritos millares de nombres. El que llega a lo alto de la torre, se agarra a la barandilla del balcón, y mira.
La torre está en plena catarata. Desde su cumbre, las miradas penetran en el abismo, hundiéndose hasta la garganta de aquellos monstruos que beben el torrente. Se siente cómo tiembla la roca que sostiene la torre. En torno de ella se descubren desmoronamientos espantosos, como si el lecho del río cediera. No se oye hablar. De aquellos remolinos de agua, salen truenos. Las líneas líquidas humean y silban, como saetas. La espuma llega a lo alto del monumento. El agua pulverizada se eleva por los aires, formando un espléndido arco iris.
Por un simple efecto de óptica, parece que la torre se mueve con terrible velocidad, pero retrocediendo, afortunadamente, porque, si la ilusión fuese al contrario, el vértigo sería irresistible, nadie podría mirar aquel abismo.
Jadeantes, fatigados, entramos un momento al piso alto de la torre. Allí, el doctor creyó oportuno decirme:
—Este Terrapintower, amigo mío, caerá algún día al abismo; tal vez mucho antes de lo que se cree.
—¿De veras?
—Es indudable. El gran salto canadiense retrocede, insensiblemente, pero retrocede. En 1833, cuando se construyó la torre, distaba de la catarata mucho más que hoy. Los geólogos sostienen que hace 35.000 años, la catarata estaba en Queenstown, siete millas aguas arriba de la posición que hoy ocupa. Según mister Bakewell, retrocede un metro por año; según sir Charles Lyell, un pie nada más. Llegará, pues, un momento en que la peña que sostiene la torre, corroída por las aguas, se deslizará por las pendientes de la catarata. Pues bien, acordaos. El día en que el Terrapintower vaya a parar al abismo, habrá dentro de la torre algunos excéntricos que se bañarán en el Niágara con ella.
Miré al doctor, como preguntándole si sería alguno de aquellos excéntricos; pero me indicó que le siguiera, y volvimos a contemplar el
horse-shoe-fall
y el paisaje que le rodea. Distínguese desde allí, un poco encorvado, el salto americano, separado por la punta de la isla, en que se forma también una pequeña catarata central, de 100 pies de anchura. El salto americano, igualmente admirable, es recto y no sinuoso, y su altura es de 164 pies. Pero, para poderlo ver en todo su desarrollo, es preciso colocarse enfrente de ella, en la orilla canadiense.
Durante todo el día, vagamos por las márgenes del Niágara, irresistiblemente atraídos por aquella torre en donde los mugidos de las aguas, la niebla de los vapores, el juego de los rayos solares, la embriaguez y los perfumes de la catarata, mantienen al espectador en perpetuo éxtasis. Después regresamos a Goat-Island para examinar la gran cascada desde todos los puntos de vista, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido llevarme a la Gruta de los Vientos, ahuecada detrás de la catarata central y a la cual se llega por una escalera practicada en la punta de la isla, pero en aquella temporada, estaba prohibido acercarse a ella, a causa de los frecuentes hundimientos que se producían, desde hacía algún tiempo, en aquellas peñas quebradizas.
A las cinco estábamos de vuelta en Cataract House. Después de comer rápidamente, fuimos otra vez a Goat-Island. El doctor quiso volver a ver las Tres Hermanas, deliciosos islotes situados a lo último de la isla. Llegada la noche, me llevó de nuevo al tembloroso peñasco de Terrapintower.
El sol se había puesto tras las sombrías colinas. Los últimos resplandores del día habían desaparecido. La luna brillaba en todo su esplendor. La sombra de la torre se proyectaba, alargándose sobre el abismo. Aguas arriba, las aguas tranquilas se deslizaban bajo la ligera bruma. La orilla canadiense, y sumida en tinieblas, contrastaba con las masas más iluminadas del Coast Island y del pueblo Niágara Falls. Bajo nuestros pies, el antro, aumentado por la penumbra, parecía un abismo infinito, en el cual mugía la formidable catarata. ¡Qué impresión! ¡Qué artista podrá reproducirla, con la pluma o el pincel! Una luz movediza apareció en el horizonte… Era el farol de un tren que pasaba por el puente del Niágara, colgado a dos millas de nosotros. Permanecimos así hasta la medianoche, mudos, inmóviles, en lo alto de aquella torre, irresistiblemente inclinados sobre el torrente que nos fascinaba. Finalmente, así que los rayos de la luna hirieron, según cierto ángulo, el polvo líquido, distinguí una faja láctea, una cinta diáfana que temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar, una pálida irradiación del astro de la noche, cuyo tibio resplandor se descomponía al atravesar las brumas de la catarata.
El programa del doctor marcaba, para el día siguiente, 13 de abril, una visita a la orilla canadiense. Un paseo. Bastaba seguir las alturas que forman la derecha del Niagara por espacio de dos millas, para llegar al puente colgante. Salimos a las siete de la mañana. Desde el sendero sinuoso que costea la orilla derecha, se distinguían las aguas tranquilas del río, que ya se había repuesto de los remolinos de su caída.
A las siete y media llegamos a Suspension Bridge. Es el único puente que conduce al Great-Western y al New York Central Railroad, el único que da entrada al Canadá en los confines del Estado de Nueva York. Está formado por dos tableros; por el superior pasan los trenes y por el inferior, situado a 23 metros por debajo del primero, pasan los carruajes ordinarios y los peatones. La imaginación se niega a seguir en su atrevido trabajo al ingeniero John A. Roebling, de Trendon (Nueva Jersey), que se determinó a construir un viaducto en tales condiciones: un puente colgante que da paso a trenes de ferrocarril, situado a 250 pies sobre el Niágara, transformado de nuevo en rápido. El Suspension Bridge tiene 800 pies de largo y 24 de ancho. Tirantes de hierro, sujetos en las orillas, le preservan del balanceo. Los cables que lo sostienen, formado cada uno por 4000 alambres, tienen diez pulgadas de diámetro y pueden soportar un peso de 12.400 toneladas. Inaugurado en 1855, costó 500 000 dólares. Cuando llegábamos a la mitad del puente, pasó un tren sobre nuestras cabezas, sentimos cómo el tablero se hundía más de un metro bajo nuestros pies.
Un poco aguas abajo de este puente está el sitio por donde Blondin pasó el Niágara, por una cuerda tirante, de orilla a orilla; no lo atravesó, pues, por encima de las cataratas. Pero no por eso era la empresa menos arriesgada. Pero si mister Blondin nos asombra por su audacia, ¿no debe admirarnos más el amigo que, montado en su espalda le acompañaba en aquel paseo aéreo?