Una ciudad flotante (4 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: Una ciudad flotante
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—¡Nuestra vieja Inglaterra! —repuso sonriendo Corsican—. Ya no estamos en ella, pues el buque que nos lleva, aunque sea inglés, está fletado por franceses y nos conduce a América. Sobre nuestras cabezas ondean tres pabellones que indican que pisamos un suelo franco-anglo-americano.

—¿Qué importa? —respondió Fabián, cuya frente se arrugó momentáneamente, cual bajo una dolorosa impresión—. Lo esencial es que corra nuestra licencia. El movimiento es la vida. Olvidemos lo pasado y matemos lo presente renovando los objetos que nos rodean. Dentro de algunos días abrazaré, en Nueva York, a mi hermana y a mis sobrinos, a quienes no he visto desde hace muchos años. Después visitaremos los Grandes Lagos, bajaremos el Mississipi hasta llegar a Nueva Orleans. Daremos una batida en el Marañón, y después, de un salto, pasaremos a África, donde los leones y los tigres se han dado cita en El Cabo para festejar al capitán Arquibaldo; hecho esto, volveremos a imponer la voluntad de la metrópoli a los cipayos.

Fabián hablaba con volubilidad nerviosa, mientras su pecho se henchía de suspiros. Indudablemente, alguna desgracia que no me habían dejado adivinar sus cartas amargaba su vida. Arquibaldo Corsican debía conocer aquel secreto, pues demostraba hacia Fabián, algo más joven que él, su cariño de hermano mayor, una amistad de esas que pueden llevar al heroísmo, en ocasiones determinadas.

Un grueso camarero interrumpió nuestra conversación, tocando la bocina para avisar, con un cuarto de hora de anticipación, el
lunch
de las doce y media. El ronco instrumento, con gran satisfacción de los pasajeros, resonaba cuatro veces al día: a las ocho y media, para el almuerzo; a las doce y media, para el
lunch
; a las cuatro y media, para comer, y a las siete y media, para el té. Los pasajeros, despejando las anchas calles, se hallaron pronto sentados a la mesa; yo me coloqué entre Fabián y el capitán Arquibaldo.

En los comedores había cuatro filas de mesas. Los vasos y botellas, colocados en platillos de doble suspensión, conservaban su posición vertical, a pesar de los vaivenes. El buque no sentía las olas. Hombres, mujeres y niños podían comer y beber sin peligro. Gran número de atentos camareros hacía correr, en torno de las mesas, exquisitos platos, y suministraba a cada pasajero, con arreglo a la lista que formaba, vinos y dulces que se pagaban aparte. Distinguíanse los californianos por su afición al champaña.

Una lavandera, enriquecida en los lavaderos de San Francisco, bebía, en compañía de su marido, aduanero retirado, «Cliquot» a tres dólares botella. Algunas
misses
escuálidas y descoloridas engullían tajadas de vaca chorreando sangre. Largas
ladyes
, con defensas de marfil, vaciaban en las hueveras los huevos pasados por agua. Otras saboreaban apio del desierto, con marcada satisfacción. Todos trabajaban con fervor. Aquello era una fonda en pleno París, no en pleno Océano.

Tomado el
lunch
, se poblaron otra vez las toldillas. Los conocidos se saludaban al paso, como los paseantes de Hyde Park. Los niños saltaban, corrían, jugaban con sus aros y balones, como si estuvieran sobre la arena en las Tullerías. Casi todos los hombres fumaban paseando. Las señoras charlaban, sentadas en sillas de tijera. Las ayas y niñeras cuidaban de los niños. Algunos americanos panzudos se columpiaban en sillones de balancín. Los oficiales del buque iban y venían, unos observando la aguja, otros respondiendo a las preguntas, algunas harto inocentes o ridículas, de los viajeros. Entre los resoplidos de la brisa se oían los ecos de un órgano colocado en el salón de popa y los de dos o tres pianos de «Pleyel» que en los salones —bajos se hacían una competencia lamentable.

A eso de las tres, resonaron estrepitosas voces de triunfo, y los viajeros cubrieron las toldillas. El
Great-Eastern
pasaba a dos cables de un paquebote al que había adelantado. Era el
Dropontis,
con rumbo a Nueva York, que saludó al gigante de los mares, a quien éste contestaba.

A las cuatro y media aún se divisaba tierra, a tres millas a estribor. Apenas nos permitía verla la oscuridad de un chubasco repentino. Pronto apareció una luz. Era el faro de Fastenet, colocado en un picacho aislado. No tardó en cerrar la noche, durante la cual debíamos doblar el cabo Clear, última punta adelantada de la costa de Irlanda.

CAPÍTULO VII

He dicho ya que la eslora del
Great-Eastern
pasaba de dos hectómetros.

Para dejar satisfechos a los ávidos de comparaciones, diré que es un tercio más largo que el puente de las Artes. No hubiera podido revolverse en el Sena, y su calado le impediría flotar de otra manera que como flota el mismo puente. El buque mide, en realidad, 270 metros y medio entre sus perpendiculares, en la línea de flotación. En la cubierta, de popa a proa, tiene 210 metros y medio, longitud doble de la que tienen los mayores buques trasatlánticos. Su manga es de 25 metros 30 centímetros en la cuaderna maestra, y de 36 metros 65 centímetros hasta fuera de los tambores.

El casco del
Great-Eastern
está hecho a prueba de los golpes de mar más formidables. Es doble y lo forma un conjunto de celdillas de 86 centímetros de altura. Además, 13 compartimientos, separados por fuertes tabiques, aumentan su seguridad bajo el punto de vista de las vías de agua y el incendio. Diez mil toneladas de hierro entraron en la construcción de este casco, y tres millones de clavos, remachados estando enrojecidos al fuego, aseguran la perfecta unión de las láminas de su forro.

Cuando cala 30 pies de agua, el
Great-Eastern
desaloja 2500 toneladas. En lastre solo cala 6,10 metros. Puede transportar 10.000 pasajeros. De las 373 cabezas de distrito de Francia, 274 están menos pobladas que lo estaría esta subprefectura flotante con su máximum de pasajeros.

Las líneas del
Great-Eastern
son muy largas. Las cadenas de las anclas corren por escobenes que horadan su estrave. Su proa, muy aguda, sin huecos ni salientes, es perfecta. Su popa, redondeada, cae un poco y desdice del conjunto.

Seis mástiles y cinco chimeneas se elevan sobre su cubierta. Los tres palos que se hallan hacia la proa son: el «fore-gigger» y el «fore-mast» ambos palos trinquetes y el «main-mast» o palo mayor. Los tres posteriores son el «aftermain-mar», el «mizen-mast» y el «after-gigger». El «foremast» y el «main-mast» llevan gavias y juanetes, y los otros cuatro solo velas triangulares. El velamen total está formado por 5400 metros cuadrados de lona muy buena, de la fábrica de Edimburgo. En las inmensas cofas del segundo y tercer palo puede maniobrar perfectamente a cualquier orden, una compañía.

De estos seis palos, sostenidos por obenques y brandales metálicos, el segundo, tercero y cuarto; están formados por chapas de hierro claveteadas, verdadera obra maestra del arte calderero. Miden, en la fogonadura, 1,10 metros, y el mayor tiene 207 pies de elevación: no son tan altas las torres de Nuestra Señora.

Dos de las chimeneas pertenecen a la máquina de las ruedas y están delante de los tambores; las tres de la popa son de la máquina de hélice. Son cilindros de gran radio, sostenidos por fuertes cadenas y de 30 metros y medio de altura.

En el interior del buque, la distribución está muy bien entendida.

En la proa están los lavaderos al vapor y los alojamientos de la tripulación. Sigue un salón para señoras, y otro mayor, alumbrados por lámparas de doble suspensión y adornados con espejos y pintura. Claraboyas laterales, sostenidas por elegantes columnatas doradas, dejan pasar la luz a estas magníficas cámaras que comunican con el puente superior por medio de escaleras de caracol de peldaños metálicos y barandillas de caoba.

Delante están dispuestas cuatro filas de camarotes separados por un pasillo; unos se comunican por medio de una meseta y a los otros se llega por una escalera particular.

Los tres vastos
dinning-rooms
de la popa presentan análoga disposición para los camarotes. Un corredor embaldosado que da vuelta a la máquina de las ruedas, entre sus paredes de metal y las colinas, da paso de las habitaciones de proa a las de popa.

Las máquinas del
Great-Eastern
están reputadas, con razón, por obras maestras de… iba a decir de relojería. Nada hay tan asombroso como aquellos enormes sistemas de ruedas, funcionando suave y precisamente, como un reloj. La fuerza nominal de la máquina de ruedas es de mil caballos. Se compone esta máquina de cuatro cilindros oscilantes, de 2,26 metros de diámetro, apareados y cuyos émbolos directamente articulados a las bielas, desarrollan 4,27 metros de carrera. La presión media es de 20 libras por pulgada, cerca de 1,76 kilogramos por centímetro cuadrado, o sea una atmósfera y dos tercios.

La superficie de calor de las cuatro calderas reunidas es de 780 metros cuadrados. Este «Encine-padole» marcha con majestuosa calma; su excéntrico, arrastrado por el árbol, parece elevarse como un globo aerostático. Puede dar 12 vueltas de rueda por minuto y forma contraste con la máquina de la hélice, más veloz y furiosa, impulsada por 1600 caballos de vapor.

Ésta se compone de cuatro cilindros fijos y horizontales unidos de dos en dos por sus cabezas.

Sus émbolos, que recorren 1,24 metros, actúan directamente sobre el árbol de la hélice. Bajo la presión producida por sus seis calderas, cuya superficie de calor es de 1,165 metros cuadrados, la hélice, a pesar de su peso de 60 toneladas, puede dar 48 vueltas por minuto, pero entonces la máquina, jadeante, oprimida, se desboca en rapidez vertiginosa, y sus largos cilindros parecen atacarse, tocándose con sus émbolos como dos enormes carneros.

El
Great-Eastern
posee, además, seis máquinas auxiliares para la alimentación, las bombas y los cabrestantes. Como se ve, el vapor desempeña, a bordo un importante papel en todas las maniobras.

Tal es este buque de vapor, sin par, no parecido a otro alguno.

A pesar de esto, un capitán francés escribió en su diario la inocentada siguiente:

«Encontrado buque, seis palos, cinco chimeneas. Supuesto
Great-Eastern
».

CAPÍTULO VIII

La noche del miércoles al jueves fue mala. Mi lecho se agitó extraordinariamente y tuve que apoyar mis rodillas y codos en su tabla de doble suspensión. Sacos y maletas danzaban por el camarote. Oíase un estrépito inusitado en el salón inmediato, donde habían sido depositados, provisionalmente, dos o trescientos fardos que chocaban con las mesas y bancos. Golpeaban las puertas, gemían los tabiques, vasos y botellas daban chasquidos en sus móviles suspensiones y caían al suelo, en las cocinas, cataratas de vajilla. Resonaban también los mugidos de la hélice y los golpes de las ruedas que, saliendo del agua, alternativamente, azotaban el aire con sus paletas.

Comprendí que, habiendo refrescado el viento, no permanecía ya insensible el buque a las olas que le cogían a su largo.

Después de una noche de insomnio, me levanté a las seis de la mañana. Agarrado con una mano al marco de la litera, me vestí con la otra, a fuerza de trabajos. No hubiera podido, sin punto de apoyo, mantenerme en pie, y tuve que sostener con mi levita una reñida lucha. Dejé luego mi camarote, atravesé, como pude, el salón lleno de revoltosos fardos y subí, a gatas, la escalera, como un campesino romano que trepara por los escalones de la
Scala Santa
de Poncio Pilato, y llegué a la cubierta, donde me aferré vigorosamente a un guardiamarina.

Nada de tierra a la vista. Habíamos doblado por la noche el cabo Clear, y se distinguía por todos lados esa circunferencia que trazan las aguas sobre el azul del cielo. Grandes olas de color de pizarra, que no se deshacían, hinchaban el mar.
El Great-Eastern,
cogido al sesgo y no apoyado por vela alguna, se balanceaba espantosamente. Sus palos describían arcos de círculo, cual si fueran enormes piezas de compás. El oficial de cuarto, aferrado a la pasadera, se mecía como en un columpio, pues era imposible permanecer en pie.

Conseguí, de guardiamarina en guardiamarina, ganar el tambor de estribor. La bruma había dejado muy resbaladiza la cubierta. Al ir a cogerme a la paralela por uno de sus puntales, un cuerpo llegó rodando a mis pies. Era el doctor Dean Pitferge. Aquel tipo se puso al punto a gatas y mirándome, exclamó:

—Justo. Las paredes del
Great-Eastern
describen un arco de 40 grados; veinte de elevación y otros tantos de depresión.

—¿De veras? —respondí riendo, no por la observación sino por la ocasión en que se hacía.

—¡Tal como suena! —repuso—. La velocidad de las paredes es, durante la oscilación, de un metro setecientos cuarenta y cuatro milímetros por segundo. Un trasatlántico, que tiene la mitad de largo, sólo emplea ese tiempo en caer de una a otra borda.

—Entonces —le dije—, puesto que el buque recobra tan pronto la vertical, hay sobra de estabilidad.

—Sí, ¡para él, pero no para nosotros! —respondió alegremente el doctor— pues, como veis, recobramos la horizontal mejor que queremos.

Encantado de su réplica, levantóse el doctor y, apoyados uno en otro, logramos llegar a un banco de la toldilla. Felicité allí a Pitferge, porque sólo tenía algunas desolladuras, cuando podía haberse roto la cabeza.

—Aún no hemos Regado al fin —me dijo—. Pronto ocurrirá alguna desgracia.

—¿A nosotros?

—Al buque, que es lo mismo.

—Si habláis en serio, ¿por qué os embarcasteis?

—¡Porque tengo ganas de ver a qué sabe un naufragio! —dijo el doctor con la mayor formalidad.

—¿Es la primera vez que navegáis en este barco?

—No. He hecho en él, como curioso, varias travesías.

—Entonces no os quejéis.

—No me quejo. Hago constar los hechos y espero paciente la hora de la catástrofe.

¿Se burlaba aquel hombre de mí? Sus ojuelos me parecían muy irónicos. Quise tantearle más.

—Doctor —le dije—, aunque no sé en qué hecho pueden fundarse vuestros pronósticos, debo advertiros que el
Great-Eastern
ha atravesado ya veinte veces el Atlántico, y que el conjunto de sus viajes ha sido satisfactorio.

—¿Qué importa eso? —contestó—. Este buque está
embrujado,
para emplear la expresión del vulgo. Su destino está escrito. Todo el mundo lo sabe y nadie se fía de él.

»¡Cuántas dificultades ha habido que vencer para botarlo al agua! Se resistía tanto a mojarse como el hospital de Greenwich. Creo que su constructor Brunnel murió, como decimos los médicos,
de resultas de la operación.

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