Una bandera tachonada de estrellas (27 page)

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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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Kirk supo quién estaba implicado antes de que Nguyen acabara la frase.

—… se trata de G’dath, señor. Un problema de seguridad. Dos agentes klingon consiguieron atravesar nuestras medidas de seguridad y capturar a G’dath y un estudiante, señor. Tengo entendido que ahora también Riley está en su poder.

—¿Riley? ¿Qué estaba haciendo allí?

—Se tomó por su cuenta la responsabilidad de intervenir. —Luego, Nguyen le resumió la situación. Cuando acabó, Kirk sólo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Esté a la espera para transportarme hasta allí. Kirk fuera. —Cerró el comunicador y se volvió a mirar a la piloto. ¿Capitán Friedman? Lo siento, pero tengo que marcharme ahora mismo. Emergencia de la Flota Estelar.

—Supongo que no puedo discutirle eso —dijo Friedman mientras pulsaba el botón de su radio—. Voy a suspender, control —anunció, mientras comenzaba a pulsar interruptores—. El almirante Kirk tiene que marcharse de inmediato. —La lanzadera se posó suavemente sobre el suelo del hangar mientras los motores se apagaban.

Nan lo miró con expresión preocupada. Cuando menguó el nivel de ruido, preguntó.

—¿Qué sucede, Jim? ¿Qué ha salido mal?

Él se lo contó, sin ser todavía capaz de reaccionar él mismo a la noticia. Hacia Riley, experimentaba dos sentimientos encontrados: enojo porque su jefe de personal no le hubiese proporcionado a G’dath unas medidas de seguridad adecuadas… y una preocupación casi paternal por él.

—G’dath y mi jefe de personal, entre otros, son en estos momentos retenidos como rehenes por dos klingon, en Nueva York. Se hallan a bordo de una lanzadera de la Flota Estelar que se dirige hacia Dios sabe dónde.

—¿G’dath? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido? ¿No llegó al aula? —exclamó Nan entrecortadamente.

—Lo hizo. Y también llegaron dos agentes klingon.

—¡Dios mío, Jenny…! ¿Está bien ella?

—Lo siento, Nan, pero eso es todo lo que sé. Dos agentes klingon, G’dath y otros rehenes se hallan a bordo de una lanzadera, y eso podrían ser noticias extremadamente malas. Pueden encaminarse hacia cualquier punto del sistema solar, y no hay ninguna otra nave de la Flota Estelar que se encuentre en una posición favorable para perseguirlos. —Hizo una pausa al surgir en su mente un rayo de inspiración, y se volvió a mirar a Friedman—. Excepto ésta. Capitán…

Friedman lo miró a los ojos. Durante un breve instante su expresión fue de perplejidad… pero luego se animó con una ancha y traviesa sonrisa.

—Supongo que tiene usted razón, almirante. Es una nave de la Flota Estelar, ¿verdad? Dé la orden. Yo me atrevo si usted lo hace.

Él descansó una mano sobre uno de los hombros de Friedman, y le dedicó el tipo de sonrisa que había ayudado a convertir al capitán Kirk en una leyenda viviente.

A bordo de la lanzadera, G’dath continuaba inclinado sobre un lado de la consola, supuestamente instalando el globo. Había acabado de hacerlo momentos antes, pero aún no había madurado un plan.

Había poco tiempo. La lanzadera ya estaba en el aire, y apenas unos segundos después de que activara el globo, se hallarían en el imperio klingon, suponiendo que la nave estuviese correctamente orientada.

Por supuesto, G’dath podía activar la energía motriz del globo durante unos segundos más de lo necesario, y enviar así a la diminuta nave más allá de la Federación y el imperio klingon, cerca del confín mismo de la galaxia. El hacerlo evitaría que tanto la Federación como el Imperio pudiesen apoderarse del globo.

Si lo hacía, sus captores klingon lo matarían con casi total seguridad… y, peor aún, matarían a Joey y a Riley.

La fuente energética del globo, si la teoría de G’dath era correcta, podía ser cortocircuitada de forma que se sobrecargase rápidamente hasta niveles peligrosos. En caso de necesidad, podría destruir la nave y a todos los que estaban a bordo. Sería una muerte más pronta y limpia que la que les aguardaba en el imperio klingon… o en los límites de la galaxia.

Sin embargo, el pensar en Joey lo retenía. Por el chico aguardaría un poco más con la esperanza de que los rescataran… aunque esa esperanza estaba menguando a toda velocidad.

Un abrupto mareo se apoderó de él a la vez que veía puntos negros que danzaban ante sus ojos. G’dath cerró los párpados y se derrumbó, debilitado, contra el frío metal de la pared de la consola, apoyándose con la mano sana. La otra, la derecha, estaba pegajosa y continuaba goteando sangre. Tuvo una vaga conciencia de las voces de los klingon que hablaban en su idioma nativo.

—Nos alejamos sin inconvenientes, superior. Nuestra altitud es tal que la última nave policial ha quedado atrás y desaparecido. No hay ninguna otra nave dentro de un radio de alcance.

—Excelente, Klor. Excelente.

Y no oyó nada más, no sintió nada más, hasta que unos brazos fuertes, brazos de klingon, pasaron por debajo de los suyos y lo levantaron. G’dath abrió los ojos y se encontró con que yacía atravesado en la hilera posterior de asientos para pasajeros, con un maletín médico abierto a su lado. El oscuro rostro de Klor se cernía sobre él mientras el klingon de elevada estatura comenzaba a aplicar un aerosol coagulante sobre la herida de G’dath.

—Esto le parará la hemorragia —le dijo Klor en voz baja. Sus modales no eran descorteses.

Cautelosamente, G’dath volvió la cabeza para averiguar si disfrutaban de la suficiente intimidad para hablar abiertamente, pero no pudo ver nada excepto los respaldos de los asientos. Cerró los párpados con fuerza y esperó a que pasara el nuevo embate de mareo.

Cuando volvió a abrirlos miró a Klor a los ojos y, por primera vez, advirtió que el klingon los tenía azules, de un tono más profundo y brillantes que los de Joey Brickner. Tal vez eso explicaba la compasión que creía haber visto en el rostro del klingon.

—Su nombre es Klor —jadeó en klingon, poniendo buen cuidado en mantener la voz baja para que el comandante no pudiera oírlo. El hablar le resultaba algo difícil, pero continuó por desesperación—. He oído que su comandante lo llamaba por ese nombre. Hay algunas cosas que debe usted saber sobre ese aparato.

—¿Ha podido instalarlo con éxito?

—No lo sé. Tal vez. Pero debo advertirle del peligro que entraña. Ustedes quieren llevar ese globo al Imperio porque les reportará honor y gloria a usted y su comandante, y porque conseguirá más planetas para el Imperio. Será utilizado para mejorar ampliamente los viajes espaciales… pero también será empleado para propósitos dañinos. También tiene esa capacidad.

Reportará el honor y gloria sobre el imperio… pero podría atraer la muerte y la destrucción. ¿Entiende usted lo que significa el equilibrio del poder, Klor?

El joven klingon apartó la mirada por un instante y asintió, con una expresión levemente avergonzada.

—Ya hace algún tiempo que estoy observando sus clases, G’dath —le contestó en voz baja—, y por lo tanto me he familiarizado con el concepto.

Si hubiera tenido fuerzas para hacerlo, G’dath habría sonreído al darse cuenta de que estaba hablando con uno más de sus estudiantes. Uno que, hasta aquel momento, había permanecido en el anonimato.

—Si el equilibrio de poder existente entre los klingon y la Federación se alterase, podría ser desastroso.

—Los organianos… —comenzó a decir Klor, y se interrumpió.

Esta vez, G’dath consiguió que sus labios dibujaran el débil comienzo de una sonrisa. Aparentemente, Klor había estado controlando la conversación mantenida en clase respecto a los organianos, y acababa de recordar las conclusiones. No podía confiarse necesariamente en que los organianos evitaran otra guerra.

—Incluso si los organianos llegaran a impedir este conflicto —le susurró G’dath—, no han evitado que el Imperio entrara en otros.

—Pero la Federación ya posee este diseño —replicó Klor con terquedad. Había acabado de aplicar el aerosol coagulante, y comenzó a limpiar con cuidado la sangre del brazo de G’dath—. Por lo tanto, también el imperio tiene que tenerlo, para mantener el equilibrio.

—No. Ellos no poseen el diseño. Nadie lo tiene.

Vio la desconfianza en el rostro de Klor, pero en él había también inseguridad. Instintivamente, tuvo la sensación de que su captor más joven confiaba en él. Presa de la desesperación, dijo:

—No puedo permitir que mi invento sea utilizado para la violencia. Compréndalo; antes, destruiré esta nave.

—No tiene usted los medios para… —comenzó Klor, y volvió a callar. Sus azules ojos se abrieron de par en par al comprender lo que acababa de insinuar G’dath, y luego sus oscuras cejas se unieron bruscamente—. Usted no hará eso, doctor G’dath.

—Lo haré —replicó G’dath en voz baja—. Y usted tiene que ayudarme. Antes de que la Federación o el Imperio hagan mal uso de ese aparato.

Klor acabó de limpiar la herida de G’dath y se enderezó; su rostro se había endurecido hasta una pétrea impenetrabilidad.

—No puedo escuchar esto por más tiempo. Tengo que informar de inmediato a Keth.

—Klor… ¿tiene usted antepasados humanos?

Klor apartó rápidamente la mirada, dándole así una respuesta a G’dath.

—Lo suponía. En ese caso usted, más que nadie, tiene interés en esto. Por el bien de sus dos pueblos. Klor le volvió la espalda. —No escucharé esto.

—Klor… —susurró G’dath.

Pero el joven klingon se había marchado, y dejado a G’dath preguntándose si el informarlo de la capacidad de autodestrucción del globo no había sido un espantoso error.

A bordo de la lanzadera
Enterprise
, Kirk se erguía por encima de uno de los hombros de Alice Friedman, mientras Nan dirigía entusiasmada a Eddie para que hiciera determinadas tomas con los monitores. Kirk les había ordenado a Nan y Eddie que abandonaran la lanzadera, y ambos se habían negado resueltamente. «Tendrá que sacarnos por la fuerza de aquí», le había contestado Nan… y si hubiese habido tiempo para hacerlo, Kirk se habría sentido tremendamente tentado de llevarlo a cabo.

Estaba tanto preocupado como furioso respecto a Riley. Su jefe de personal tendría que haber ordenado una seguridad de prioridad máxima, no estándar. La clase tendría que haber estado protegida con escudos contra los ataques por transportador. Kirk estaba perplejo; aquél no era el trabajo del Riley que él conocía, el Riley al que había contratado. Ese Riley habría ordenado medidas de prioridad máxima, no se habría permitido cometer semejante error potencialmente trágico… aunque daba la impresión de que los agentes klingon podían estar lo bastante desesperados como para atravesar cualquier medida de seguridad. Tenían que estar locos para irrumpir en el aula de un instituto público, y más aún para irrumpir en una donde estaban rodando un programa de trivisión. Aquello no tenía el aspecto de una acción secreta aprobada por el gobierno klingon.

El que Riley saliera corriendo sin órdenes y se le ocurriera un plan para intercambiarse por los rehenes… eso sí que era propio del Riley que él conocía, el que le recordaba más que un poco al capitán James T. Kirk.

—Estamos yendo al máximo, almirante. —Friedman lo miró por encima del hombro—. No creo que podamos mantener esto durante mucho tiempo.

—¿No tenemos posibilidad de lanzarles un rayo tractor? —preguntó Kirk—. Temo que desaparezcan cuando estemos a punto de pillarlos.

—Podemos intentarlo. —Friedman miró las lecturas, entrecerró los ojos, y tuvo una reacción retardada—. ¡Eh, qué extraño! Estoy leyendo un tipo de energía desconocida que mana del interior de su lanzadera.

—¿Puede identificarla?

—Nunca he visto nada parecido hasta ahora. De todas formas, no procede de los motores. Ni siquiera los hiperespaciales presentan un perfil como ése, mucho menos los de impulso. Oh, oh… un mensaje sólo de audio está entrando en el canal principal de nave a nave, almirante. Es de nuestros amigos de ahí delante.

—Les habla Keth —anunció una voz grave y resonante—. Los de la nave fantasma. Abandonen. Tenemos rehenes. Si no desisten, ellos morirán.

—¿Qué quiere que haga, almirante? —preguntó Friedman—. Usted dirige el espectáculo.

—¿Qué tal ese rayo tractor?

—Aún se está cargando —contestó Friedman—. Estoy haciendo que pase unas cuantas veces por los motores para reforzarlo. Pero esa maldita carga extra nos está haciendo aminorar la velocidad… no se obtiene algo a cambio de nada.

—Comprendido. Los entretendré con evasivas. ¿Puede dejarme hablar con ellos?

—Claro. —Friedman le señaló con un gesto la rejilla del comunicador de la consola—. Hable. Todo el mundo en la Flota Estelar lo oirá. Está usted en el canal principal.

Klor ocupó su puesto ante el timón de la lanzadera mientras su comandante hacía girar el asiento contiguo que ocupaba, para encararse con los tres rehenes. G’dath continuaba tendido y en silencio en la hilera de asientos del fondo, mientras que el oficial de la Flota Estelar y el chico ocupaban asientos justo detrás de Klor y Keth.

Las palabras de G’dath habían afectado profundamente a Klor. No sabía si lo que había insinuado el profesor era verdad, que el globo podía ser utilizado para destruir su lanzadera. ¿Qué forma tenían entonces de averiguar si el físico no lo había programado para que estallara antes de llegar a casa?

Y Klor ansiaba desesperadamente llegar a casa.

Sin embargo, no conseguía reunir el ánimo suficiente como para poner en conocimiento de Keth esa nueva información. En el aula del colegio, se había convencido de que Keth no tenía un plan brillante, después de todo… que sencillamente había sucumbido a la locura y la frustración, e irrumpido en la clase con la esperanza, en el mejor de los casos, de negociar una huida con la policía.

Ya no confiaba en su comandante. De hecho, confiaba más en su prisionero. Tras varios meses de observar al profesor a diario, había llegado a conocer muy bien a G’dath. El físico se comportaba honorablemente incluso en privado, y Klor todavía no lo había visto mentir. Lo que G’dath acababa de decirle respecto a la posibilidad de que el aparato iniciara una guerra, Klor lo creía. Ahora comprendía por qué las clases recientes de G’dath se centraban sobre el conflicto entre humanos y klingon, y el Tratado Organiano.

Klor tampoco confiaba en los organianos. Y a pesar de que la noción de la batalla era para él gloriosa, no anhelaba la guerra, no se complacía en la pérdida de vidas. En el espacio, el matar parecía limpio: el enemigo moría a miles de kellikams de distancia. El matar a alguien con quien uno se encaraba parecía muchísimo más difícil.

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