Dijo Clarence:
—Enviarán a uno o dos exploradores que, amparados en la oscuridad, harán una inspección preliminar. ¿Por qué no cortar la corriente de las cercas exteriores y darles una oportunidad de que lo hagan?
—Ya lo he hecho, Clarence. ¿Me habéis visto actuar alguna vez de manera poco hospitalaria?
—No; verdaderamente tenéis un buen corazón. Me gustaría ir y…
—Y formar parte del comité de recepción. Yo también iré. Cruzamos el corral y nos tendimos uno al lado del otro entre las dos cercas interiores. La tenue luz de la caverna había distorsionado un tanto nuestra visión, pero el foco comenzó a regularse por sí mismo al instante y pronto estuvo totalmente adaptado a las nuevas circunstancias. Aunque habíamos hecho el recorrido a tientas, ahora ya distinguíamos los postes de las cercas. Comenzamos a hablar en susurros, pero de repente Clarence se interrumpió y dijo:
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Aquella cosa de allá.
—¿Aquella cosa de dónde?
—Ahí, en esa dirección; algo negro, una especie de silueta deforme, contra la segunda cerca.
Escrutamos con fijeza. Le pregunté:
—¿Podría ser un hombre, Clarence?
—No; creo que no. Si os dais cuenta, se parece un poco… ¡Cómo, claro que es un hombre!… Apoyado sobre la cerca.
—Pues eso creo que es. Acerquémonos a ver.
Avanzamos a gatas hasta que estuvimos lo suficientemente cerca como para ver. Sí; era un hombre, una figura grande y vaga, recubierta por una armadura, que se mantenía erguido, sujetándose con ambas manos de la alambrada más alta… Por supuesto, olía a carne quemada. Pobre muchacho, más muerto que una bisagra y sin saber qué era lo que había ocurrido. Estaba allí, quieto como una estatua, nada se movía a su alrededor a excepción de su penacho de plumas que silbaba contra el viento. Nos levantamos y echamos un vistazo a través de los barrotes de la visera, pero no logramos averiguar si le conocíamos o no… ¡Las facciones, demasiado opacas y sombrías!
Oímos sonidos amortiguados que se aproximaban, y sin vacilar nos echamos al suelo. Distinguimos vagamente a otro caballero. Se acercaba con extremo sigilo, tanteando las sombras. Estaba ahora lo bastante cerca para que pudiésemos ver cómo extendía la mano y, topando con la alambrada superior, se inclinaba para deslizarse debajo de ella y por encima de la que estaba más próxima del suelo. Llegó hasta donde se encontraba el primer caballero y estuvo allí, quieto un momento, seguramente preguntándose por qué el otro no se movía y diciéndole en un tono de voz muy bajo:
—¿Qué hacéis durmiendo aquí, mi buen señor Mar…? Apoyó su mano en los hombros del cadáver y, emitiendo un débil quejido, cayó muerto. Muerto a manos de un muerto; de hecho, muerto a manos de un amigo muerto. Había en ello algo de macabro.
Durante media hora siguieron apareciendo estos pájaros madrugadores, a razón de uno cada cinco minutos. Las únicas armas ofensivas que traían eran sus espadas y, por regla general al dirigirlas hacia adelante, tocaban con ellas la alambrada. De vez en cuando distinguíamos una chispa azul, cuando el caballero que la había causado se encontraba tan alejado de nosotros que quedaba fuera de nuestra vista, pero, de cualquier manera sabíamos qué era lo que había ocurrido. ¡Pobre muchacho! Había tocado con su espada una alambrada cargada y se había electrocutado. Teníamos breves intervalos de siniestra quietud interrumpidos con lamentable regularidad por el estruendo que hacía al caer uno de aquellos acorazados. Esta actividad continuó durante un buen rato, y allí, en medio de la oscuridad y la soledad, resultaba espeluznante.
Decidimos realizar una inspección de la franja que rodeaba las cercas interiores. Preferimos caminar erguidos, pues resultaba más cómodo, y habíamos llegado a la conclusión de que, si nos avistaba alguno de los caballeros, nos tomaría por amigos y no por enemigos. Además, nos encontrábamos fuera del alcance de las espadas, y aquella gente no parecía estar armada de lanzas. Pues bien, fue una expedición bastante singular. Hombres muertos por doquier junto a la segunda cerca; no eran totalmente visibles, pero de cualquier modo se alcanzaban a vislumbrar. Contamos quince de aquellas patéticas estatuas: caballeros muertos, aún de pie y con sus manos en el alambre superior.
Una cosa parecía haber sido suficientemente demostrada: nuestra corriente era tan potente que mataba antes de que la víctima pudiese proferir un grito. Muy pronto percibimos un sonido pesado, amortiguado, y en el instante siguiente adivinamos de qué se trataba. La sorpresa que se nos avecinaba era tremenda. Le susurré a Clarence que fuese a despertar al ejército y les pidiese que esperaran dentro de la caverna en silencio hasta recibir nuevas órdenes. Regresó poco después, y nos quedamos junto a la cerca interior, observando el terrible y silencioso trabajo de los rayos sobre las huestes agresoras. No era posible distinguir detalles, pero podía verse que una masa oscura se iba apilando más allá de la segunda cerca. ¡Aquel creciente montón estaba formado por cadáveres! Nuestro campamento estaba circundado por una sólida muralla de muertos…, un baluarte, un parapeto de difuntos, podría decirse. Pero uno de los aspectos más terribles de todo era la ausencia de voces humanas; no se oían vítores ni gritos de guerra: como estos hombres se habían propuesto asaltarnos por sorpresa, se movían tan sigilosamente como podían, y cada vez que la vanguardia estaba lo suficientemente cerca de su objetivo como para ir preparando un grito de batalla chocaban contra el mortífero cable y se derrumbaban sin alcanzar siquiera a advertir a sus camaradas.
En aquel momento conecté la corriente de la tercera cerca, y casi inmediatamente, la de la cuarta y la quinta, pues las brechas se llenaban a toda velocidad. Consideré que, por fin, había llegado el momento culminante; a mi parecer, el ejército entero se había metido en nuestra trampa. Fuera como fuese, la ocasión resultaba propicia para averiguarlo. Así, pues, pulsé un botón y al instante cincuenta soles eléctricos ardieron en la cima de nuestro precipicio.
¡Pardiez, qué visión! ¡Estábamos encerrados por tres murallas de cadáveres! Todas las otras cercas estaban llenas casi hasta rebosar de caballeros vivos que solapadamente se abrían paso entre los cables. El inesperado fulgor paralizó a los combatientes y los dejó petrificados de asombro, por así decir. Yo sólo contaba con un instante para aprovecharme de su inmovilidad, y no lo perdí. Veréis, un instante después habrían recobrado sus facultades y, lanzando un grito, se hubiesen abalanzado contra nosotros, arrollando a su paso todos mis cables. Pero aquel instante que perdieron les hizo perder su postrera oportunidad: cuando aún no se había acabado de consumir aquel minúsculo fragmento de tiempo abrí la corriente de las demás cercas, y toda aquella horda cayó muerta de manera fulminante. ¡Esta vez sí que se escuchó el gemido! Era el lamento de agonía de once mil hombres, que se extendió en la noche con escalofriante patetismo.
Un vistazo me indicó que el resto del enemigo, quizá unos diez mil hombres, se encontraba entre nosotros y la zanja circundante, y se aprestaba para pasar al ataque. Por consiguiente, los teníamos a todos. Estaban todos perdidos, irremisiblemente. Había llegado el momento para el último acto de la tragedia. Hice los tres disparos de revólver, que significaban:
—¡Soltad agua!
Se produjo un súbito rugido, y un minuto después el arroyo se precipitaba por la enorme zanja, creando un río de más de treinta metros de ancho y ocho de profundidad.
—¡A las ametralladoras, muchachos! ¡Abrid fuego!
Las trece ametralladoras comenzaron a vomitar muerte contra los desventurados diez mil. Se detuvieron, por un momento trataron de mantener posiciones ante el devastador diluvio de fuego, pero en seguida rompieron filas, dieron media vuelta y se precipitaron a la zanja como pavesas arrastradas por el temporal. Al menos una cuarta parte del contingente no alcanzó la cima del elevado terraplén; los tres cuartos restantes sí lo hicieron, arrojándose del otro lado… para morir ahogados.
Antes de que pasaran diez minutos desde el momento en que abrimos fuego la resistencia armada estaba totalmente aniquilada, la campaña había terminado, ¡y nosotros cincuenta y cuatro éramos amos de Inglaterra! Veinticinco mil hombres yacían muertos a nuestro alrededor.
¡Pero cuán traicionera es la fortuna! Al poco rato…, digamos una hora…, ocurrió algo, por mi propia culpa, que… No, pero me falta el valor para escribirlo. Que la crónica termine aquí.
Yo, Clarence, debo escribirlo en su lugar. Propuso que saliéramos, él y yo, a ver si se podía prestar alguna ayuda a los heridos. Me mostré rotundamente en contra del proyecto. Le dije que si los heridos eran numerosos, poco podríamos hacer, y que, de cualquier modo, no sería prudente acercarnos confiadamente a ellos. Pero era muy difícil disuadirle de algo una vez que había tomado una decisión, así que cortamos la corriente eléctrica de las cercas, nos hicimos acompañar por una escolta, escalamos los sucesivos bastiones que formaban los caballeros muertos y avanzamos por el campo. El primer hombre herido que pidió auxilio estaba sentado precariamente, con la espalda apoyada en un camarada muerto. Cuando El Jefe se inclinó sobre él para hablarle, el hombre lo reconoció y le asestó una puñalada. Aquel caballero se llamaba sir Meliagraunce, información que recabé al arrancarle el yelmo. No volverá a pedir ayuda.
Llevamos al Jefe a la caverna y curamos su herida, que no era muy grave, lo mejor que pudimos. Para ello contamos con la ayuda de Merlín, aunque en ese momento no lo sabíamos. Disfrazado de mujer, con el aspecto de una vieja y afablé campesina, la cara embadurnada y cuidadosamente afeitada, apareció en la caverna un par de días después de que El Jefe resultara herido, y se ofreció para cocinar para nosotros, diciendo que los suyos se habían marchado para alistarse en unos campamentos que estaba formando el enemigo, y que ella, sola y abandonada, se moría de hambre. El Jefe se había estado recuperando estupendamente y se entretenía terminando su crónica.
Nos alegramos con la llegada de la mujer, ya que nos encontrábamos escasos de personal. Veréis, estábamos metidos en una trampa, una trampa que nosotros mismos habíamos fabricado. Si nos quedábamos allí, nos matarían los muertos que nos rodeaban, pero si salíamos de nuestras defensas dejaríamos de ser invencibles. Éramos al mismo tiempo vencedores y vencidos. El Jefe se daba cuenta de ello; todos nos dábamos cuenta. Si pudiésemos llegar hasta alguno de aquellos campamentos nuevos y lograr un acuerdo de cualquier tipo con el enemigo… sí; pero El Jefe no podía ir, y yo tampoco, pues había sido uno de los primeros en caer enfermo por el aire venenoso que exhalaban aquellos miles de cadáveres. Luego habían enfermado otros, y otros. Mañana…
Mañana. Ya ha llegado. Y con el nuevo día ha llegado el final. Me desperté hacia medianoche y vi que aquella bruja ejecutaba extraños pases en el aire alrededor de la cabeza y la cara del Jefe. Me pregunté qué podría significar. Con excepción del encargado de vigilar la dinamo, todos dormían, y no se oía ningún ruido. La mujer interrumpió sus misteriosos y absurdos gestos y de puntillas se dirigió hacia la puerta. La llamé.
—¡Alto! ¿Qué estabais haciendo?
Se detuvo y dijo con tono de pérfida satisfacción: —¡Fuisteis los vencedores y ahora sois los vencidos! Estos otros están pereciendo… y vos también pereceréis. Moriréis todos en este sitio, todos y cada uno… menos él. Duerme ahora… y dormirá durante trece siglos. ¡Yo soy Merlín!
En aquel momento le entró tal ataque de risa tonta que se tambaleó como un borracho y quiso agarrarse de uno de nuestros cables eléctricos. Todavía tiene la boca abierta de oreja a oreja, y se diría que sigue riéndose. Supongo que su rostro conservará esa risotada petrificada hasta que el cadáver se convierta en polvo.
El Jefe no ha movido un músculo. Duerme como una rosa. Si no despierta hoy comprenderemos cuál es el sueño que duerme, y su cuerpo será conducido hasta uno de los rincones más recónditos de la caverna, donde jamás podrá ser encontrado ni profanado. En cuanto al resto de nosotros…, bueno, hemos acordado que si alguno consigue escapar con vida de este lugar lo consignará aquí mismo y lealmente ocultará el manuscrito junto al Jefe, nuestro querido y buen líder, pues, vivo o muerto, este escrito es suyo.
FINAL DEL MANUSCRITO
Ya había amanecido cuando dejé a un lado el manuscrito. La lluvia había cesado casi por completo; el mundo aparecía gris y triste; la tormenta, exausta, suspiraba y se lamentaba, resistiéndose a morir. Fuí a la habitación del forastero y me quedé escuchando junto a su puerta entreabierta. Oí su voz, así que llamé. No recibí respuesta. Pero seguía oyendo su voz. Me asomé. El hombre estaba tendido sobre la cama y hablaba entrecortada, pero vigorosamente, enfatizando sus palabras con las manos, que agitaba violenta, incesantemente, como hacen los enfermos que padecen delirios. Me acerqué con cautela y me incliné a su lado. Continuó con sus murmullos y exclamaciones. Dije algo, una palabra cualquiera, para llamar su atención. Sus ojos, vidriosos, y su rostro ceniciento, se iluminaron inmediatamente con placer, gratitud, alegría y bienvenida:
—Oh, Sandy, finalmente has llegado… ¡cuanto he esperado! Siéntate a mi lado… No me dejes… No me dejes nunca más, Sandy, nunca más. ¿Donde está tu mano…? Dame tu mano, querida mía, déjame acariciarla… Así… Ahora todo está bien, todo está en paz, y de nuevo soy feliz… De nuevo somos felices ¿no es verdad, Sandy? Te veo tan opaca, tan borrosa; no eres más que niebla, una nube, pero estás aquí, y con esa felicidad me basta. Y tengo tu mano.., no la retires…, es sólo un momento…, no la necesitaré mucho tiempo… ¿Era esa la pequeña…? ¡Hola Operadora!… No responde. ¿Duerme? Cuando despierte tráela junto a mí y déjame tocar sus manos, su cara, su cabello… y despedirme de ella… ¡Sandy!… Sí; está aquí. Me he extraviado unos segundos y pensé que te habías ido… ¿He estado enfermo durante mucho tiempo? Seguramente que sí; me parece que han sido meses y meses.¡Y que extraños sueños he tenido…! Extraños y terribles, Sandy. Sueños que parecían tan reales como la realidad misma…, delirios, claro, ¡pero parecían tan reales! ¡Vaya! si hasta pensé que el rey había muerto y que estabas en la Galia y no podías volver a casa, y que había una revolución… En el fantástico frenesí de estos sueños pensé que Clarence, yo y un puñado de mis cadetes nos enfrentábamos contra toda la caballería andante de Inglaterra, y la exterminábamos. ¡Pero ni siquiera eso era lo más extraño! Me parecía ser una criatura de una época remota no acaecida a sigos de distancia, e incluso eso era tan real como el resto! Sí, me parecía haber sido catapultado desde aquella época hasta la nuestra, y luego, de nuevo, a la otra, donde me sentía como un forastero, triste y sólo en aquella extraña Inglaterra, ¡con un abismo de trece siglos que me separaba de mi hogar y de mis amigos, que me separaba de todo lo que es querido y por lo cual vale la pena vivir. Era algo terrible, más terrible de lo que jamás podrías imaginarte, Sandy. Ah, cuida de mí, Sandy…, quédate a mi lado… No permitas que de nuevo pierda la razón. No es nada la muerte; déjala que venga, pero no con estos sueños, no con la tortura de estos sueños espantosos… No podría soportarlos otra vez… ¿Sandy?