Entre los hombres que ya estaban allí, reinaron el asombro y la sospecha. ¿Cómo podía ser capellán y al mismo tiempo un hombre de las SS? Había algo raro; los hombres se mostraban reservados; no confiaban en nadie. Yo sabía, por amarga experiencia, que en aquellos campos los hombres denunciaban o informaban sobre cualquier otro que hubiera salvado su vida, solo a cambio de un aumento temporal de la comida o de otra forma de prebenda.
Los barracones eran estrechos, calurosos y sucios, con el suelo de arcilla; las literas estaban llenas de chinches, y la mayoría de nosotros carecíamos de mantas. Las dos de gran tamaño, de lana, blancas como la nieve, provocaron sospechas… ¡yo debía ser un agente secreto! Nadie me habló durante el primer día. Solamente nos daban una sopa que olía mal y sabía peor, pero yo había estado comiendo bien y podría resistir algún tiempo.
El techo del barracón estaba fabricado con hojas de palmera que, aunque hacían que el calor fuera menor, tenían otros inconvenientes. En cuanto llegaron las lluvias, las primeras lluvias torrenciales desde hacía dos años, tuvimos que refugiarnos, sentados en el lodo, bajo nuestros catres. Muchos cayeron gravemente enfermos, pero, después de todo, solo éramos nazis, no seres humanos. Gruesas serpientes se deslizaban desde el techo y los húngaros las atrapaban para comérselas. Yo las probé, y la repugnancia que sentí me sorprendió, pues realmente no sabían tan mal. Pero preferí pasar hambre. Los húngaros también asaban ratas que cazaban en gran número. Un hombre con sentido práctico come cualquier cosa cuando está hambriento. Aprendimos a preparar ensaladas con raíces y cortezas de árboles.
Pasé dos meses inolvidables en aquella prisión.
Alrededor de los barracones había un pequeño camino vigilado por un guardia que paseaba de acá para allá, observándonos para que no desapareciéramos entre el espeso seto. En cuanto salía el sol, nos sentábamos frente al desmoronado edificio para secar nuestras ropas y quitarnos los piojos; pero lo peor de todo, después de las continuas punzadas del hambre, eran los ataques de las moscas. Nos acosaban sin piedad miles de ellas, hasta que muchos hombres las dejaban, indiferentemente, posarse en las numerosas heridas de su cuerpo. Moscas de día y chinches de noche… ese era nuestro castigo.
Un día oí una voz áspera y potente que llamaba al capellán nazi. Esperaba fuera el joven cabo que vociferaba más fuerte que nadie cuando entré en el campo. Llevaba un látigo en la mano y yo me preparé para lo peor. Me observó mientras me adelantaba y me empujó gritando y agitando el látigo. No me alcanzó ni una sola vez. Mis compañeros decían que los golpeaban frecuentemente en un rincón del campo para hacerles decir unos secretos que nunca escondieron. Me condujo al rincón, fuera de los oídos y parcialmente fuera de la vista de los otros. El cabo blandió el látigo, pero golpeó el poste en lugar de a mí, mientras continuaba chillando. De vez en cuando, se las arreglaba para contarme, en susurros, parte de su historia: era un seminarista: me pedía perdón por parecer tan furioso y por haberme tratado con tanta dureza, pero era el único modo de ayudarme sin que los otros entraran en sospechas.
«¿Necesita algo?». Me quedé completamente sorprendido y le dije inmediatamente que necesitaba algo de pan y vino para decir Misa.
«Eso es imposible, Padre», susurró mientras el látigo golpeaba de nuevo el poste.
«Si puedes conseguirme pan y vino, yo me las arreglaré».
Me devolvió al barracón, siempre gritando e insultándome, y a las diez de la noche me trajo lo que necesitaba. Se lo había entregado el sacerdote de la montaña.
Ahora podía decir Misa, pero ¿dónde? En el peor de los casos, en el barracón, pero sería mejor limpiar la cochera contigua. La cuestión era, ¿cómo entrar en ella? No se nos permitía dar un paso fuera de los límites de la prisión; nuestras letrinas consistían en un cubo a la entrada. El guardia dispararía en cuanto alguien diera un paso fuera de los límites. Nos contaban una o dos veces cada noche porque éramos peligrosos y, a pesar de todas esas precauciones, algunos conseguían escapar. No teníamos nada que perder y todo que ganar y, cuando pregunté a algunos compañeros presos si estaban dispuestos a arriesgarse después del segundo recuento, me sorprendieron mostrándose de acuerdo.
Después del recuento de las dos de la mañana, cuando el vigilante volvió de su ronda, nos arrastramos unos veinte metros en dirección a la cochera. Encendí un cabo de vela y dos de los hombres que me acompañaban sujetaron un tablero mientras yo decía Misa con una pequeña estola como vestidura, con el vino en un vaso corriente y con la ayuda de un pequeño misal inglés.
Yo ya había dicho Misa anteriormente de modo peculiar. En la prisión de Mequinez un hombre negro me había entregado el maletín de Misa del padre Hermentier. Dijo que lo había «encontrado» en la sacristía, omitiendo el hecho de que yo le había informado del modo de entrar y del lugar donde estaba la llave. Entró cuando no había nadie en los alrededores y la tomó prestada. En aquella época yo estaba tan débil que me tenían que sostener dos hombres. Uno de ellos sujetaba el cáliz para que no se cayera o se volcara, mientras yo celebraba ayudado por dos guardianes.
Ahora estábamos en la cochera; uno de los hombres que sostenían el tablero que servía de altar era un asesino, como supe más tarde. De ese modo dije Misa catorce días. Al final, decía Misa cuando nos levantábamos y teníamos permiso para lavarnos. No era difícil llegar hasta la cochera, que habíamos limpiado. Yo había fijado un tablero a la pared con dos ganchos y lo usaba como altar.
Al cabo de dos semanas, las cosas cambiaron radicalmente. Yo continuaba en el barracón, pero me llamó el general del campo para hablar conmigo, sin intérprete, durante mucho tiempo. Solo estaba presente el cabo, el Seminarista. Obtuve permiso para ir a la montaña para confesarme con el sacerdote, lo que hice, desde entonces, dos veces por semana. Luego me permitió decir Misa en la capilla del campo. El capellán era también alemán, pero no confiaba en mí y me mantenía al margen. Por el seminarista, me enteré de que había llegado una nota de Francia diciendo que había que tratarme amablemente; dicha nota venía del Santo Padre a través de París, en la que preguntaba el motivo de que me trataran como a un perverso SS cuando él mismo había dado el permiso para mi ordenación.
Varios meses antes, y con ayuda de uno de los guardianes, yo había enviado directamente una carta clandestina al Santo Padre; quizá fue esa carta la que me procuró su intercesión. En cualquier caso, ahora podía respirar libremente en aquella sección especial del campo como cualquier otro prisionero. Tenía la posibilidad de subir, sin guardián, al poblado de la montaña para recuperar fuerzas en casa del piadoso, pobre y amable sacerdote, y alimentar a mis hambrientos compañeros con los regalos de la gente del pueblo.
Desgraciadamente, todo esto solo duró unas semanas. Una mañana se produjo una gran conmoción; el campo estaba rodeado de soldados. Nos enteramos de que toda una compañía había podido escapar después de meses de preparación, y con la ayuda de muchos árabes y franceses que les habían proporcionado ropas y todo lo necesario para la huida. La fuga había sido planeada con todos los detalles de la precisión alemana; escaparon en un camión militar francés, cuya ausencia solo se advirtió dos días después, cuando aquellos osados fugitivos habían llegado ya al Marruecos español. Entre los huidos había dos de nuestro campo y uno de la sección especial. Se rumoreaba que yo me había enterado del plan y de que los había ayudado con mi conocimiento de Marruecos. Yo era alemán, aunque quizá no un SS, y en opinión de los franceses, también era un nazi. Ahora se produjeron nuevos acontecimientos.
Bajo una fuerte vigilancia —de hecho, un guardián por cada preso— y con varias ametralladoras, sacaron del campo a diez de nosotros y nos llevaron a la estación del ferrocarril. Allí, subimos a un camión con tres veces más guardianes que prisioneros y salimos hacia el este… ignorábamos dónde. El camión iba cerrado. De vez en cuando, nos deteníamos algunos días en lugares que no llegábamos a ver, pero teníamos bastante buena comida y no nos molestaban, así que las cosas no eran tan malas como podían haber sido.
Después de muchos días de viaje, llegamos a Constantina, la mayor ciudad oriental de Argelia y nos metieron en un campo. Me enviaron a un barracón reservado a los nazis. Todo el mundo sabía quiénes éramos, pero no recibimos malos tratos. Por supuesto, continuamos confinados en el campo, pero aquello me complacía. El comandante me interrogó repetidas veces y pude comprobar que, aunque no hablaba mucho en mi favor, dejó caer que yo gozaba de la mejor protección del mundo… es decir del Santo Padre. Lo único que obstaculizaba mi absoluta paz era el hecho de que la pequeña iglesia estaba cerrada con llave; el capellán había salido de viaje.
Cuando regresó, me llevé una gran sorpresa: el Padre Debatin era uno de los sacerdotes mejores, más celosos, más piadosos y más inteligentes de toda África. Lo había conocido en la época de mi ordenación y me consideré un privilegiado por poder estar en su compañía. Obtuve permiso para celebrar la Misa y durante muchos meses estuve con él. No en el mismo barracón, sino con él a lo largo del día, excepto cuando visitaba destacamentos de soldados, como solía ocurrir. Aquellos meses me sirvieron como el mejor de los retiros. Tenía ante mí a un hombre cuya vida consistía exclusivamente en orar y atender a las almas, que vivía la vida del sacerdote ideal. Para mí, que era un sacerdote joven, era ciertamente una bendición.
Yo había ejercido mis funciones de sacerdote durante años, y, cuando más actuaba, más advertía mi profunda ignorancia y mi necesidad de instrucción. Durante aquellos días me parecía estar en un seminario, y decidí aprovecharlos lo mejor posible. No podía ejercer mi ministerio hasta que se aclarara mi caso, así que me dediqué a ayudar al Padre en todo lo que pudiera. El campo estaba sucio, así que lo limpiamos un poco. Yo me sentía feliz de servirle y de aprender a servir a otros. Era algo que no había conocido hasta entonces y disfruté de la oportunidad; además, aprendí a conocer a hombres con experiencia, hombres de fe y rectitud, que se habían convertido en buenos cristianos bajo la guía de su capellán. Allí vi lo que puede hacer un buen capellán, el modo en que sacaba a la superficie toda la bondad de la naturaleza humana. Algunos de aquellos hombres llegaron a ser sacerdotes; otros, que no eran católicos, abrazaron la fe. Yo pasé muchas horas con ellos, ayudándoles a planear cada detalle de su vida cristiana en la familia y en la parroquia. A partir de entonces recibí muchas cartas de hombres que habían vivido en los campos de Constantina y de otros lugares de África, asegurándome que mantenían sus buenos propósitos a pesar de que habían desaparecido las presiones que se habían ejercido sobre ellos en el campo. La siembra de la buena semilla en aquellos campos dio muy buenos resultados.
Tuve el privilegio de vivir más de seis meses con el Padre Debatin, considerándolos como una parte valiosa de mi aprendizaje y sin pensar realmente en que estaba prisionero. Entonces, una vez más las cosas empezaron a suceder rápidamente y me preparé para un cambio.
Un día, el general me dijo bruscamente, con mayor amabilidad de la que había mostrado hasta entonces, que mi caso estaba cerrado.
«No es usted lo que pensábamos que era».
«¿Qué quiere decir con eso?».
«No es usted el nazi que pensábamos. Creíamos que era el comandante de Dachau y que se había hecho pasar por sacerdote para huir de las consecuencias de tan perniciosos hechos». Después de todo, yo no estaba demasiado sorprendido; siempre creí que aquellos cargos estaban refutados hacía tiempo. «Puede usted volver a su casa… está libre. Sin embargo, sabemos que no es amigo de Francia».
«No soy amigo de la injusticia, general y pude ver mucha en varios campos de prisioneros en nombre de Francia. Fui testigo de crímenes perpetrados sobre personas inocentes, como yo mismo, que no habían participado en las actuaciones de los nazis. Cuando hablaba con las autoridades respecto a la Cruz Roja, hacía lo que consideraba mi deber; yo era un ser humano, un alemán y un sacerdote, y no podía dejar de hablar sobre hechos tan terribles».
»Y por lo demás, dejaré detrás de mí a muchos amigos del círculo de los franceses en el norte de África, y nunca podré mostrar mi gratitud por lo que los franceses han hecho por ayudarme a mí y a los que yo servía». Y me vi obligado a añadir: «Rezaré fervorosamente para que aquellos días de castigo no sean imputados a los europeos de cualquier nacionalidad que, viviendo en Algiers o en Marruecos, ejercieron tal opresión sobre los nativos. Sus malos tratos claman al Cielo pidiendo venganza e inevitablemente incitará a los nativos a buscarla. ¡Que el Cielo ayude a los europeos, tanto opresores como inocentes, cuando eso ocurra!».
El general se encogió de hombros y replicó: «Después de todo, es usted un nazi». Y con aquellas palabras me despidió.
ESO ES ORACIÓN
Aquellos espantosos años de prisión, aunque llenos de gracias, discurrían lentamente hacia su final. Nuestro barco atracó en Marsella, y a los pocos días yo estaba en Paris. Por supuesto, pasé algún tiempo en la investigación y búsqueda del equipaje. Me designaron a un campo próximo a Chartres del que había oído hablar mucho, pero del que podía creer muy poco. Se trataba de un campo para seminaristas, con muchos cientos de estudiantes y una auténtica escuela filosófica y teológica. Algunos profesores eran clérigos prisioneros que habían acudido voluntariamente con objeto de enseñar a los encarcelados.
Allí me encontré con mi estimado Padre Sebastián, profesor de teología moral. Pasé varias semanas muy felices en su compañía y, para mi alegría, tuve permiso para predicar la palabra de Dios a aquellos cientos de hombres. Hubo una ordenación especial en la imponente catedral, y mi gozo no conoció límites cuando, por haber recibido la ordenación en temprana edad, tuve el privilegio de actuar como diácono; confirió las Sagradas Órdenes el nuncio apostólico en París, el Cardenal Giuseppe Roncalli, que más tarde llegó a ser el Papa Juan XXIII. Aquel año, nuestra celebración de la Pascua llevaba en sí tanta fe y tanta gloria, que, en nuestros exultantes corazones nos veíamos capaces de alegrar al mundo entero con la maravillosa historia de Cristo.
El general francés del campo me dio permiso para realizar algunos viajes, quizá como una especie de reparación por las injusticias que se habían cometido conmigo durante los últimos catorce meses. Visité todos los amados lugares, catedrales y capillas en las que había rezado pidiendo la gracia del sacerdocio, una gracia que hacía poco tiempo era una realidad.