Semana tras semana en aquella celda, sin libros, sin distracciones, nos sentíamos terriblemente desgraciados. Olvidados el estruendo de las batallas, las muertes, el hedor de la carne quemada, los espantosos gritos de los camaradas caídos, ahora solo padecíamos la terrible rutina de un día tras otro sin nada que hacer. Yo no contaba más que con un libro de oraciones en latín y, después de pedirla, me entregaron una Biblia en inglés. Hans y yo pasábamos el día leyendo la Sagrada Escritura, y yo le explicaba la palabra de Dios. Por mi parte, disponía de muchas horas para meditar, lo que resultó ser muy beneficioso para mi alma, pero, ¿qué podía hacer el pobre Hans, a quien el destino envió a prisión conmigo? Decidí instruirle, pues únicamente había recibido una enseñanza elemental.
Con trozos de papel, que reunía y pedía por todas partes, y con el resto de un lápiz al que cuidábamos como a un tesoro, yo escribía lo que había aprendido durante las incontables horas de estudio de Historia de la Filosofía. Empezamos por los filósofos griegos y acabamos en Nietzsche. Como había dedicado dos años enteros (además de los permisos) a estudiar filosofía, los conocimientos adquiridos volvieron gradualmente a mi memoria.
De este modo, pasamos muchas horas estudiando los aparentemente inacabables fundamentos de las materias que yo había acumulado y conservado en la cabeza. Hans era listo y estaba ansioso de saber. Me sorprendían su rápida comprensión de las cosas, sus preguntas, y lo fácilmente que recordaba todo. Yo no era capaz de aplacar su sed de conocimientos. Con frecuencia, entablábamos unas acaloradas discusiones, pues, gracias a Dios, él tenía sus propias ideas, propias de los tiempos y especialmente de la escuela nihilista del pensamiento. A veces, nuestro choque de ideas casi terminaba en una batalla a puñetazos. Hacíamos muy poco ejercicio físico y, como nuestro programa diario empezaba a las 5 de la mañana, a menudo nos sentíamos cansados.
Me maravillaba su control y su fuerza; estaba tan entrenado, que podía emplear el cuerpo como un juguete y realizaba los ejercicios más difíciles con gran soltura. Yo era también un atleta, y mis años en los Jóvenes Cristianos y en las SS me habían proporcionado cierta habilidad física, pero lo que veía en aquel joven era algo notable. Con destreza y agilidad me tiraba al suelo en cada pelea, como si mis fuerzas fueran inferiores.
Vivíamos hambrientos, en una reducida habitación, y había momentos en los que el ambiente no era demasiado cordial, sobre todo cuando, gracias a mis años de estudio, intentaba demostrarle la insensatez de sus ideas nihilistas.
Lo mejor de nuestras lecciones y continuos debates consistía en que, por dedicar todo el día a cumplir el programa diario, disponíamos de muy poco tiempo libre de la mañana a la noche. Manteniéndole ocupado, le convencí de que podía llevar a cabo estudios superiores y le dije que deseaba prepararlo para lo que él deseara seriamente. Era un buen estudiante; no había que decirle las cosas dos veces, y así empezó un estilo de enseñanza absolutamente único.
¡Oh, qué rápido era! Para mí era un reto seguirle. Poco a poco, recordé todo el latín que, junto con las reglas y la sintaxis, guardaba en la memoria. En unas pocas semanas preparé un diccionario manejable en cinco lenguas: latín, alemán, francés, italiano, y también griego e inglés, además de un poco de hebreo. Le entregué casi doscientas palabras a las que se dedicó con entusiasmo. Al cabo de nueve semanas se las sabía todas. ¡Era increíble lo que aquel muchacho era capaz de aprender! En aquellas condiciones, la intensidad de los estudios ponía a prueba nuestra resistencia hasta el límite, y, en ocasiones, mis explicaciones de la Sagrada Escritura, que solían tener lugar por las noches, se veían interrumpidas por los no muy amables ronquidos de mi cansado compañero. Entonces, yo volvía a las notas que, para su estudio y para mi meditación de la noche, había tomado durante el día.
Nos habían capturado en enero de 1944. En mayo, un oficial de alta graduación nos informó de que las investigaciones habían concluido, y que iríamos al campamento de prisioneros que eligiéramos, en Canadá, en Australia o aquí, en el Norte de África. Yo le pregunté si podría ser ordenado sacerdote lo más pronto posible, y me contestó que, cerca de allí, había un lugar a cargo de los franciscanos. Había muchos seminaristas internos y pedí que me llevaran allí.
A primeros de mayo nos apiñaron en un
jeep
y nos condujeron a un monte que se erguía sobre la llanura, a una antigua fábrica de cerveza llamada Nuestra Señora del Monte, situada cerca de Rivet y no lejos de Argel. Al principio me sentí gratamente sorprendido. ¡Un campo de prisioneros sin alambre de espino! Solamente dos soldados y un sargento de guardia. Hasta el momento, cada uno de nuestros pasos había sido seguido por guardias armados, y ahora teníamos libertad para pasear por la cumbre de una montaña delimitada con mojones. En un macizo edificio de piedra, cuarenta soldados con toda clase de armamento vigilaban a los seminaristas. El antiguo abad de Beuron, Dr. Raphael Walzer, era el superior. Tras volar desde Alemania, y después de ayudar a judíos y a hombres y mujeres anti-nazis a huir a países extranjeros, había obtenido el permiso para reunir a los seminaristas alemanes procedentes de los campos del sur. Había dado su palabra de honor de que ninguno de ellos escaparía. Los cautivos habían convertido en capilla la antigua bodega, y los servicios que tenían lugar en ella complacerían al mejor liturgista. De la mañana a la noche, el abad nos transmitía su caudal de conocimientos de teología, filosofía y patrística. Aunque al principio fue una enseñanza personal, aprendimos mucho. ¡Qué hombre! Sus charlas eran de lo mejor que he oído; cada hora era un placer que nos llenaba de provecho.
Allí fue donde oí por primera vez cosas que no quería creer sobre la inanición en los campos de concentración del desierto y el desgraciado trato que, hasta ahora, solo sabía de los campos de prisioneros alemanes. Lo que oí entonces en relación con la Legión Extranjera francesa me heló la sangre en las venas, pero no pude creerlo hasta padecerlo en mí mismo. Es bueno que no conozcamos el futuro, pues si hubiera sabido lo que me deparaba, no habría disfrutado tanto en aquella montaña.
Estuvimos tres meses en ella. Por supuesto, siempre hambrientos, aunque el padre abad hacía todo lo que podía. Cuando nos vigilaban los ingleses, la cantidad de comida era muy escasa, pero de primera calidad. Nunca había probado nada igual. Sorprendentemente, con los franceses la cantidad era aún menor, y su calidad solo apropiada para cerdos (probablemente lo que nos consideraban). En cualquier caso, era mejor que la que tuvimos después, cuando los gusanos se movían dentro de la sopa de col, preparada con una col vieja y medio quemada, y los prisioneros que ya llevaban algún tiempo allí me consolaban diciendo que aquello era mejor que nada; y cuando el pan estaba duro como una roca y olía a podrido, se decía que era mejor que si estuviera lleno de arena o de boñigas de camello. ¡Y sin nombrar la paja!
De todos modos, el abad trataba de hacernos la vida lo más agradable posible. Él mismo se había traído a los seminaristas de los campos del sur tras inacabables discusiones con los militares y demás autoridades, y a costa de unos viajes agotadores que le hicieron enfermar. Ahora estábamos a su cuidado allí, en lo alto de la montaña, con una vista espléndida de la costa y del mar. Podíamos desplazarnos libremente. Eso, por cierto, era una increíble realidad. Todos los sábados el abad conducía su coche hasta Argel, donde se mantenía en pie un santuario mariano a cierta distancia de las montañas. Volvía por la tarde con un pesado envoltorio, casi hundido bajo su carga, sudando profusamente mientras subía. A menudo lo contemplábamos desde arriba (porque no podíamos dejar nuestro circuito para ayudarle), y nos daba la impresión de que no conseguiría llegar.
Después de aquellas proezas, demasiado grandes para un hombre de su edad, se sentaba en el coro, y todas las tardes, incluso los martes, pronunciaba una homilía magistral. Era el primero en llegar al coro a las 4:30h de la mañana, y rezábamos el Oficio Benedictino completo con unos breviarios nuevos que había conseguido llevar desde España. Todo se hacía siguiendo exactamente la norma Beuron, que él había dirigido durante varios años. Diariamente, después de la Misa conventual, el desayuno y una hora temprana de estudio, llegaba el momento de Tercia y de la Misa Mayor. Los «monjes» permanecíamos en pie alrededor del altar, vestidos con nuestros monos amarillentos, un extraño hábito, en verdad. Aunque procedíamos de diferentes diócesis y órdenes, nuestro coro era extraordinariamente bueno al estilo benedictino y las raídas ropas eran el lazo de la auténtica pobreza que nos unía estrechamente.
Sacerdotes, estudiantes, seminaristas y otros que no eran seminaristas, pero que se sentían felices por estar allí, asistían al Santo Sacrificio de la Misa bajo la piadosa dirección del abad. Yo acudía a todas sus clases, porque me estaba preparando activamente para mi ordenación, prevista en aquel lugar. El abad había entregado mis documentos al arzobispo de Argel quien, después de ciertas dudas y algunas investigaciones, se convenció de la autenticidad de la nota y organizó la administración de mis Sagradas Órdenes en el campo.
Por otra parte, yo seguía celosamente las rúbricas de la Misa y preparaba mi alma para el gran día. Mis estudios para oír confesiones y atender a las almas me ocupaban más que cualquier otra cosa; tenía mucho que aprender en muy poco tiempo. Empezaba mi día a las tres de la madrugada y lo terminaba a última hora de la tarde, dando clase al joven Hans, mi acompañante. Y en medio de aquel duro trabajo, sintiendo las punzadas del hambre, con una oración y en una soledad solamente posibles en aquellas condiciones monásticas, el día de mi ordenación estaba cada vez más próximo.
Tendría lugar el 24 de junio, sábado, en la fiesta de San Juan Bautista. Pasé los días anteriores en un retiro personal. La Misa de la Vigilia de San Juan, con su hermoso texto de la elección desde toda la eternidad, me emocionó, gracias a Dios, como nunca antes. Y por fin, llegó el 24 de junio. El acontecimiento por el que una humilde y creyente Hermana alemana había rezado confiadamente durante veinte años tenía lugar ahora, a pesar de la guerra y el cautiverio, y de un modo difícilmente imaginable: un obispo francés ordenaba a un prisionero alemán, técnicamente perteneciente a las SS, que no había seguido los cursos reglamentarios de teología. Ese día se cumplía la promesa de que Dios responde a las oraciones de los creyentes.
El arzobispo de Argel, monseñor Leynaud, un venerable anciano, llegó a las seis de la mañana. Se quedó algo sorprendido ante la presencia de tantos soldados depauperados, vestidos con el raído mono de los prisioneros. Parecía que incluso mi ordenación, la más importante celebración litúrgica, no podía llevarse a cabo sin sorpresas.
El sitial del obispo, que iba a servir para el arzobispo, era demasiado alto, y hasta que consiguió sentarse, los pies se le balancearon en el aire. Bajarlo del sitial fue también una tarea de cierta envergadura. Las prosternaciones, cuando yo estaba tendido ante el altar mientras los seminaristas cantaban la letanía de los Santos, tuvieron su propio rito. El supuesto «seminarista» que no era un seminarista, que por primera vez en su vida se arrodillaba con un cirio en la mano al lado del obispo, ignoraba lo mucho que le acercaba la vela. De repente, sucedió…, la llama se aproximó demasiado a la frondosa barba del obispo y, al momento, surgió un olor que no tenía nada que ver con el aroma del incienso.
El arzobispo y el nervioso portador del cirio apagaron el fuego, pero el olor continuó.
Después de la ceremonia, los seminaristas bromeaban diciendo que, si el diablo hubiera asistido a la ceremonia, no podría haber encontrado un olor más desagradable. Reían al dudar de la validez de mi ordenación, pues la llama del Espíritu Santo no apareció visiblemente sobre el ordenando, pero en su lugar ¡el fuego era visible en la barba del obispo!
Finalmente, procedió a los ritos de la ordenación. La imposición de las manos del obispo sobre mi cabeza me concedió, por fin, compartir el sacerdocio eterno de Jesucristo.
Mi primera Misa, concelebrada con el obispo, también tuvo sus propias dificultades. El latín del prelado francés no coincidía con mi acento alemán, como comprobaron rápidamente los seminaristas. Era evidente que la ordenación tenía lugar en tiempo de guerra, con un obispo consagrante y un sacerdote ordenando pertenecientes a campos opuestos. Pero, incluso en la guerra, el amor trasciende a los ejércitos en lucha, pues, arrodillado ante mí para recibir la bendición, estaba un general francés que besaba las manos recién ungidas de un soldado alemán, un sacerdote acabado de ordenar.
La comida de la celebración fue mejor de lo habitual, pero incluso así, no había duda de que era el festín más pobre en la historia de la Iglesia. Al día siguiente unos acaudalados terratenientes franceses asistieron a mi Misa con su familia y me pidieron la bendición, pero por otra parte se comportaron con nosotros como si no fuéramos seres humanos. En sus huertos y en sus viñedos la fruta se echaba a perder, pero nadie podía recogerla; nunca se les pasó por la cabeza la idea de cederla a los hambrientos prisioneros o al pobre pueblo argelino. Como iba a comenzar el saqueo, nosotros, en medio de la oscuridad de la noche, pasamos muchas horas llenando el estómago con uvas y con las demás frutas.
El abad predicó en francés el sermón de mi primera Misa. El tema fue: pensar profundamente, como hizo San Agustín, en el país en que estábamos; amar profundamente, como hizo San Francisco, la Orden a la que pertenecíamos; y olvidarnos de nosotros mismos, como hizo San Juan Bautista, cuya fiesta celebrábamos el día de mi ordenación. Los seminaristas cantaron con todo entusiasmo y por la noche recibí un regalo, una cesta de fruta preparada por Hans Petermann que me comí encantado sin pensar en su probable origen.
Permanecí en aquel refugio durante dos meses más, absorto en el misterio de la Misa y dedicado al estudio diario. Jamás hasta entonces me había aplicado con tanta intensidad. A pesar de la pobreza y de las necesidades no había en el mundo un sacerdote recién ordenado más feliz que yo.
Sin embargo, en septiembre de 1944, mis días estaban contados. Tenía que dejar el «seminario», donde había recibido tantas gracias. Partía con sentimientos encontrados. No quería marchar y, sin embargo, tenía ciertos deseos de hacerlo. Los dos meses que pasé bajo la guía espiritual y paternal del abad, habían sido una fuente de alegría y de crecimiento interior como nunca experimenté antes o después. El ambiente de la casa, con su estricta pero dulce regla benedictina, era demasiado bueno como para no echarlo de menos. ¿Dónde habría podido encontrar un prisionero de guerra una cárcel igual? Lo que había oído de otros campos aumentaba mi tristeza al abandonar aquel lugar.