Un seminarista en las SS (16 page)

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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

BOOK: Un seminarista en las SS
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Aquello dolía, pero con cansado control me limité a decir que, como un soldado, estaba informando del deber cumplido, y continué: «Nadie ha sufrido una experiencia como la mía». El teniente, que vestía un resplandeciente uniforme nuevo, captó el sentido de mis palabras. Cuando el antiguo oficial de la compañía, que estaba junto a nosotros, me recordó que al cabo de unas horas iba a recibir la Cruz de Hierro (aunque yo intentaba evitarlo), el segundo teniente se echó a reír: «¡Sí, como la que luce un teniente sin mancha! Tiene que presentarse ante un tribunal de guerra por cobardía frente al enemigo. ¡Todo el que retrocede un metro será ejecutado!».

Aquello era demasiado. Faulborn sacó la pistola y apuntando fríamente, me preguntó: «¿Lo callo, sargento mayor?».

El segundo teniente, pálido y sin voz, no se atrevía a moverse y susurró algo sobre amotinamiento. Sin poder contenerme, dije: «¡Un hitlerito!».

El teniente más antiguo le dijo: «Déjalo en paz; ¡Está hasta las narices!».

El joven oficial vio que las cosas no iban demasiado bien, así que trató de mostrarse amistoso con nosotros y nos explicó cuál era nuestra situación. Cuando oyó que habíamos dejado atrás a dos heridos (yo no le dije que no quisieron seguirnos), se abalanzó al teléfono y preguntó por el comandante. Volvió al momento: «Hay una orden del general. Vas a volver atrás inmediatamente y traerás aquí a los dos. No dejaremos que ningún herido apto para la lucha caiga en manos del enemigo. El frente necesita a todo el que pueda sujetar un fusil».

Le aseguré que era inútil, pues habíamos visto con nuestros propios ojos al enemigo junto a la casa. Era imposible llegar hasta ellos; regresar significaba la muerte o la captura. No obstante, aparecieron ocho hombres llevando camillas, con la orden de volver con ellos. Ninguno de ellos tenía menos de cincuenta años.

«Esta es tu compañía», dijo el teniente. «Llevas una bandera de la Cruz Roja en la bota; úsala y volverás sano y salvo».

¿Qué haríamos? Por supuesto, comprendió que no me negaba por cobardía a volver a aquella montaña en ruinas, y me dijo suavemente: «No es una orden mía, Goldmann; es del general».

Yo estaba furioso, pero descorazonado. Dije al grupo, que estaba tan disgustado como yo, que dejaran sus armas a sus camaradas porque, si todo iba bien, caeríamos prisioneros… y si no iba bien, no las necesitaríamos. Obedecieron malhumorados. En un bolsillo interior puse a seguro la nota del Papa junto con las Formas. Emprendimos la marcha a las 10 de la noche. La ladera era muy escarpada; un paso en falso suponía la muerte. El enemigo estaba frente a nosotros.

Al cabo de unos treinta minutos, los hombres se rindieron. «Sargento, ¡esto es una locura! Tenemos mujer e hijos. ¿Qué hacemos marchando de este modo hacia el enemigo? Nos oirán llegar. Quedémonos aquí… y mañana volvemos diciendo que no hemos encontrado a nadie en la casa ¡Nadie podrá demostrar que no estaban allí!».

Se mostraban inflexibles; no querían moverse. Realmente, yo no podía culparlos demasiado. ¿Qué loco caminaría directamente hacia las armas del enemigo en busca de dos hombres que, si no habían caído ya prisioneros, estaban dispuestos a rendirse, y lo habrían hecho en la primera oportunidad? Les ordené de nuevo que se pusieran en marcha, pero se negaron.

«De acuerdo. Esperad acudiré yo solo. Si no vuelvo en media hora, significará que tardaré en regresar. Si hay peligro, gritaré… me podréis oír fácilmente, pues están cerca de aquí. Si oís disparos, podéis volver». Aceptaron, y yo me interné en medio de la oscuridad de la noche.

Las nubes ocultaban la montaña; la visibilidad era escasa. Me saqué las botas y caminé por la senda empedrada en la que dejaba los calcetines. Estaba tan asustado que no sentía el dolor de los guijarros en los pies. El corazón parecía latirme en la garganta; a cada momento esperaba ser descubierto y tiroteado. Sentía vergüenza de mí mismo, pues cada roca me parecía un enemigo, y un sudor frío brotaba de mi cuerpo tembloroso. Me sentía tan mal, que me era imposible caminar. Me senté y me llamé cobarde a mí mismo.

Pero nada, nada aliviaba mi angustia y mi pavor. Sencillamente, había sufrido demasiado, había visto demasiado en las últimas cuarenta y ocho horas.

De repente, como si alguien las empezara a pronunciar a mi lado, repetí, una y otra vez, las palabras del salmo 91 (90):

El que habita al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso, diga a Dios: «Tú eres mi refugio y mi ciudadela, mi Dios en quien confío». Pues Él te librará de la red del cazador y de la peste exterminadora; te cubrirá con sus plumas, hallarás refugio bajo sus alas y su fidelidad te será seguro y adarga. No tendrás que temer los espantos nocturnos, ni las saetas que vuelan de día, ni la pestilencia que vaga en las tinieblas, ni la mortalidad que devasta en pleno día. Caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil; a ti no te tocará… Pues te encomendará a sus ángeles para que te guarden en todos sus caminos y ellos te levantarán en sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras.

Aquellas palabras de la Sagrada Escritura, que había pronunciado miles de veces en Completas —la oración de la noche de la Iglesia— y que no habían estimulado mi piedad, me impresionaron súbitamente, me serenaron y me infundieron confianza y valor. Seguí adelante, repitiéndolas una y otra vez. El miedo desapareció; ¡los ángeles me acompañaban!

Alcancé la cumbre donde habíamos sido tiroteados la noche anterior. Cuidadosamente, observé el lado opuesto, pero no había nadie… ningún enemigo a la vista. En una hondonada surgía una pequeña colina, con la casa bombardeaba, Massa Constanza, como un fantasma en medio de la noche. No se oía sonido alguno, así que continué por la cumbre zigzagueando hacia el valle del fondo. El camino estaba lleno de curvas, y todo parecía muerto, excepto por los lejanos cencerros de las vacas. Estaba oscuro como boca de lobo. Densas nubes ocultaban la luna.

Llegué hasta el fondo y caminé con el agua hasta las rodillas. De repente, ¡vi un casco! Por encima de mí, alguien miraba hacia el valle, pero no me vio. Ahora sabía dónde estaban. Tenían que haber oído algo, porque se hicieron visibles algunos cascos del enemigo. Hablaban en voz baja y miraban hacia el valle. Me di cuenta de que mis camilleros me habían seguido. Los soldados empuñaron sus armas y detrás de mí escuché el sonido de pasos y de piedras que rodaban. Sabía que no dejarían pasar a mis hombres y que dispararían sobre ellos. ¡No podía ser!

¿Qué hacer? Instintivamente, toqué con la mano la bandera de la Cruz Roja que llevaba en la bota. Cuando la estaba enarbolando salió la luna. Sorprendidos, los ingleses vieron la bandera de la Cruz Roja ondeando frenéticamente, en un lugar en el que creían desierto. Subieron y miraron hacia el valle. Yo grité: «¡Cruz Roja alemana! ¡No disparen! ¡No disparen!».

Al principio se quedaron mudos; luego, uno de ellos dijo: «Adelante». Yo me incorporé y subí a la colina siempre ondeando la bandera. Debieron pensar que estaban viendo algún espectro gigantesco porque, cuando me acerqué, formaron un círculo a mi alrededor. Saliendo de este modo de la oscuridad, debí resultar un espectáculo sorprendente para ellos. Ahora todos tenían los fusiles preparados. Por fin, moviéndose lentamente, lentamente, llegó un oficial que me registró con la mano izquierda, conservando la pistola en la derecha. Sus manos temblaban visiblemente. Había pasado tanto miedo como yo. Le dije: «Señor, no estoy armado». Por fin, me creyó, y le dije que los hombres que venían conmigo tampoco lo estaban.

«Llámelos», ordenó.

Lo hice, pues de otro modo habrían disparado contra ellos. Llegaron por fin, y me miraron temerosos. Solo se tranquilizaron cuando les dieron te y chocolate. Habíamos caído prisioneros. Alrededor de las tres de la mañana, sonaron algunos disparos de nuestra artillería que obligaron a ponerse a cubierto a los ingleses. Quizá podríamos haber escapado, pero, para ser completamente sincero, estaba tan cansado y exhausto que no me atreví a hacerlo.

A la mañana siguiente nos sacaron de allí junto a un grupo de veinticinco hombres. Nos registraron de nuevo y nos quitaron todo lo que pudieron. Y empezó nuestra marcha en cautividad. Para nosotros fue una marcha llena de sorpresas. Vimos un número incontable de soldados, de suministros y de equipamiento; vimos italianos, hombres y mujeres, obligados a subir a las montañas; vimos innumerables armas, cañones y tanques que iban a llevar la muerte a nuestros hambrientos, mal preparados y mal instruidos campesinos.

En aquella ocasión se produjo un curioso incidente. Cuando llegamos al cuartel general, los guardias nos obligaron a entrar con las manos en la cabeza. Los miembros del
staff
vinieron a vernos, a aquella panda de gente sucia, demacrada y destrozada. Yo estaba en pie, el más alto, como de costumbre, y, por ser sargento fui objeto de un interés especial por parte de aquellos elegantes soldados cuyos uniformes parecían estar dispuestos para un desfile. De repente, vi que uno de los oficiales lucía una cruz. ¿Sería el capellán?

Me aventuré a hablarle: «¡Padre!».

Ante mi llamada, me miró sorprendido. Yo me armé de valor y continué: «Soy franciscano».

Se me quedó mirando sorprendido y con una voz fría e inamistosa, replicó: «Tú… eres un sucio alemán».

Yo pensé: «El pobre chico, no ha entendido el Evangelio del amor a los enemigos». Dije: «Sí, por fuera estoy sucio, pero por dentro soy franciscano».

No me creyó y repitió: «Sucio alemán».

Yo insistí: «Tengo una carta para usted».

Sorprendido, se echó a reír y dijo a los otros oficiales:

«Mirad, el sucio alemán tiene una carta para mí. ¿De quién? Quizá del Papa de Roma».

Al oír aquel chiste todos rompieron a reír.

Yo repliqué al momento: «Sí; del Papa. Está oculta en mi bolsillo interior». Siempre riendo, se acercó a mí. Yo tenía las manos sobre la cabeza y él palpó el bolsillo, encontró algo en el interior, lo abrió, y tomó el escrito del Santo Padre en sus manos.

Lo leyó, me miró, lo leyó de nuevo, miró a su alrededor como si hubiera descubierto algo, y entregó la carta al general sin pronunciar una sola palabra. El general no entendía el latín y el capellán tuvo que traducírsela. Me rodearon y el sacerdote, en un tono de voz sorprendido y conciliador, me preguntó: «¿Quién eres?».

No pudiendo contenerme, respondí: «Exactamente, un sucio alemán».

Permanecían inmóviles, sin saber qué decir. Por último, alguien preguntó: «¿Quieres algo?».

«Sí; me gustaría bajar los brazos». Fue un gran alivio, y los demás siguieron mi ejemplo. «¿Algo más?».

«Sí; me gustaría que me devolvieran el reloj y las demás cosas que me han quitado». El mayor, furioso, gritó a los soldados: «¡Ladrones! ¡Gánsters!». No solo me devolvieron el reloj, sino todos los que habían arrebatado a los muertos, a los heridos y a los prisioneros. ¡Podría haber montado un negocio de venta de relojes! Me guardé unos cuantos en el bolsillo y los otros prisioneros llenaron los suyos. (Sin embargo, en el siguiente lugar donde nos trasladaron, ¡los perdimos de nuevo!).

El sacerdote se mostraba más cordial, aunque obviamente un poco suspicaz; ¡aquel alemán grandote podía ser un animal peligroso! Yo esperé la ocasión para indicarle que la carta del Papa era una orden para cualquier sacerdote católico. «Debía acompañarme usted hasta el obispo más cercano».

«Es muy difícil, pero ya lo veremos. Con el tiempo, lo conseguirá, pero ahora desean verle los oficiales de mayor graduación».

Nos introdujeron en los coches y nos llevaron al cuartel general más próximo. ¡Qué lujo, un viaje en coche! Nos llevaron a un campo de internamiento en Aversa, cerca de Nápoles. Un lugar indecente. Me indicaron que debía esperar la llegada de Nápoles del alto dignatario eclesiástico encargado de los italianos. Hasta entonces, pasamos unos días en unas condiciones pésimas. Después, me llamaron para interrogarme, así como a un joven soldado llamado Hans Petermann, al que llegué a conocer muy bien y que permaneció a mi lado durante los siguientes años.

Capítulo 16

EL PADRE GEREON

Esto es lo que sucedió: pocos días después, entró a visitarme en mi tienda un capellán castrense de los aliados, que actuaba como capellán de los italianos. Unas horas más tarde, me sentaba en un
jeep
junto a Petermann. Fuimos a Nápoles para ver al comandante en jefe aliado para toda Italia. El
staff
se alojaba en un edificio parecido a un castillo, y allí esperamos durante dos días. Muchos oficiales de alto rango entraban para conocer al hombre de las SS que llevaba una nota del Papa. Era un tema tan increíble, que suscitaba curiosidad; después nos condujeron al aeropuerto, donde nos esperaba un avión para trasladarnos al Norte de África.

Hans, mi joven compañero, había sido paracaidista y estaba acostumbrado a volar; para mí era la primera vez. El aparato no era del último modelo y, a veces viraba de un lado a otro, de tal manera que yo estaba terriblemente mareado, y convencido de que iba a morir. Llevábamos meses mal alimentados en el campo de batalla y estábamos exhaustos, de modo que, inmediatamente, fui víctima de un mareo mortal. El amistoso mayor que nos acompañaba trajo una mochila llena de sándwiches, pero, a pesar de estar hambriento, no pude comer. Hans, por su parte, no sufría tan deplorable enfermedad y se mostraba extraordinariamente cordial. Al cabo de seis horas de vuelo, había agotado toda la mochila, sin dejar ni una miga a su débil co-pasajero. Nuestros acompañantes pensarían que era suficiente para una persona, pero, sencillamente, ignoraban lo hambrientos que estábamos.

Por fin terminó aquel vuelo, una de las experiencias más horribles de toda mi vida; tuvieron que sacarme del avión medio inconsciente. Pero en cuanto puse el pie en tierra firme, me recuperé. Me interrogaron en un lugar de Argelia llamado Birkadem. Permanecimos arrestados, entre incesantes interrogatorios; durante dos meses tuvimos que vivir en una reducida habitación con solo dos camas de hierro. La comida era buena pero terriblemente escasa. Los guardias se mostraban amables; agradecíamos el baño diario y el suplemento de sopa que nos proporcionaban, pero sentíamos el estómago vacío continuamente. Intentábamos, por todos los medios posibles, conseguir un aumento de la ración, pero no lo conseguimos. Las quejas al general no dieron resultado. Nos visitaba de vez en cuando y parecía extraordinariamente divertido por nuestras peticiones de alimento. En ocasiones nos proporcionaban alguna ración extra; ese fue el resultado de nuestras protestas.

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