Un oscuro fin de verano (19 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Un oscuro fin de verano
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—¿Vive aquí sola? —preguntó tras un largo silencio que dedicaron a estudiarse mutuamente.

Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua. Tenía la nariz recta y alargada y una pequeña cicatriz junto al labio.

—Tengo a Europa.

Recordó haberla oído decir que lodo lo que tenía era la perra, que al oír su nombre levantó la cabeza.

—¿Y su familia? ¿Dónde vive?

—Yo no tengo familia.

—¿Ni pareja?

—Ahora mismo no. No es mi punto fuerte —contestó con una sonrisa de disculpa—. Soy un coche de un solo caballo, así que las cosas siempre terminan mal. Pero le estoy ayudando, ¿no?

—Sí.

—Cuénteme más, a ver si así le cojo un poco más la onda.

Trokic titubeó algo más de la cuenta mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Estaba reclinada frente a él, relajada, con la taza apoyada en el muslo derecho y los ojos puestos en él con expresión interrogante. El comisario buscó en vano su tabaco hasta que ella le envió por encima de la mesa un paquete amarillo con un pequeño empujón.

—Ah, entonces no le importará que fume, ¿verdad? preguntó al fin, buscando un cenicero con la mirada.

—Claro que no; fume todo lo que quiera, le acompañaré.

Se levantó a traer lo que buscaba y le encendió el cigarrillo. Luego él le contó en líneas generales los dos casos paralelos.

Isa Nielsen señaló hacia el reloj.

—Ya es la una, hora de comer. ¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias. Es muy amable, pero tengo que marcharme.

Los viernes solía hacer comida croata. Muy picante, como a él le gustaba. Tenía la costumbre de no tomar nada en todo el día para no estropearse el apetito. Ella sonrió y subió los pies al asiento.

—¿Casado? —le preguntó.

—No.

Esperó el «¿por qué no?» de rigor, pero nunca llegó. La socióloga le quitó la ceniza al cigarrillo. Tenía unas manos largas y finas.

—¿Qué opina de la inscripción de la mano? —quiso saber Trokic.

Ella, en cambio, preguntó con los ojos entornados:

—¿Sueña alguna vez?

La miró sorprendido, preguntándose si se le notaría en la cara el enrevesado sueño que había dejado a medias la noche anterior.

—Como todo el mundo, supongo.

—Me refiero a pesadillas y esas cosas.

—Sí —contestó.

—¿De qué tratan?

—De conejos.

—¿Conejos?

A sus labios asomó una sonrisa, pero no condescendiente, sino más bien curiosa. Aun así, no podía dejar de sentirse taladrado, escudriñado.

—¿Y de dónde salen esos conejos?

—De Croacia.

—¿Qué significan?

—No significan nada —replicó dando por zanjado el tema.

—Todo tiene un significado. Yo sueño con el bosque –confesó ella—, el bosque de noche. Puede que sea por culpa de todos esos titulares. ¿Y esa secta de la que me hablaba? Dijo que habían encontrado un símbolo. ¿Querrá decir algo?

—No acabamos de sacar nada en limpio de ese sitio. Bueno, será mejor que siga con lo mío —dijo bebiendo el último sorbo de capuchino.

—Con lo suyo —repitió Isa Nielsen con la mirada perdida en algún punto de la pared.

La habitación se había quedado fría de pronto, como si hubiese sacado a colación algo malo.

—Gracias por el cale y por la charla.

—No hay de qué.

El despacho de Agersund estaba vacío, y eso que su jefe no solía alejarse mucho últimamente. Volvió al suyo. La luz roja del teléfono parpadeaba sobre el escritorio y recordó que había apagado el móvil en casa de Isa Nielsen. No quería que le molestaran. El mensaje del contestador sólo era de hacía un cuarto de hora. Agersund.

—¿Dónde cono te metes? —empezaba; hasta ahí nada nuevo, luego un largo suspiro—. Han llamado los de Seguridad Ciudadana. Uno de los de la secta está muerto.

Capítulo 43

El joven yacía retorcido en una posición antinatural sobre la cama de un cuarto escasamente amueblado. Su cuerpo desnudo y descolorido había quedado agarrotado por una avanzada rigidez, y sus ojos desencajados parecían a punto de salirse de las órbitas. Las sábanas estaban empapadas de orina. El forense Torben Bach se pasó una mano por las canas incipientes con un resoplido.

—¿De qué ha muerto? —preguntó el comisario—. ¿Ha tomado alguna droga, tranquilizantes?

Bach hizo un gesto negativo. —No sé, hay algo raro. Es como si lo hubieran estrangulado, pero no hay marcas.

Trokic respiró hondo. ¿Sería el mismo miembro de la secta que había llamado diciendo que sabía quién era el asesino? ¿Por qué no les dijo nada en su momento si sabía algo? Y ¿por qué aún no se habían llevado de las orejas a toda la banda para interrogarla? ¿Por qué no se lo habían tomado en serio? Tenía la impotencia atravesada en la garganta y tragó saliva. Las cosas no marchaban suficientemente deprisa, había demasiados interrogatorios por hacer, demasiadas llamadas de personas que creían saber algo cuando no era cierto.

—Se acerca el Armagedón —susurró el líder de la secta—, pero esto no lo merecía.

—¿Le encontró usted? —preguntó Agersund.

Hanishka extendió el brazo por toda explicación.

—No ha bajado a la reunión matinal, así que una de las hermanas ha subido a buscarle y le ha llamado varias veces. Creía que dormía profundamente, como íbamos a imaginarnos esto. Media hora después, en vista de que no bajaba, he subido yo a buscarle. Me he quedado de piedra, ya estaba frío.

—¿Quién fue el último que habló con él? —preguntó Agersund.

Hanishka reflexionó.

—Me parece que yo. Anoche, hacia las diez.

Agersund se dirigió a Trokic.

—Tuvo que ocurrir después de que te atacaran en el apartamento.

Trokic asintió.

—Vamos a precintar todo su suelo sagrado, Hanishka –prosiguió Agersund.

—El culpable de esto no se encuentra entre nosotros.

—Escuche: hay un hombre muerto en esta casa y vamos a averiguar si Palle sabía…

Trokic pegó un brinco al oír que por un altavoz que había en el techo empezaba a vibrar una música dominada por las suaves notas de un clavicémbalo. La encontró de una extraña ingenuidad.

—¿Qué cojones es eso? —se interrumpió Agersund.

—La llamada a la oración.

—¿No puede hacer que pare? Es un ruido espantoso. Cielo santo, aquí hay gente que intenta trabajar.

—Acabará en un momento.

Hanishka tenía cara de pocos amigos.

—Esta mañana hacia las nueve —dijo.

—¿El qué?

—La respuesta a tu pregunta. Cuándo lo encontramos.

—¿A las nueve, dice?

Agersund miró hacia su reloj y empezó a dar golpecitos en el cristal.

—Son las… dos y media. ¿Qué se supone que han estado haciendo mientras tanto? ¿Una fiestecita con el tipo?

—Hemos rezado con Palle.

Igual que muchos otros miembros del círculo de Hanishka, Palle no pasaba por un buen momento antes de entrar en la casa. Cuando conoció a uno de los discípulos en la playa, sufría un desequilibrio psíquico. «Por eso el amor a Dios es lo más importante», le explicaba Hanishka a Trokic en la cocina poco antes. Palle estaba enfermo de amor por una mujer terrenal, una mala hierba, y sólo el amor de Dios pudo salvarlo.

El comisario apartó la cortina para que entrase más luz en el cuarto y con su movimiento hizo caer una hoja de papel que atrapó antes de que llegara al suelo. Incluso antes de leerla supo que lo que tenía delante era una carta de despedida. Con unas pocas palabras, Palle pedía perdón a sus padres por lo que se disponía a hacer. Le pasó el papel a Agersund tras leer aquellas escasas líneas.

—Bien, entonces ya no hay más que decir sobre este caso. Sea lo que sea lo que haya tomado, todo está bastante claro –sentenció Agersund—. Interroga a los demás habitantes de la casa, quizá hablara con alguien. Y también vamos a hacer una prueba de ADN. En principio podría ser nuestro hombre, aunque no veo ninguna relación, y, por lo que parece, era un tipo bastante pacífico. Más no creo que podamos hacer.

Bach cogió un vaso de un estante con libros que había a la izquierda de la cama y observó el fondo con el ceño fruncido. Luego metió la nariz y aspiró. El asombro se pintó en su rostro.

—¿Qué es? —preguntó Trokic.

Bach miró primero a uno y después al otro.

—Reconozco este olor, es el mismo de las flores que había sobre el cadáver de Anna Kiehl. Si no me equivoco, aquí el amigo se ha quitado la vida con cicuta.

Capítulo 44

—Le conocía de varias conferencias, aquí y en el extranjero. Un tipo estupendo —dijo Abrahamsen una vez que Lisa y Jacob se hubieron acomodado en el enorme salón.

Estaban en un agradable piso a no mucha distancia de la plaza de Trianglen.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para Procticon? –preguntó Jacob.

—He trabajado para otras dos farmacéuticas antes, pero este último año he estado en la compañía inglesa Procticon.

—¿En qué consiste su trabajo?

—Somos un equipo, un grupo de investigadores de procedencias diversas con base en Birmingham. Ha sido una suerte que me encontraran en casa, normalmente estoy allí. He venido a Dinamarca porque mi hermana pequeña acaba de dar a luz a su primer hijo y estaba deseando venir a conocerle.

Entre frase y frase encendió un puro y fue llenando la habitación de bien perfilados anillos de humo.

—Me marcho otra vez esta noche. Lamento no poder decirles qué es lo que hago exactamente, pero así, en pocas palabras: desarrollo una sustancia que estimula el deseo sexual femenino. Intentamos ser los primeros en lanzar al mercado un producto de calidad.

—¿Estaba al tanto de las investigaciones de Christoffer Holm? —preguntó Jacob.

—Sí, nos conocíamos hace muchos años. Era un buen amigo con el que me veía siempre que teníamos tiempo. La última vez que hablé con él fue en la conferencia de Montreal. Nos alojábamos en el mismo hotel y una noche salimos juntos —dijo con un ligero temblor en la voz—. Siento muchísimo que nos haya dejado.

—Entonces sabría que había dejado su trabajo en el Departamento de Psiquiatría.

—Sí, me lo contó. Me dijo que necesitaba respirar un poco y que probablemente se iría de viaje medio año con una chica que había conocido. Una historia un poco complicada porque, por lo que entendí, también había un niño de por medio.

Lisa enarcó las cejas. Esos planes de viaje eran una novedad, pero claro, cómo iban a llegar a oídos de la policía si Peter Abrahamsen se pasaba el día enredando con la sexualidad femenina en un laboratorio de Inglaterra.

—No se lo había contado a nadie más —comentó.

Abrahamsen se encogió de hombros.

—Pues es lo que me dijo a mí con una copa delante en un pub de Canadá.

—¿Mencionó adonde?

—No, nada exacto, creo que aún no era más que un proyecto, pero por lo que pude entender ella estaba escribiendo una tesina y quería acompañarla a un par de zonas de África que tenía que visitar; así podría aprovechar para trabajar en un nuevo libro.

Lisa digirió la información.

—Dicen que era muy bueno —señaló luego.

—Sí, Christoffer era la leche. Por eso me sorprendió que se bajara del carro, como si dijéramos. No hay mucha gente que trabaje en lo nuestro y no conozca su nombre. Hablábamos mucho de la influencia de nuestra cultura, el estrés y el ajetreo en el concepto que tenemos de la felicidad y de si los desequilibrios en el cerebro surgen a causa de nuestra forma de vida en los países occidentales. Él hablaba de adictos a la serotonina.

Pensaba, así, desde un punto de vista abstracto, que los factores del estrés eran como sanguijuelas que se nutrían de las sustancias que generan felicidad en el cerebro, con lo que ansiábamos nuevas vivencias y estimulantes para alimentar a esos pequeños engendros. Un descarrilamiento se podía solucionar recuperando el equilibrio químico a base de píldoras de la felicidad. El estaba en contra.

—Pues a mí me daba la sensación de que era más bien partidario del uso de preparados ISRS —intervino Lisa.

—No me malinterpreten. Christoffer investigaba en uno de los principales centros de la psiquiatría de este país. Allí escribió su tesis. No le cabía la menor duda de que la interacción entre los neurotransmisores del cerebro, en ciertos casos, era hereditaria y tenía una base biológica, y se había empeñado en ayudar a esas personas y en acabar con su malestar en la medida de lo posible.

Para alivio de Lisa, antes de continuar dejó el puro y estiró las piernas:

—Pero, al mismo tiempo, creía que esos pequeños engendros de los que hablábamos antes también tenían su influencia, con lo que la cuestión era eliminar el mayor número posible para reducir la necesidad de medicación. Es lo que comúnmente llamamos modelo de vulnerabilidad—estrés. A Christoffer le preocupaban mucho las perspectivas sociales y políticas en relación con el día a día de cada individuo.

Lisa formuló al fin la pregunta que llevaban varios días barajando.

—¿Es posible que hubiera hecho un nuevo descubrimiento?

Se hizo el silencio. El investigador se revolvió inquieto en su asiento.

—¿Hay algo que quiera contarnos? —le preguntó Jacob.

—Es que todo esto es información altamente confidencial.

—Nos hacemos cargo.

—Si mi empresa llega a enterarse, tendrá graves consecuencias para mí.

—Lo único que nos interesa es saber si aquí puede esconderse el móvil de un crimen.

—Claro, lo comprendo —dijo con un suspiro—. Christoffer y yo solíamos intercambiar información. No está permitido, por supuesto, pero nuestras investigaciones seguían caminos diferentes, de modo que no se podía decir que nos aprovecháramos de los datos que intercambiábamos.

—¿Y era recíproco? ¿La confianza iba en ambas direcciones?

—Con total segundad —afirmó; hizo una pequeña pausa antes de proseguir en tono más bajo—: Christoffer me contó que creía haber descubierto algo que constituiría la base de una nueva generación de antidepresivos. Estaba investigando uno de los neurotransmisores de descubrimiento más reciente, el óxido nítrico. Hace tiempo que se baraja la hipótesis de que su inhibición pueda producir un efecto antidepresivo al afectar a la transmisión serotonérgica.

—No terminamos de entender esa jerga —apuntó Jacob.

—No, claro. La serotonina es la sustancia cuyo nivel tratamos de incrementar en el cerebro con los antidepresivos. Influye en una serie de cosas como el humor, el sueño, la sexualidad, el control de los impulsos, la memoria, el aprendizaje, etcétera.

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