Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos sacaron su avión a la azotea.
—¡Deprisa! —dijo Bernard, irritado.
Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?
—¡Deprisa! —gritó más fuerte.
Y en su voz sonó una desagradable ronquera.
Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.
Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Street. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones de los tres grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo Delta, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos de oficinas. Encima de éstos se hallaban los laboratorios de investigación y las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.
Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su aparato.
—Llama a Mr. Helmholtz Watson —ordenó al portero Gamma-Más— y dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.
Se sentó y encendió un cigarrillo.
Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
—Dile que voy inmediatamente —contestó. Y colgó el receptor. Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo tono oficial e impersonal—: Usted se ocupará de retirar mis cosas.
E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió vivamente hacia la puerta.
Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente para El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas.
«Competente», era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: «Quizá demasiado competente».
Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de «separación», que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.
Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en común era el conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo discutía su amigo.
Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la Voz Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.
—Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.
—No, no.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió paso.
—No, no.
—No invitamos a ningún otro hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa perspectiva.
—No —repitió—. Tengo que hacer.
Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin reproches.
—¡Esas mujeres! —exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los aires—. ¡Esas mujeres! —Movió la cabeza y frunció el ceño—. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.
—Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo —dijo en un tono que quería aparecer indiferente.
—¿Sí? —dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa, prosiguió—: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos… —Vaciló—. Bueno, son curiosos, muy curiosos.
Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al parecer, el proceso era reversible. Un exceso mental podía producir, en bien de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.
El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente, preguntó:
—¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?
Y miró a Bernard interrogadoramente.
—¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas fuesen de otro modo?
Helmholtz movió la cabeza.
—No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante que decir y de que estoy capacitado para decirlo; sólo que no sé de qué se trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… —Guardó silencio unos instantes, y, al fin, prosiguió—: Soy muy experto en la creación de frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta. No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace con ellas.
—Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.
—Para lo que está destinado, sí. —Se encogió de hombros Helmholtz—. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y más intenso, más violento. Pero, ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Ésta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante. Pero, ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes? Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como éstas? ¿Cabe decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, éste es el problema.
—¡Silencio! —dijo Bernard—. Creo que hay alguien en la puerta —susurró.
Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no había nadie.
—Lo siento —dijo Bernard, sintiéndose en ridículo—. Supongo que estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno, acabas por sospechar también de todos.
Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbrosa. Se justificaba.
—Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente… —dijo, casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se hubiese derrumbado la presa de un embalse—. ¡Si lo supieras!
Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad. «¡Pobrecillo Bernard!», se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado por su amigo.
Bernard debía dar muestras de tener un poco más de orgullo.
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada, más aguda de lo normal en el hombre, el cierre de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farham Royal.
Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos anunciaban la marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.
Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido, acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.
—¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? —preguntó Lenina.
—Recuperación del fósforo —explicó Henry telegráficamente—. En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P
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antes se perdía cada vez que había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra. —Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo propio—. Es estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía perpendicularmente a la estación del monorraíl.
—Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta curioso que los Alfas y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
—Todos los hombres son fisicoquímicamente iguales —dijo Henry sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios indispensables.
—Hasta los Epsilones…
Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): «Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podríamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie…» Lenina recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave aproximación del sueño…
—Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo en voz alta.
—Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.
—Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina, con acento de gran convicción.
—Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.
—¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.
Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.