Un mundo feliz (8 page)

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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

BOOK: Un mundo feliz
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—Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.

—Vamos a tirarle de la lengua.

—Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

—Estás melancólico, Marx. —La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster—. Necesitas un gramo de soma.

—Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.

«¡Ford, me gustaría matarle!». Pero no hizo más que decir: «No, gracias», al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

—Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología.

—Tómalo —insistió Henry Foster—, tómalo.

—La estabilidad quedó prácticamente asegurada.

—Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos —dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.

—Sólo faltaba conquistar la vejez.

—¡Al cuerno! —gritó Bernard Marx.

—¡Qué picajoso!

—Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio…

—Y recuerda que un gramo es mejor que un taco.

Y los dos salieron, riendo.

—Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente…

—No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano —dijo Fanny.

—… y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

—… dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que darme prisa.

—Trabajo, juegos… A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando… ¡Pensando!

«¡Idiotas, cerdos!», se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.

—En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a…

—¡Fuera, chiquilla! —gritó el DIC, enojado—. ¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor está atareado? ¡Id a hacer vuestros juegos eróticos a otra parte!

—¡Pobres chiquillos! —dijo el Interventor.

Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.

Capítulo IV
1

El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los vestuarios Alfa, y la entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna noche con casi todos ellos.

«Buenos muchachos —pensaba Lenina Crowne, al tiempo que correspondía a sus saludos—. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328». Y mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado peludo cuando se quitó la ropa.

Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro melancólico de Bernard Marx.

—¡Bernard! —exclamó, acercándose a él—. Te buscaba.

Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás se volvieron con curiosidad.

—Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo México.

Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de asombro. «¡No me sorprendería que esperara que le pidiera para ir con él otra vez!», se dijo Lenina. Luego, en voz alta, y con más valor todavía, prosiguió:

—Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. —En todo caso, estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard—. Es decir, si todavía sigues deseándome —acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente significativa de sus sonrisas.

Bernard se sonrojó intensamente. «¿Por qué?», se preguntó Lenina, asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.

—¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? —tartajeo Bernard, mostrándose terriblemente turbado.

«Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia —pensó Lenina—. No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo».

—Me refiero a que…, con toda esta gente por aquí…

La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.

—¡Qué divertido eres! —dijo; y de veras lo encontraba divertido—. Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación —prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?

Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.

—¡Azotea! —gritó una voz estridente.

El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un semienano Epsilon-Menos.

—¡Azotea!

El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz de la tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.

—¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor—. ¡Azotea!

Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para sonreír a sus pasajeros.

Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.

—Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta decimoctava. Baja, ba…

El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la luz crepuscular de su habitual estupor.

En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo brillante, era como una caricia en el aire suave.

Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo, miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.

—¡Qué hermoso!

Su voz temblaba ligeramente.

—Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos —contestó Lenina—. Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago esperar. Avísame la fecha con tiempo.

Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una expresión dolorida.

—¡Estupenda chica! —dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.

Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin tocar para nada el soma. La malicia y los malos humores de los cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad era siempre alegre y sonriente.

—¡Y neumática, además! ¡Y cómo! —Luego, en otro tono, prosiguió—: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. —Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito—. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam… Pero, ¡eh!

Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.

Benito se quedó mirándolo. «¿Qué demonios le pasa a ese tipo?», se preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.

Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los cobertizos.

Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.

—Cuatro minutos de retraso —fue todo lo que dijo.

Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.

Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.

—Ahí está el Cohete Rojo —dijo Henry— que llega de Nueva York. Lleva siete minutos de retraso —agregó—. Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.

Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez más deprisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estayes. Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.

Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada. Bosques de torres de Pelota Centrífuga brillaban entre los árboles.

—¡Qué horrible es el color caqui! —observó Lenina, expresando en voz alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.

Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se levantaba en nubes blancas.

En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una pequeña ciudad.

—Deben de relevarse los turnos —dijo Lenina.

Como áfidos y hormigas, las muchachas Gammas, color verde hoja, y los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color de mora iban y venían entre la multitud.

Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su primera partida de Golf de Obstáculos.

2

Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.

«¡Ese antipático de Benito Hoover!». Y, sin embargo, el muchacho no había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que le querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado, desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma, desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.

Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovski, y los hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. «Yo soy yo, y desearía no serlo». La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le inducía a eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores. ¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!

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