Un lugar llamado libertad (5 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
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Diez años atrás la familia se había trasladado a Londres, dejando a unos pocos servidores al cuidado de la mansión y a unos guardabosques para que vigilaran la caza. Al principio, regresaban una vez al año, llevando consigo invitados y servidumbre, alquilando carruajes y caballos en Edimburgo y contratando a las esposas de los aparceros para que fregaran los suelos de piedra, mantuvieran las chimeneas encendidas y vaciaran los orinales. Pero sir George cada vez se mostraba más reacio a abandonar sus negocios y las visitas se fueron espaciando progresivamente. La recuperación de la antigua costumbre no había sido muy del agrado de Jay. Sin embargo, la contemplación de una Lizzie Hallim adulta había sido una grata sorpresa para él y le había ofrecido la oportunidad de atormentar a su privilegiado hermano mayor.

Rodeó las cuadras y desmontó. Después le dio al castrado unas cariñosas palmadas en el cuello.

—No es un gran corredor, pero es una montura muy bien educada —le dijo al mozo, entregándole las riendas—. Me gustaría tenerlo en mi regimiento.

—Gracias, señor —le dijo el mozo, complacido.

Jay entró en el gran vestíbulo de la casa. Era una estancia sombría en cuyos oscuros rincones apenas llegaba la luz de las velas. Un enfurruñado galgo permanecía echado sobre una vieja alfombra de pelo delante de la chimenea de carbón. Jay le dio un empujón con la puntera de la bota para que le dejara un poco de sitio y le permitiera calentarse las manos. Sobre la chimenea colgaba el retrato de Olive, la primera esposa de su padre y madre de Robert. Allí estaba ella, mirando solemnemente por encima de su larga nariz a todos los que la habían sucedido. Había muerto súbitamente de unas fiebres a la edad de veintinueve años y su esposo se había vuelto a casar, pero jamás había olvidado a su primer amor. Sir George trataba a Alicia, la madre de Jay, como una amante o un juguete sin importancia y sin ningún derecho, lo cual hacía que el joven casi se sintiera un hijo ilegítimo. Robert era el primogénito y heredero y el preferido de su padre. A veces Jay sentía la tentación de preguntar si lo suyo había sido una inmaculada concepción y un parto virginal.

Se volvió de espaldas al cuadro. Un criado le sirvió una copa de vino calentado con especias y él tomó un sorbo de la exquisita bebida, confiando en que le aliviara la tensión del estómago. Aquel día su padre anunciaría qué parte de la herencia le correspondería.

Sabía que no iba a recibir la mitad y ni siquiera una décima parte de la fortuna de sir George. Robert heredaría la finca con sus prósperas minas y la flota de barcos que ya dirigía. Su madre le había aconsejado a Jay que no discutiera, sabiendo lo duro e inflexible que era sir George.

Robert no era sólo el hijo preferido sino también el vivo retrato de su padre. Jay era distinto y por eso su padre lo despreciaba. Como sir George, Robert era inteligente, despiadado y mezquino con el dinero.

En cambio, Jay era descuidado y derrochador. Su padre no soportaba a la gente que malgastaba el dinero, sobre todo cuando el dinero era suyo. Más de una vez le había gritado:

—¡Yo sudo sangre para ganar el dinero que tú malgastas!

Jay había agravado la situación meses atrás, contrayendo una elevada deuda de juego por valor de novecientas libras. Consiguió que su madre intercediera ante sir George para que la pagara. Era una pequeña fortuna, suficiente para comprar el castillo de Jamisson, pero sir George se podía permitir fácilmente aquel dispendio. Pese a lo cual, se comportó como si le hubieran cortado una pierna. Después, Jay había perdido más dinero, pero su padre no lo sabía.

Su madre le había aconsejado que, en lugar de discutir con su padre, le pidiera algo más modesto. Los segundones solían ser enviados a las colonias. Cabía la posibilidad de que su padre le cediera la plantación de azúcar de Barbados, con la casa de la finca y los esclavos.

Tanto él como su madre se lo habían insinuado a sir George, el cual no había dicho ni que sí ni que no, por cuyo motivo Jay tenía muchas esperanzas.

Su padre entró en la estancia unos minutos después, sacudiéndose la nieve de las botas. Un criado le ayudó a quitarse la capa.

—Envíale recado a Ratchett —le dijo sir George al criado—. Quiero que dos hombres monten guardia en el puente las veinticuatro horas del día. Si McAsh intentara abandonar el valle, quiero que se lo impidan.

Sólo había un puente para cruzar el río, pero se podía abandonar el valle por otro camino.

—¿Y si McAsh se va por la montaña? —preguntó Jay.

—¿Con el tiempo que hace? Lo puede intentar. En cuanto averigüemos que se ha ido, mandaremos que un grupo de hombres rodee la montaña y pediremos al gobernador que una partida de guardias lo espere al otro lado cuando llegue allí. Pero dudo que lo consiga.

Jay no estaba tan seguro… los mineros eran tan resistentes como los venados y McAsh era muy testarudo, pero él prefirió no discutir con su padre.

Después entró lady Hallim, de tez morena y cabello oscuro como su hija, pero sin su gracia y donaire. Estaba un poco gruesa y su mofletudo rostro aparecía marcado por unas severas arrugas.

—Permítame —le dijo Jay, ayudándola a quitarse el pesado abrigo de pieles—. Acérquese al fuego, tiene las manos muy frías. ¿Le apetece un poco de vino caliente con especias?

—Es usted un joven muy amable, Jay —dijo lady Hallim—. Se lo agradeceré mucho.

Los demás asistentes a la ceremonia religiosa entraron, frotándose las manos para entrar en calor mientras la nieve que les cubría la ropa se derretía en el suelo. Robert conversaba con Lizzie, pasando de un tema intrascendente a otro como si hubiera elaborado previamente una lista. Sir George empezó a hablar de negocios con Henry Drome, un mercader de Glasgow emparentado con su primera esposa Olive, y la madre de Jay se sentó con lady Hallim. El pastor y su esposa no habían acudido al castillo, tal vez porque la pelea en la iglesia los había disgustado. Los demás eran casi todos parientes: la hermana de sir George y su marido, el hermano menor de Alicia con su esposa y uno o dos vecinos. Casi todas las conversaciones giraban en torno a Malachi McAsh y su estúpida carta.

Al cabo de un rato, Lizzie levantó la voz sobre el murmullo de las conversaciones y, uno a uno, los presentes en la estancia se volvieron para escucharla.

—Pero ¿por qué no? —estaba diciendo—. Quiero verla por mí misma.

Robert le contestó muy serio:

—Una mina de carbón no es un lugar apropiado para una dama, puede creerme.

—¿Qué es eso? —preguntó sir George—. ¿Acaso la señorita Hallim quiere bajar a la mina?

—Me parece que me gustaría ver cómo es —le explicó Lizzie.

—Aparte cualquier otra consideración —dijo Robert—, las ropas femeninas harían que la visita resultara prácticamente imposible.

—Me disfrazaría de hombre —replicó ella.

Sir George se rió por lo bajo.

—Algunas chicas que yo me sé lo podrían hacer —dijo—. Pero usted, querida, es demasiado agraciada como para eso.

Debió de pensar que sus palabras habían sido un cumplido muy ingenioso, pues miró a su alrededor en busca de aprobación. Los demás le rieron respetuosamente la gracia.

La madre de Jay le dio a sir George un ligero codazo y le dijo algo en voz baja.

—Ah, sí —dijo sir George—. ¿Tienen todos la copa llena? —Sin aguardar la respuesta, añadió—: Vamos a brindar por mi hijo James Jamisson a quien todos llamamos Jay en su vigesimoprimer cumpleaños. ¡Por Jay!

Todos brindaron e inmediatamente las mujeres se retiraron para prepararse con vistas al almuerzo. La conversación de los hombres se centró en el tema de los negocios.

—No me gustan las noticias de América —dijo Henry Drome—. Nos podrían costar un montón de dinero.

Jay sabía a qué se refería. El Gobierno inglés había impuesto tributos a varios artículos que se exportaban a las colonias americanas —té, papel, cristal, plomo y colores para pintar— y los habitantes de las colonias estaban furiosos.

—¡Quieren que el Ejército los proteja de los franchutes y los Pieles Rojas, pero se niegan a pagar nada a cambio! —contestó sir George, indignado.

—Y harán todo lo posible por no pagar —dijo Drome—. El cabildo de la ciudad de Boston ha anunciado un boicot a todas las importaciones británicas. ¡Van a prescindir del té e incluso han acordado ahorrar en tejidos de color negro, escatimando en las prendas de luto!

—Si las demás colonias siguen el ejemplo de Massachusetts —terció Robert—, la mitad de los barcos de nuestra flota se quedará sin carga.

—Los habitantes de las colonias son una banda de forajidos —dijo sir George—, eso es lo que son… y los fabricantes de ron de Boston son los peores.

Jay se sorprendió de la furia de su padre y dedujo que aquel problema le debía de estar costando mucho dinero.

—La ley los obliga a comprar la melaza a las plantaciones británicas, pero ellos introducen melaza francesa de contrabando y bajan los precios.

—Los virginianos no les van a la zaga —dijo Drome—. Los plantadores de tabaco jamás pagan sus deudas.

—Si lo sabré yo —dijo sir George—. Un plantador no ha pagado lo que debía… y me ha dejado en las manos una plantación en bancarrota. Un lugar llamado Mockjack Hall.

—Menos mal que no se pagan aranceles por los presidiarios.

Se oyó un general murmullo de aprobación. El apartado más rentable del negocio naviero de Jamisson era el del transporte de delincuentes convictos a las colonias de América. Cada año, los tribunales sentenciaban a varios centenares de personas a la deportación como alternativa a la horca en ciertos delitos como, por ejemplo, el robo, y el Gobierno pagaba cinco libras por cabeza al armador. Nueve de cada diez deportados cruzaban el Atlántico en un buque de Jamisson. Pero el pago del Gobierno no era la única forma de ganar dinero. Por su parte, los presidiarios estaban obligados a trabajar siete años sin cobrar, lo cual significaba que se podían vender como esclavos para siete años. Por los hombres se cobraba entre diez y quince libras, por las mujeres unas ocho o nueve y por los niños menos. Con ciento treinta o ciento cuarenta presidiarios apretujados como sardinas en la bodega, Robert podía obtener unos beneficios de dos mil libras —el precio de compra del barco— en un solo viaje, lo cual significaba que el negocio era extremadamente lucrativo.

—Sí —dijo sir George, apurando su copa—. Pero hasta eso se terminaría si los habitantes de las colonias pudieran salirse con la suya.

Los habitantes de las colonias se quejaban constantemente. Compraban a los presidiarios debido a la carestía de mano de obra barata, pero estaban molestos con la Madre Patria porque les enviaba sus desechos y culpaban a los deportados del aumento de la delincuencia.

—Por lo menos los mineros del carbón son más de fiar —dijo sir George—. Son lo único con que podemos contar actualmente. Por eso McAsh tiene que ser aplastado sin piedad.

Todos querían expresar su opinión sobre McAsh y varios hombres empezaron a hablar a la vez. Pero sir George ya estaba harto del tema. Se volvió hacia Robert y le preguntó en tono burlón:

—¿Qué me dices de la chica Hallim? Si quieres que te diga la verdad, a mí me parece una pequeña joya.

—Elizabeth es una persona muy exaltada —contestó Robert con cierto recelo.

—De eso no cabe la menor duda —dijo su padre, soltando una carcajada—. Recuerdo cuando abatimos a la última loba en estos parajes de Escocia hace unos ocho o diez años y ella insistió en criar a los cachorros y andaba por ahí con dos lobitos sujetos de una correa. ¡En mi vida había visto nada igual! Los guardabosques estaban furiosos y decían que los cachorros se escaparían y se convertirían en un peligro… menos mal que se murieron.

—Podría ser una esposa un poco difícil —dijo Robert.

—No hay nada mejor que una yegua fogosa —dijo sir George—. Además, un marido siempre tiene la última palabra, ocurra lo que ocurra. Cosas peores podrías encontrar. —Bajando la voz, añadió—: Lady Hallim tiene la finca en usufructo hasta que se case Elizabeth. Puesto que las propiedades de una mujer pertenecen al marido, todo pasará a manos de su esposo el día de la boda.

—Lo sé —dijo Robert.

Jay no lo sabía, pero no se extrañó: a casi nadie le gustaba legar una finca de considerable tamaño a una mujer.

—Tiene que haber un millón de toneladas de carbón en las entrañas de High Glen… todas las vetas discurren en aquella dirección. El trasero de la chica se sienta sobre una fortuna y perdona la vulgaridad de la expresión —añadió sir George, riéndose.

Pero Robert seguía mostrándose tan desconfiado como de costumbre.

—No sé si le gusto o no.

—¿Y por qué no le vas a gustar? Eres joven, vas a ser muy rico y, cuando yo muera, serás baronet… ¿qué más podría desear una chica?

—Algo de romanticismo tal vez —contestó Robert, pronunciando la palabra casi con repugnancia, como si fuera una moneda desconocida que le acabara de ofrecer un mercader extranjero.

—La señorita Hallim no puede permitirse el lujo de ser romántica.

—No sé —dijo Robert—. Lady Hallim siempre ha tenido deudas, que yo recuerde. ¿Por qué no va a seguir así para siempre?

—¿Quieres que te cuente un secreto? —dijo sir George, volviendo la cabeza hacia atrás para asegurarse de que nadie pudiera oírle—. ¿Sabes que tiene hipotecada toda la finca?

—Lo sabe todo el mundo.

—He averiguado casualmente que su acreedor no está dispuesto a renovársela.

—Pero lady Hallim puede pedirle dinero a otro prestamista y pagársela —replicó Robert.

—Probablemente —dijo sir George—, pero ella no lo sabe. Y su asesor financiero no se lo dirá… ya me he encargado yo de eso.

Jay se preguntó qué tipo de soborno o amenaza habría utilizado su padre para convencer al asesor de lady Hallim.

Sir George soltó una risita.

—Como ves, Robert, la joven Elizabeth no puede permitirse el lujo de rechazarte.

En aquel momento, Henry Drome se apartó de la conversación que estaba manteniendo con otro invitado y se acercó a los tres Jamisson.

—Antes del almuerzo, George, tengo que preguntarle una cosa. Sé que puedo hablar con toda franqueza delante de sus hijos.

—Por supuesto.

—Las dificultades con las colonias americanas me han golpeado muy fuerte, plantadores que no pagan sus deudas y cosas por el estilo, y me temo que este semestre no podré hacer frente a mis obligaciones con usted.

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