Un lugar llamado libertad (44 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—Hoy no hubieran tenido que talar árboles.

—No podemos perder el tiempo.

Lo había hecho para desafiarla. Lizzie sintió el impulso de echarse a gritar, pero, hasta que Jay regresara a casa, no podría hacer nada.

Lennox contempló la comida dispuesta en las mesas de tijera.

—Es una pena y créame que lo siento —dijo sin apenas poder reprimir su regocijo.

Alargó una sucia mano y arrancó un trozo de jamón.

Sin pensar, Lizzie tomó un largo tenedor de trinchar y le pinchó el dorso de la mano diciendo:

—¡Suelte eso inmediatamente!

Lennox lanzó un aullido de dolor y soltó el trozo de carne.

Lizzie extrajo las púas del tenedor.

—¡Vaca enloquecida! —rugió Lennox.

—Largo de aquí y quítese de mi vista hasta que vuelva mi marido —le dijo Lizzie.

Lennox se pasó un buen rato mirándola enfurecido como si estuviera a punto de atacarla. Después se comprimió la mano ensangrentada bajo la axila del otro brazo y se retiró a toda prisa.

Lizzie sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Como no quería que la servidumbre la viera llorar, dio media vuelta y entró corriendo en la casa. En cuanto se quedó sola en el salón, rompió en sollozos de rabia. Se sentía profundamente sola y desdichada.

Al cabo de un minuto, oyó abrirse la puerta.

—Lo siento —dijo la voz de Mack.

Su comprensión hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos. Poco después, sintió que sus brazos la rodeaban amorosamente. Entonces apoyó la cabeza sobre su hombro y dio rienda suelta a sus lágrimas.

Mack le acarició el cabello y le besó las lágrimas. Poco a poco, sus sollozos se fueron suavizando y su dolor se calmó. Pensó que ojalá él la estrechara en sus brazos toda la noche.

De repente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se apartó horrorizada. ¡Era una mujer casada y embarazada de seis meses, y había permitido que un criado la besara!

—Pero ¿en qué estoy pensando? —dijo en tono de incredulidad.

—No está pensando —dijo Mack.

—Ahora sí —dijo Lizzie—. ¡Vete!

Mack dio media vuelta y abandonó la estancia con la cara muy triste.

29

E
l día de la fallida fiesta de Lizzie, Mack tuvo noticias de Cora.

Era domingo y se dirigió a Fredericksburg, luciendo su ropa nueva. Necesitaba quitarse de la cabeza a Lizzie Jamisson, su ondulado cabello negro, sus suaves mejillas y sus lágrimas saladas. Pimienta Jones, que se había pasado la noche en el recinto de los esclavos, le acompañó con su banjo.

Pimienta era un hombre delgado y vigoroso de unos cincuenta años de edad. Su fluido inglés demostraba que llevaba muchos años en América. Mack le preguntó:

—¿Cómo conseguiste la libertad?

—Nací libre —contestó Pimienta—. Mi madre era blanca, pero no se notaba. Mi padre se había fugado y lo volvieron a capturar antes de que yo naciera… jamás le vi.

Cada vez que se le ofrecía la ocasión, Mack le hacía preguntas sobre las fugas.

—¿Es verdad lo que dice Kobe de que todos los que se fugan son atrapados?

Pimienta soltó una carcajada.

—No, hombre. A la mayoría los pillan, pero es que casi todos son tontos… por eso los atrapan.

—O sea que si no eres tonto…

Pimienta se encogió de hombros.

—No es fácil. Cuando alguien se escapa, el amo pone un anuncio en el periódico, dando la descripción y la ropa que lleva el fugitivo.

Las prendas de vestir costaban tanto dinero que a los fugitivos les hubiera resultado muy caro cambiarlas.

—Pero uno puede evitar que le vean.

—Muy cierto, pero también tiene que comer. Lo cual significa que necesita un trabajo si no abandona los confines de las colonias. Lo más probable es que cualquiera que le ofrezca un empleo haya leído algo acerca de él en los periódicos.

—Se ve que los plantadores lo tienen todo muy bien organizado.

—No te extrañe. En las plantaciones trabajan esclavos, presos deportados y criados contratados. Si no tuvieran un sistema para atrapar a los fugitivos, los plantadores ya se hubieran muerto de hambre hace tiempo.

Mack reflexionó.

—Pero tú has dicho si no abandona los confines de las colonias… ¿Qué quieres decir con eso?

—Al oeste de aquí hay unas montañas y; al otro lado de las montañas, se extiende el desierto —contestó Kobe—. Allí no hay periódicos ni plantaciones. No hay sheriffs, ni jueces ni verdugos.

—¿Qué extensión tiene ese territorio?

—No lo sé. Algunos dicen que hay que recorrer miles de kilómetros para poder volver a ver el mar, pero yo jamás he conocido a nadie que haya estado allí.

Mack había hablado del desierto con muchas personas, pero Pimienta era la primera de quien se fiaba. Mucha gente le contaba historias que seguramente no eran ciertas. Pimienta, en cambio, había tenido la honradez de confesar que no lo sabía todo. Pero a Mack le entusiasmaba hablar de aquel tema.

—¡Seguro que un hombre podría desaparecer al otro lado de las montañas sin que jamás lo encontraran!

—Por supuesto que sí. Pero los indios también le podrían arrancar el cuero cabelludo y los pumas lo podrían devorar. Sin embargo, lo más probable es que se muriera de hambre.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—He conocido a pioneros que han regresado. Se rompen el espinazo unos cuantos años convirtiendo un terreno en un trozo de barro absolutamente inútil y, al final, se dan por vencidos.

—Pero ¿algunos consiguen su propósito?

—Supongo que sí, de lo contrario, no existiría eso que llaman América.

—O sea que eso está al oeste de aquí —dijo Mack en tono pensativo—. ¿A qué distancia se encuentran las montañas?

—Dicen que a unos ciento cincuenta kilómetros.

—¡Qué cerca!

—Más lejos de lo que te imaginas.

Uno de los esclavos del coronel Thumson que conducía un carro a la ciudad se ofreció a llevarles. Los esclavos y los presos deportados siempre se ofrecían mutuamente viajes los unos a los otros por los caminos de Virginia.

En la ciudad reinaba un gran ajetreo. El domingo era el día en que los braceros de las plantaciones de la zona acudían a la iglesia o se emborrachaban o hacían ambas cosas a la vez. Muchos presos deportados miraban a los esclavos por encima del hombro, pero Mack consideraba que no tenía ningún motivo para sentirse superior. Debido a ello, había hecho muchas amistades y la gente le saludaba dondequiera que fuera.

Se dirigieron a la taberna de Whitey Jones. Whitey, así llamado a causa de la mezcla de matices blancos y negros de su tez, les vendía bebidas alcohólicas a los negros a pesar de ser ilegal. Conversaba con tanta soltura en la lengua franca de la mayoría de esclavos como en el dialecto virginiano de los americanos nativos. Su taberna era una estancia de techo muy bajo cuya atmósfera olía a humo de leña y en la cual se reunían los negros y los blancos pobres para beber y jugar a las cartas. Mack no tenía dinero, pero Pimienta Jones había cobrado de Lizzie y le invitó a una jarra de cerveza.

A Mack le encantaba la cerveza, una insólita exquisitez para él en aquellos momentos. Mientras ambos bebían, Pimienta le preguntó al tabernero:

—Oye, Whitey, ¿tú te has tropezado alguna vez con alguien que haya cruzado las montañas?

—Pues claro —contestó Whitey—. Aquí hubo una vez un trampero que solía comentar la cantidad de caza que había por aquellos parajes. Al parecer, hay muchos que se largan allí todos los años y regresan cargados de pieles.

—¿Te dijo qué camino seguía? —preguntó Mack.

—Creo que hay un paso que se llama el Cumberland Gap.

—El Cumberland Gap —repitió Mack.

—Oye, Mack —dijo Whitey—, ¿tú no habías preguntado por una chica blanca que se llamaba Cora?

A Mack le dio un vuelco el corazón en el pecho.

—Sí… ¿has oído hablar de ella?

—La he visto… y, por consiguiente, ahora ya sé por qué estás tan loco por ella —contestó Whitey, poniendo los ojos en blanco.

—¿Es una chica bonita, Mack? —preguntó Pimienta en tono burlón.

—Mucho más que tú, Pimienta. Vamos, Whitey, ¿dónde has visto a Cora?

—Abajo en el río. Vestía una chaqueta verde y llevaba una canasta muy grande. Estaba subiendo al transbordador de Falmouth.

Mack esbozó una sonrisa. El hecho de que vistiera una chaqueta y tomara el transbordador en lugar de vadear el río demostraba que había vuelto a tener suerte. Debía de haber sido vendida a una buena persona.

—¿Cómo supiste quién era?

—El hombre del transbordador la llamó por su nombre.

—Seguramente vive en la otra orilla del río donde está Falmouth… por eso nadie me pudo dar ninguna información cuando pregunté por ella en Fredericksburg.

—Bueno, ahora ya sabes algo.

Mack apuró el resto de la cerveza.

—Y voy a encontrarla. Eres un buen amigo, Whitey. Gracias por la cerveza, Pimienta.

—¡Buena suerte!

Mack salió de la ciudad. Fredericksburg había sido construida justo por debajo de la línea que marcaba el límite de navegación del río Rappahannock. Los barcos transoceánicos podían llegar hasta allí, pero un kilómetro y medio más allá, el río se volvía pedregoso y sólo podían navegar por él las barcazas. Mack se acercó al punto en el que el agua era lo bastante somera como para poder vadear la corriente.

Estaba profundamente emocionado. ¿Quién habría comprado a Cora? ¿Cómo debía de vivir? ¿Sabría lo que había sido de Peg? Si pudiera localizarlas a las dos y cumplir su promesa, podría empezar a pensar en serio los planes de la fuga. Se había pasado los últimos tres meses reprimiendo sus ansias de libertad mientras trataba de averiguar el paradero de Cora y Peg, pero los comentarios de Pimienta acerca del desierto que se extendía al otro lado de las montañas las habían vuelto a despertar y ahora sentía un irrefrenable impulso de escapar. Soñaba con abandonar la plantación al anochecer y con dirigirse al oeste para no tener que volver a trabajar nunca más a las órdenes de un capataz armado con un látigo.

Estaba deseando ver a Cora. Probablemente no trabajaba y quizá podría escapar con él. Tal vez consiguieran huir a algún lugar apartado. Experimentó una punzada de remordimiento al recordar sus besos. Aquella mañana se había despertado, soñando con besar a Lizzie Jamisson y ahora estaba pensando lo mismo con respecto a Cora. Pero no tenía que sentirse culpable por Lizzie: era la esposa de otro hombre y él no tenía ningún futuro con ella. Aun así, su emoción se mezclaba con una cierta inquietud.

Falmouth era una versión reducida de Fredericksburg y tenía el mismo tipo de muelles, almacenes, tabernas y casas de madera pintada. Seguramente le hubieran bastado un par de horas para visitar todas las casas. Pero, a lo mejor, Cora vivía en las afueras.

Entró en la primera taberna que encontró y habló con el dueño.

—Busco a una chica llamada Cora Higgins.

—¿Cora? Vive en la casa blanca de la esquina más próxima, seguramente verás a tres gatos durmiendo en el porche.

Mack estaba de suerte.

—¡Muchas gracias!

El hombre se sacó un reloj del bolsillo y lo consultó.

—Pero ahora no estará allí sino en la iglesia.

—Ya he visto la iglesia. Voy para allá.

Por lo que él sabía, Cora nunca había sido muy aficionada a ir a la iglesia, pero quizá su amo la obligaba a asistir a los oficios, pensó Mack al salir. Cruzó la calle y recorrió dos manzanas hasta llegar a la iglesita de madera.

El oficio había terminado y los endomingados fieles empezaron a salir, estrechando manos y charlando animadamente entre sí.

Mack vio inmediatamente a Cora.

Sonrió complacido. No cabía duda de que su amiga había tenido suerte. No se parecía para nada a la andrajosa y sucia mujer medio muerta de hambre que había dejado en el
Rosebud
. Cora volvía a ser la misma de antes: su piel estaba tersa y sonrosada, el cabello le brillaba como la seda y su figura se había redondeado. Iba tan bien vestida como siempre, con una chaqueta marrón oscuro y una falda de lana, y calzaba unas botas de excelente calidad. De repente, Mack se alegró de llevar la camisa nueva y el chaleco que Lizzie le había dado.

Cora estaba charlando con una anciana que caminaba con un bastón. Al verle acercarse, interrumpió la conversación.

—¡Mack! —exclamó, rebosante de alegría—. ¡Qué milagro tan grande!

Mack extendió los brazos para estrecharla contra su pecho, pero ella le tendió la mano. Entonces él comprendió que la joven no quería dar un espectáculo delante de la iglesia. Tomó su mano entre las suyas y le dijo:

—Estás preciosa.

Además, olía muy bien, no al perfume con esencias de especias y madera que solía utilizar en Londres, sino a un delicado aroma floral más apropiado para una dama.

—¿Qué ha sido de ti? —le preguntó—. ¿Quién te ha comprado?

—Estoy en la plantación de los Jamisson… y Lennox es el capataz.

—¿Te ha golpeado en la cara?

Mack se pasó la mano por la dolorida zona del rostro que Lennox le había azotado con el látigo.

—Sí, pero yo le arrebaté el látigo y lo partí por la mitad.

Cora sonrió.

—Así es Mack… siempre metido en dificultades.

—Pues sí. ¿Sabes algo de Peg?

—Se la llevaron los conductores de almas Bates y Makepiece.

Mack se desanimó.

—Maldita sea. Será muy difícil localizarla.

—Siempre pregunto por ella, pero hasta ahora no he conseguido averiguar nada.

—¿Y a ti quién te ha comprado? ¡Una buena persona sin duda a juzgar por tu aspecto!

Mientras hablaba, se acercó a ellos un elegante y orondo caballero de unos cincuenta y tantos años.

—Aquí lo tienes —dijo Cora—: Alexander Rowley, el comerciante de tabaco.

—¡Está claro que te trata muy bien! —murmuró Mack.

Rowley estrechó la mano a la anciana, intercambió unas palabras con ella y después se volvió hacia Mack.

—Es Malachi McAsh, un antiguo amigo mío de Londres —le explicó Cora—. Mack, te presento al señor Rowley… mi esposo.

Mack la miró, petrificado por el asombro.

Rowley rodeó con su brazo los hombros de Cora mientras le estrechaba la mano a Mack.

—Encantado de conocerle, señor McAsh —dijo y, sin añadir nada más, se alejó en compañía de Cora.

«¿Por qué no?» pensó Mack mientras regresaba cabizbajo a la plantación de los Jamisson. Cora no sabía si volvería a verle. Estaba claro que Rowley la había comprado y ella lo había seducido. El hecho de que un comerciante se casara con una deportada debía de haber sido motivo de escándalo, incluso en una pequeña ciudad colonial como Falmouth. Sin embargo, la atracción de los sentidos era en definitiva mucho más fuerte que las convenciones sociales y no tenía nada de extraño que Rowley hubiera sucumbido a la tentación. Habría sido difícil convencer a las personas como la anciana del bastón de que aceptaran a Cora como una respetable esposa, pero la chica era capaz de eso y mucho más y era del todo evidente que había conseguido su propósito. Mejor para ella. Probablemente le daría robustos hijos a ese Rowley.

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