—Juro —dijo solemnemente— que jamás permitiré la explotación de minas de carbón en mis tierras mientras yo viva.
Antes de que Jay pudiera contestar, se oyó sonar una campana.
—La alarma —dijo Jay—. Deben de haber encontrado más grisú.
Lizzie se levantó gimiendo. Las pantorrillas le dolían tanto como si alguien les hubiera clavado cuchillos. «Nunca más», pensó.
—Yo la llevo —dijo Jay, echándosela sobre los hombros y reanudando la subida sin más comentarios.
E
l grisú se extendió con aterradora velocidad.
Al principio, el tono azulado sólo se veía cuando acercaban la vela al techo, pero, a los pocos minutos, se observó a unos treinta centímetros por debajo del techo y Mack tuvo que interrumpir la prueba, temiendo prenderle fuego antes de que se evacuara el pozo.
Respiraba entre breves jadeos entrecortados por el miedo. Procuró calmarse y pensar con tranquilidad.
Por regla general, el gas se filtraba poco a poco, pero aquello era distinto. Algo extraño tenía que haber ocurrido. Probablemente, el grisú se había acumulado en una zona ya agotada y sellada y una pared se había agrietado, dando lugar a la rápida filtración del temido gas en las galerías ocupadas.
Donde todos los hombres, mujeres y niños llevaban una vela encendida.
Unas leves trazas ardían sin el menor peligro; una cantidad moderada se encendía, quemando a cualquiera que estuviera cerca; y una gran cantidad estallaba, matando a todo el mundo y destruyendo las galerías.
Mack respiró hondo. Lo más urgente era conseguir que todos abandonaran el pozo a la mayor velocidad posible. Hizo sonar la campanilla mientras contaba hasta doce. Cuando se detuvo, los mineros y las cargadoras ya estaban corriendo por la galería hacia el pozo y las madres instaban a sus hijos a darse prisa.
Mientras todos los demás corrían hacia el pozo, sus dos cargadoras se quedaron… su hermana Esther, tranquila y eficiente, y su prima Annie, fuerte y rápida, pero, al mismo tiempo, torpe e impulsiva. Utilizando sus palas, ambas jóvenes empezaron a cavar en el suelo de la galería una zanja de poca profundidad de una anchura y una longitud aproximadas a las del cuerpo de Mack. Entre tanto, Mack tomó un fardo de hule que colgaba del techo de su cuarto y corrió hacia la entrada de la galería.
A la muerte de sus padres, había habido ciertos comentarios y críticas entre los hombres a propósito de la edad de Mack, al que muchos consideraban demasiado joven para ocupar el puesto de su padre como bombero. Aparte de la responsabilidad que llevaba aparejada, el bombero era considerado el jefe de la comunidad y, de hecho, el propio Mack había compartido aquellas dudas, pero a nadie le interesaba aquel trabajo tan mal pagado y peligroso. En cuanto sus compañeros comprobaron que resolvía con acierto los primeros problemas, cesaron las críticas. Ahora estaba orgulloso de que otros hombres de mayor edad que la suya confiaran en él, pero su orgullo también le exigía aparentar serenidad y confianza, incluso cuando el miedo se apoderaba de él.
Llegó a la boca de la galería cuando los más rezagados ya se estaban acercando a los peldaños. Ahora tenía que eliminar el gas. Y sólo podía hacerlo quemándolo. Tenía que prenderle fuego.
Mala suerte que aquello hubiera ocurrido precisamente aquel día en que celebraba su cumpleaños y tenía previsto marcharse. Ahora se arrepentía de sus recelos y de no haber dejado el valle el domingo por la noche. Pensó que el hecho de esperar un par de días induciría a los Jamisson a creer que se iba a quedar allí y les infundiría una falsa sensación de seguridad. Lamentaba que tuviera que pasar sus últimas horas como minero de carbón, arriesgando su vida para salvar aquel pozo que estaba a punto de abandonar para siempre.
Si no se quemara el grisú, el pozo se cerraría. Y el cierre de un pozo en un pueblo minero era como una cosecha perdida en un pueblo agrícola: la gente se moriría de hambre. Mack jamás podría olvidar la última vez que se había cerrado el pozo cuatro inviernos atrás.
Durante las dolorosas semanas siguientes, los más jóvenes y los más viejos de la aldea se murieron… entre ellos, sus propios padres. Al día siguiente de la muerte de su madre, Mack había excavado la madriguera de unos conejos aletargados y les había roto el cuello cuando estaban todavía medio dormidos; su carne los había salvado tanto a él como a Esther.
Llegó a la plataforma y rompió la envoltura impermeable de su fardo. Dentro había una antorcha hecha con palos secos y trapos, un ovillo de cuerda y una versión más grande del candelero hemisférico que utilizaban los mineros, fijada a una base plana de madera para que no pudiera caerse. Mack introdujo la antorcha en el candelero, ató la cuerda a la base y encendió la antorcha con la vela. Allí ardería sin peligro, pues el grisú más ligero que el aire no se podía acumular en el fondo del pozo. Su siguiente tarea sería introducir la antorcha encendida en la galería.
Tardó un momento en bajar al charco de desagüe del fondo del pozo para empaparse la ropa y el cabello de agua helada y protegerse un poco más contra las quemaduras. Después echó a correr por la galería desenrollando el ovillo de cuerda, examinando al mismo tiempo el suelo y retirando las piedras de gran tamaño y otros objetos que pudieran impedir el avance de la antorcha encendida a través de la galería.
Cuando llegó al lugar donde se encontraban Esther y Annie, vio a la luz de la única vela que había en el suelo que todo estaba a punto.
La zanja estaba cavada, Esther había introducido una manta en la zanja de drenaje y ahora envolvió rápidamente con ella a Mack.
Temblando, éste se tendió en la zanja sin soltar el extremo de la cuerda. Annie se arrodilló a su lado y, para su sorpresa, le dio un beso en plena boca. Después cubrió la zanja con una pesada tabla y lo dejó encerrado.
Se oyó un chapaleo mientras ambas jóvenes echaban más agua sobre la tabla para protegerlo mejor de las llamas que estaban a punto de producirse. A continuación, una de ellas golpeó la tabla tres veces para indicarle que ya se iban.
Mack contó hasta cien para darles tiempo a salir de la galería.
Acto seguido, con el corazón rebosante de angustia, empezó a tirar de la cuerda para acercar la antorcha encendida al lugar donde él se encontraba, en una galería medio llena de gas explosivo.
Jay transportó sobre sus hombros a Lizzie hasta lo alto de la escalera y la depositó sobre el frío barro de la boca del pozo.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.
—Me alegro mucho de estar de nuevo arriba —contestó Lizzie, mirándole con gratitud—. No sabe cuánto le agradezco que me haya llevado sobre sus hombros. Debe de estar agotado.
—Pesa usted mucho menos que aquel capazo de carbón —le dijo Jay sonriendo.
Hablaba como si Lizzie pesara menos que una pluma, pero caminaba un poco inseguro cuando se alejaron del pozo. Sin embargo, no se había detenido ni un solo momento durante la subida.
Faltaban todavía varias horas para el amanecer y había empezado a nevar, no unos suaves copos sino unos gélidos balines que golpeaban los párpados de Lizzie. Cuando los últimos mineros y las últimas cargadoras salieron del pozo, Lizzie vio a la joven cuyo hijito había sido bautizado el domingo… Jen se llamaba. A pesar de que su hijo tenía apenas una semana de vida, la pobrecilla llevaba sobre sus espaldas un capazo lleno de carbón. Hubiera tenido que tomarse un descanso después del parto. Vació el capazo en el montón y después le entregó al tarjador una tarja de madera. Lizzie supuso que las tarjas se utilizaban para calcular los salarios al final de la semana. Jen debía necesitar el dinero y no habría podido tomarse tiempo libre.
Lizzie no le quitaba los ojos de encima porque la veía tremendamente angustiada. Sosteniendo la vela en alto, la joven empezó a moverse entre el grupo de setenta u ochenta mineros, buscando a través de los copos de nieve mientras gritaba:
—¡Wullie! ¡Wullie! —Al parecer, estaba buscando a un niño. Localizó a su marido e intercambió rápidamente unas palabras con él—. ¡No! —gritó de repente, corriendo a la boca del pozo y empezando a bajar los peldaños.
El marido se acercó al borde del pozo, regresó y miró a su alrededor, visiblemente afligido y desconcertado. Lizzie le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No podemos encontrar a nuestro chiquillo y ella cree que todavía está abajo.
—¡Oh, no! —exclamó Lizzie, asomándose.
Vio al fondo del pozo una especie de antorcha encendida. Mientras miraba, la antorcha se movió y desapareció en el interior de la galería.
Mack había utilizado aquel procedimiento en tres ocasiones, pero esta vez la situación era mucho más peligrosa. Las otras veces la concentración de grisú era mucho menor, una lenta filtración y no una repentina acumulación. Su padre había resuelto felizmente muchas fugas de gas, por supuesto y, cuando los sábados por la noche se lavaba delante de la chimenea, él le había visto el cuerpo cubierto de antiguas cicatrices de quemaduras.
Mack se estremeció en el interior de la manta empapada de agua helada. Mientras tiraba de la cuerda atada a la antorcha encendida, trató de calmar sus temores, pensando en Annie. Habían crecido juntos y siempre se habían querido. Annie tenía un alma salvaje y un cuerpo musculoso. Jamás le había besado en público, aunque lo había hecho muy a menudo en privado. Se habían explorado mutuamente los cuerpos y habían aprendido lo que era el placer. Habían probado toda clase de cosas, evitando tan sólo lo que Annie llamaba «hacer niños». Aunque poco les había faltado…
Fue inútil: estaba muerto de miedo. Trató de pensar serenamente en la forma en que el gas se movía y acumulaba. Su zanja se encontraba en un punto bajo de la galería, lo cual significaba que allí la concentración tenía que ser menor, pero no existía ningún medio seguro de calcularlo hasta que se encendía. El dolor le daba miedo y sabía que las quemaduras eran un tormento. En realidad, no temía la muerte y tampoco pensaba demasiado en la religión, aunque suponía que Dios tenía que ser misericordioso. Sin embargo, no le apetecía morir en aquel momento. No había hecho nada, ni visto nada, ni estado en ningún sitio. Se había pasado toda la vida siendo un esclavo. «Si sobrevivo a esta noche —se juró a sí mismo—, hoy mismo abandonaré el valle. Le daré un beso a Annie, me despediré de Esther, desafiaré a los Jamisson y me alejaré de aquí con la ayuda de Dios».
La cantidad de cuerda que le quedaba en las manos le dijo que la antorcha se encontraba a medio camino. El grisú se podía encender en cualquier momento. No obstante, cabía la posibilidad de que la antorcha no le prendiera fuego. A veces, le había dicho su padre, el gas se desvanecía sin que nadie supiera por qué.
Notó una ligera resistencia en la cuerda y comprendió que la antorcha estaba rozando la curva de la galería. Si mirara, la podría ver.
El gas se tiene que encender de un momento a otro, pensó.
De pronto, oyó una voz.
Se llevó un susto tan grande que, al principio, le pareció que estaba viviendo una experiencia sobrenatural, un encuentro con un fantasma o un demonio.
Después se dio cuenta de que no era ni lo uno ni lo otro: estaba oyendo la voz de un niño atemorizado que lloraba y preguntaba:
—¿Dónde estáis todos?
Se le paró el corazón en el pecho.
Comprendió inmediatamente lo que había ocurrido. Cuando de pequeño trabajaba en la mina solía quedarse dormido en algún momento de su jornada laboral de quince horas. A aquel niño le había ocurrido lo mismo. Estaba durmiendo cuando había sonado la alarma. Después se había despertado, había encontrado la galería desierta y se había asustado.
Tardó sólo una décima de segundo en comprender lo que tenía que hacer.
Apartó la tabla a un lado y salió de la zanja. Bajo la antorcha, vio salir al niño de una galería lateral, frotándose los ojos y llorando. Era Wullie, el hijo de su prima Jen.
—¡Tío Mack! —exclamó el niño, rebosante de alegría.
Mack corrió hacia él, quitándose la manta mojada que lo envolvía. No había espacio para dos en la zanja. Tendrían que intentar alcanzar el pozo antes de que el gas estallara. Mack envolvió al niño en la manta, diciéndole:
—¡Hay grisú, Wullie, tenemos que salir enseguida!
Lo levantó del suelo, se lo colocó bajo el brazo y echó a correr.
Mientras se acercaba a la antorcha, deseó con toda su alma que ésta no prendiera en el gas y gritó:
—¡Todavía no! ¡Todavía no!
Pasó por su lado corriendo.
El niño pesaba muy poco, pero era difícil correr agachado sobre un suelo que en algunos puntos estaba lleno de barro, en otros tenía una gruesa capa de polvo de carbón, era irregular en todas partes y presentaba formaciones rocosas que podían provocar una caída.
Al doblar la curva de la galería, la luz de la antorcha desapareció.
Mack corrió en medio de la oscuridad y, a los pocos segundos, se golpeó la cabeza contra la pared y soltó a Wullie. Maldijo por lo bajo y volvió a levantarse.
El niño se puso a llorar. Mack consiguió localizarlo por la voz y lo volvió a recoger. A partir de aquel momento, se vio obligado a avanzar más despacio, tanteando la pared de la galería con la mano. Al final, vio una llama a la entrada de la galería y oyó la voz de Jen:
—¡Wullie! ¡Wullie!
—¡Lo tengo yo, Jen! —gritó Mack, pegando una carrerilla—. ¡Vuelve a subir!
Ella no le hizo caso y entró en la galería.
Mack se encontraba a escasos metros del final de la galería y de la salvación.
—¡Vuelve atrás! —le gritó, pero Jen siguió avanzando.
Chocó con su cuerpo y la levantó con el brazo libre.
Entonces estalló el gas.
Durante una décima de segundo, se oyó un estridente silbido, tras el cual se produjo una violenta y ensordecedora explosión que sacudió toda la tierra. Una fuerza semejante a la de un gigantesco puño golpeó la espalda de Mack y lo levantó del suelo, obligándolo a soltar primero a Wullie y después a Jen. Voló por el aire, sintió una oleada de intenso calor y pensó que iba a morir. Después cayó de cabeza en el agua helada y comprendió que la fuerza de la explosión lo había arrojado al charco de drenaje que había al fondo del pozo.
Y estaba vivo.
Emergió a la superficie y se frotó los ojos.
La plataforma y la escalera de madera estaban ardiendo en algunos puntos y las llamas iluminaban espectralmente la escena a intervalos. Mack localizó a Jen, chapoteando. La agarró y la sacó del agua medio asfixiada.