El barón de Rothebury apareció en primer lugar, con una sonrisa satisfecha. Luego salió la pelandusca francesa con la mano apoyada sobre el brazo masculino de una manera que a Claire le pareció indecente. La mujer tenía un aspecto lo bastante desarreglado para darle a entender a todo el mundo lo que habían estado haciendo tras esa puerta cerrada.
Estaba claro que había utilizado sus artimañas para llevar al barón hasta el tranquilo retiro de la biblioteca. Era del dominio público que los franceses tenían un punto de vista demasiado liberal sobre la sexualidad y los niveles de promiscuidad. Y no había duda de que los hombres de cualquier nacionalidad eran incapaces de controlar sus necesidades más básicas. Todos ellos, sin excepción, caían víctimas de los encantos de cualquier mujer que los abordara.
Estaba segura de que el barón de Rothebury, sin desearlo y para su desgracia, se había convertido en una mosca en la telaraña de esa pécora. Con todo, la sonrisa de satisfacción que Claire había visto en el rostro del barón indicaba, en su opinión, que el hombre había logrado reprenderla como era debido, aunque no antes de que ella lo hubiera atrapado en un abrazo íntimo. Las francesas siempre hacían ese tipo de cosas en las reuniones sociales, incluso delante de los demás… o eso tenía entendido.
Claire se llevó el frasquito de medicina a los labios para darle un segundo trago y después volvió a enroscar la tapadera para guardarlo en el bolso; acto seguido, tiró de las cuerdas del bolso con fuerza para evitar que cualquier fisgón lo viera. Debía regresar al salón de baile, pero no estaba segura de qué hacer con respecto a lo que había presenciado. Sacar a la luz los actos de esa mujerzuela solo conseguiría ensuciar el buen nombre del barón, aun cuando él no había tenido la culpa del asalto amoroso inicial. Claire no podría enfrentarse a las repercusiones si el barón decidía emprenderla contra ella a pesar de que sus intenciones eran buenas.
Entonces pensó en Thomas. Era obvio que se sentía atraído por la francesa, algo que a ella la molestaba sobremanera, admitió Claire para sus adentros. Le tenía bastante cariño a ese hombre y habría estado dispuesta a acostarse con él, dadas las circunstancias apropiadas, por supuesto, si él hubiese mostrado algún tipo de interés. Quizá si conociera la tendencia que tenía esa pelandusca a seducir caballeros con título y riquezas sin avergonzarse por las consecuencias, Thomas buscaría el placer en algún otro sitio; tal vez incluso entre sus brazos. Merecía la pena tratar de convencerlo, eso sin duda. Al menos, le reportaría una inmensa satisfacción ver cómo la francesa caía en desgracia ante los ojos del erudito que la tenía en tan alta estima.
Tras enderezar su dolorido cuerpo, Claire alzó la barbilla, apretó el bolso contra su encorsetada cintura y se encaminó una vez más hacia la fiesta.
T
homas caminó a toda prisa una vez más hacia la puerta principal de la mansión Rothebury, temblando a causa del frío que le había calado hasta los huesos. Se había pasado los últimos quince minutos sin el abrigo bajo el gélido viento para examinar la casa desde diferentes ángulos y estudiarla con mucho más detalle que nunca antes. Si lo veían, a nadie le parecería sospechoso que un invitado a la fiesta saliera en busca de un poco de aire fresco, ya que con lo fría que estaba la noche y puesto que iba sin abrigo, sería evidente que no llevaba mucho tiempo en el exterior, haciendo cosas que no debería hacer.
El corto espacio de tiempo que había pasado bajo el terrible frío de enero bien había merecido las incomodidades. Había descubierto algo y las piezas de la operación de contrabando de opio en Winter Garden comenzaban a encajar poco a poco. Deseaba hablar con Madeleine, pero sabía que tendría que esperar hasta que volvieran a casa; en parte porque no deseaba que nadie les oyera hablando del caso allí, pero también porque necesitaba pensar bien las cosas y darle un sentido a todo lo que habían averiguado durante las últimas semanas.
En esos momentos, no obstante, lo único que deseaba era verla.
Sospechaba que Madeleine había empezado a enamorarse de él, aunque sabía que dado que eso era exactamente lo que deseaba desde hacía tanto tiempo, la imaginación podría haberle jugado una mala pasada y haberle mostrado señales que ni siquiera existían. Con todo, cuando se habían besado esa noche antes de ir al baile de máscaras, había observado un remolino de emociones en su interior que ella nunca antes había permitido que emergieran a la superficie, al menos no delante de él. Era obvio que la intensa atracción que existía entre ellos la asustaba, pero no pretendía dejarlo ni poner fin a sus encuentros sexuales… por escasos que fueran. De hecho, parecía impaciente por continuarlos, algo que lo divertía y lo conmovía a un tiempo. Solo podía llegar a la conclusión de que, si bien estaba desconcertada por la embriagadora ternura de la relación que mantenían, quería esa relación; de otro modo, habría controlado la pasión y se habría apartado de su vida a esas alturas. Casi había llegado el momento en el que podría contarle todo. Eso lo aterraba más que ninguna otra cosa en su vida, pero seguir demorándolo solo conseguiría que los secretos pareciesen peores al final. Conocía bien a Madeleine y le confiaría su pasado, las mentiras que se había visto obligado a decir y, por encima de todo, su corazón.
Subió por fin los escalones que conducían a la puerta principal de la mansión y un esmerado criado se la abrió de inmediato. El calor del interior lo dejó sin aliento durante un instante y logró que su cuerpo se estremeciera y que sintiera un hormigueo en la piel helada, pero lo agradeció. Evitó tener que saludar a un pequeño grupo de joviales invitados que había a su derecha poniéndose de inmediato la máscara y después se encaminó de nuevo hacia la entrada del salón de baile.
Se detuvo en seco cuando vio a lady Claire Childress de pie en la arcada de vidrieras, sonriéndole de manera astuta; al parecer, había estado esperándolo. Gruñó para sus adentros ante lo que solo podía describir como una intromisión en su intimidad. O al menos, así se lo parecía.
Después de devolverle la sonrisa con cortesía, se fijó en el vestido de tafetán verde claro que adornaba su figura, cada vez más delgada, y que hacía que su cabello pareciera más gris y su piel más cetrina. Aunque tenía la longitud apropiada, el vestido le quedaba holgado, como si hubiese sido confeccionado para una mujer con más curvas; el escote adornado con cuentas y las prominentes mangas se descolgaban sobre los pechos y los hombros, lo que dejaba al descubierto la camisola de lino que llevaba debajo. La dama no era más que el espectro de una mujer, y cada vez que la veía parecía menos viva que la anterior. Estaba claro que no le quedaba mucho tiempo en ese mundo. Sin embargo, lo más triste de todo era que probablemente a esas alturas ya no se pudiera evitar.
—Lady Claire, es un placer verla aquí esta noche —dijo con un tono encantador al tiempo que se obligaba a acercarse a ella.
La mujer soltó una pequeña risotada, tal y como se esperaba de una dama, y extendió el brazo hacia él.
—Thomas, es para mí un placer, como siempre, pero creo que hace algunas semanas dijo que sería mi acompañante en el baile de máscaras de invierno.
Por su forma de arrastrar las palabras, Thomas dedujo al instante que estaba borracha y de mal humor, y el labio inferior hacia fuera expresaba la desaprobación y el dolor que le había causado verse desatendida. Detestaba que las mujeres maduras utilizaran la táctica de los pucheros. Y en lady Claire lo molestaba aún más que la embriaguez, pero lo disimuló bien.
Tras tomar sus huesudos y enguantados dedos, se llevó los nudillos hasta la boca para rozarlos con suavidad antes de soltarle la mano.
—Le pido mil disculpas, pero hasta hace unos días ni siquiera sabía que vendría. Mi invitación llegó tarde.
—Ya… —Lo miró de arriba abajo con ojos sagaces mientras daba otro sorbo al champán—. Supongo que habrá venido con la francesa que trabaja para usted.
Pronunció el comentario con un tono suave y calculador. A Thomas le dio la clara impresión de que ya lo sabía y que tenía otras razones para sacarlo a la luz. Le siguió el juego.
—Sí. Ella también recibió una invitación del barón de Rothebury —admitió al tiempo que se echaba hacia atrás y enlazaba las manos a la espalda—. Caminamos hasta aquí juntos, pero no la he visto desde que comenzó la velada. Supongo que estará charlando por ahí o bailando en el salón.
—Es probable —replicó Claire antes de dar otro trago largo—. Esa mujer parece llamar bastante la atención, ¿verdad? No hay duda de que en estos momentos estará rodeada por todos los caballeros de los alrededores —Hizo una pausa para enfatizar sus palabras y se humedeció los labios antes de preguntar—. ¿Ya ha bailado usted con ella?
Formuló la cuestión con aire ingenuo y, por primera vez, Thomas percibió el pérfido objetivo de su conversación.
Clavó los ojos en ella.
—Esta noche me duelen un poco las piernas y no puedo bailar, lady Claire. De no ser así, ya le habría solicitado un baile.
—Claro, claro. Es posible que se deba al frío que hace últimamente.
Ella debía de saber, o sospechar en cualquier caso, que sus lesiones le impedían bailar. En lugar de darle explicaciones, Thomas se limitó a asentir.
—Es posible.
La dama esbozó una sonrisa torcida y ladeó la cabeza un poco.
—He visto a la señora DuMais con el barón y estaba muy hermosa esta noche, como siempre. Aunque estoy segura de usted ya lo habrá notado.
La música y el ruido del salón habían adquirido tal volumen que apenas escuchaba a lady Claire. Para solucionarlo, dio dos pasos a la izquierda y se situó al lado de la pared, junto a ella, lo que le proporcionaba una mejor vista del vestíbulo y de todos los que estaban en él.
—La mayoría de las damas de aquí llevan también hermosos vestidos y están igual de encantadoras, Claire —replicó de una forma que resaltaba la sagacidad implícita en sus palabras y que sonaba como una reprimenda. Ella no se dio por aludida en lo más mínimo.
Después de apurar el contenido de su copa de dos tragos, alzó la cabeza y situó el rostro tan cerca del suyo como le era posible.
—Todos sabemos que ella posee una belleza excepcional, Thomas. Negarlo sería mofarse de mí —Soltó una amarga carcajada y acto seguido dijo en un susurro—. A decir verdad, la vi saliendo de la biblioteca con Rothebury, y parecían haberlo pasado muy bien. Estuvieron un buen rato encerrados allí, a solas, y a juzgar por la apariencia desarreglada que ella tenía al salir, albergo serias dudas de que dicho encuentro fuera del todo decoroso, aunque era evidente que no habían estado bailando. Después de todo, es francesa. Una viuda que necesita un hombre, y el barón es todo un libertino. Todo el mundo lo sabe. Menuda pareja hacen, ¿no le parece?
Thomas notó que el corazón comenzaba a latirle con fuerza en el pecho, pero se negó a reaccionar, ya que era obvio que eso era lo que ella deseaba que hiciera. Los instintos le incitaban a aplastar el puño contra la pared que tenía al lado, pero su educación y sus modales prevalecieron. Se mantuvo calmo y frío, y en sus rasgos no se produjo ni la más mínima señal que delatara la repugnancia que le provocaba ese rostro ebrio y arrugado que se encontraba a escasos centímetros del suyo, cubierto por una máscara de satén.
Amparado por la serenidad que le proporcionaban tanto su educación como su carácter, se permitió asimilar las palabras y digerirlas de un modo racional antes de responder. La furia que le había despertado imaginarse a Madeleine y a Rothebury haciendo el amor se desvaneció poco a poco de su cuerpo cuando decidió momentos después que eso no tenía ningún sentido. No había ocurrido; no en esa fiesta, y no en la biblioteca de aquel hombre. Sospechaba que Claire los había visto de verdad y que quizá el barón había tratado de seducir a Madeleine; pero sabía que ella no había instigado el devaneo con absoluta certeza como que había un Dios en el cielo. Sabía que, a pesar de lo que sintiera por él como su compañera y su amante, Madeleine no necesitaba mantener una relación íntima con Rothebury para conseguir información; además, era demasiado inteligente para permitir que una aventura pasajera con un sospechoso interfiriera en su trabajo.
Claire debió de leer las conclusiones en su mirada, porque su expresión se volvió acalorada de repente.
—No me cree —le espetó en un susurro.
Su indignación lo pilló desprevenido, así que Thomas parpadeó un par de veces antes de mirarla de arriba abajo.
—Estoy seguro de que los vio, pero no sé muy bien qué tiene eso que ver conmigo —replicó de manera categórica—. Es mi empleada, nada más. Lo que haga esa mujer en privado es asunto suyo.
Claire sacudió la cabeza en un gesto de desprecio.
—No me trate como si fuera una bruja ciega. Está enamorado de ella. Cualquiera puede darse cuenta de ello, Thomas, porque es más que evidente. Esa francesa es una pelandusca, sin importar lo hermosa que sea por fuera. Usted es un hombre educado que se ha enamorado de alguien que no puede proporcionarle más que angustias y padecimientos. La mira como si no se hubiera acostado con una mujer en décadas. Es algo espantoso, la verdad, y debería usted avergonzarse.
Eso lo enfureció más que ninguna otra cosa. Apretó las manos a los costados para evitar golpearla. Jamás había deseado abofetear a una mujer en toda su vida.
—Está borracha, señora —dijo con gélida indiferencia—, y lo mejor sería que regresara a casa.
Ella soltó un resoplido antes de esbozar una sonrisa burlona.
—¿Teme decirme cómo se siente de verdad? —preguntó en un susurro ebrio—. Yo podría haberle ofrecido riquezas a cambio de sus atenciones, Thomas. Le habría aceptado en mi cama si me lo hubiera pedido. Sus lesiones no me importan en absoluto. No era necesario que se enamorara de una mujer vulgar que a buen seguro ha estado con docenas de hombres y lo abandonará en cuanto llegue un pretendiente que le ofrezca algo más, algo mejor; tal vez con alguien que tenga las piernas en perfectas condiciones y pueda bailar un vals con ella cuando así se lo pida —Se apartó un poco antes de susurrar con voz afligida—. Le romperá el corazón sin perder siquiera la sonrisa.
Thomas ya había aguantado bastante. Sin tener en cuenta el hecho de que las últimas palabras de lady Claire habían hurgado en las únicas dudas que le quedaban, se negaba a escuchar nada más de una mujer que hablaba por puro despecho, que lo hería al mencionar cosas que sabía que le dolían inmensamente.