Crucé la avenida y penetré en uno de los edificios más altos que, como observé, estaba coronado por una elevada torre. Toda la estructura, incluyendo la torre, parecía estar en excelente estado de conservación y se me ocurrió que si pudiera subir a la torre podría tener una excelente perspectiva de la ciudad y del territorio que estaba mas allá de ella, hacia el sudoeste, que era la dirección en la que pretendía seguir la búsqueda de Jahar. Llegué al edificio, aparentemente sin que nadie me viera, y cuando entré me encontré en un gran salón cuya naturaleza y finalidad ya no era posible discernir ya que habían desaparecido las decoraciones que podían haber adornado sus paredes en el pasado cualquier mueble que pudiera haber contenido, y que hubiera dado una pista sobre su identidad, había sido retirado largo tiempo atrás. Había una enorme chimenea en el extremo opuesto del salón y a un lado de la misma una rampa que conducía hacia abajo y otra que conducía hacia arriba en el lado contrario.
Agucé el oído durante un momento, pero no escuché sonido alguno ni dentro ni fuera del edificio, por lo que empecé a ascender la rampa confiado.
Y seguí subiendo un piso tras otro, cada uno de ellos formado por un solo salón grande, un hecho que terminó por convencerme de que el edificio había sido un almacén de mercancías que pasaban por este antiguo puerto.
Desde el piso superior una escalera de madera subía por el centro de la torre. Su armazón era sólido, de skeel macizo, prácticamente indestructible, de manera que aunque sabía que podía tener de quinientos mil a un millón de años de antigüedad no dudé un instante en confiar en ella.
El núcleo interior circular de la torre, por el que pasaba la escalera, estaba bastante oscuro. En cada descansillo había una abertura sobre el salón de la torre, pero como muchas de estas aberturas estaban cerradas, sólo llegaba al núcleo central una luz difusa.
Había ascendido hasta el segundo nivel de la torre cuando me pareció escuchar un sonido extraño debajo de mí.
No era más que un rumor, pero sobre la ciudad fantasma reinaba un silencio tan extremado que hubiera oído hasta el sonido más débil.
Haciendo una pausa en mi ascenso, miré abajo y presté oído, pero el sonido que no pude identificar no se repitió y seguí subiendo.
Teniendo la intención de subir hasta lo más alto de la torre que me fuera posible, no me detuve a examinar ninguno de los pisos por los que iba pasando.
Siguiendo mi ascenso hasta una distancia considerable, mi avance quedó finalmente bloqueado por un entablado de gruesos tablones que parecían formar el techo del pozo. A unos ocho o diez pies por debajo de mí había una puertecita que tal vez condujera a los niveles superiores de la torre, y no pude por menos que preguntarme por qué seguía subiendo la escalera por encima de esta puerta ya que si terminaba en el techo no tenía finalidad práctica alguna. Tanteando con los dedos por encima seguí el contorno de lo que parecía ser una trampilla. Afirmando mis pies sobre la escalera al máximo que pude subir, apliqué el hombro contra la barrera. En esta posición podía ejercer una considerable presión hacia arriba, hasta el extremo de que notaba que el entablado se levantaba y un momento más tarde, con el acompañamiento de unos crujidos suaves la trampilla se abrió hacia arriba, sobre sus antiguas bisagras de madera que no se usaban desde hacía tanto tiempo. Trepando al apartamento que había encima, me encontré en el nivel superior de la torre, que se elevaba unos doscientos pies por encima de la avenida. Ante mí estaban los restos podridos de un viejo y largo tiempo anticuado faro, como el que usaban los antiguos antes del descubrimiento del radio y de su práctica y científica aplicación a las necesidades de iluminación de la moderna civilización de Barsoom. Estas antiguas lámparas funcionaban con costosas máquinas que generaban electricidad y ésta, sin lugar a dudas, se usaba como faro para guiar a buen puerto a los antiguos marinos, por las aguas que antaño formaban oleaje al pie de la torre.
Este nivel superior de la torre me permitió disfrutar de una excelente vista en todas direcciones. Al norte y noreste se extendía un terreno inmenso. Hacia el sur había una cadena montañosa baja que se desviaba ligeramente hacia el noreste, lo que formaba en días pasados la línea meridional de la costa de lo que todavía se conoce como Golfo de Torquas. Pude ver, hacia el oeste, las ruinas de una gran ciudad que se extendía hasta las colinas, por cuyos costados había trepado al extenderse desde la orilla del mar. Allá, en la distancia, todavía podía discernir las antiguas casas de campo de los ricos, mientras que en primer plano había enormes edificios públicos, los más pretenciosos de los cuales habían sido construidos en los cuatro costados de un enorme cuadrángulo que podía ver fácilmente a escasa distancia de la costa. Allí, sin duda, estaba el palacio oficial del jeddak que un día gobernó este rico país del que la ciudad era la capital y puerto más importante, donde hoy sólo reina el silencio. Desde luego, era una vista deprimente cargada de amenazadoras profecías para nosotros, los que vivimos en el Barsoom de hoy.
Donde ellos lucharon valiente, pero fútilmente, contra la amenaza de una reservas de agua en continuo descenso, nosotros nos vemos enfrentados a un problema que supera con mucho al de ellos en la importancia que tiene sobre el mantenimiento de la vida en nuestro planeta. A lo largo de los últimos miles de años, sólo el valor, los recursos y la riqueza de los hombres rojos de Barsoom han hecho posible que la vida siga existiendo en nuestro planeta moribundo, pues de no haber sido por las enormes fábricas de atmósfera, concebidas, construidas y mantenidas por la raza roja de Barsoom, todas las formas de criaturas que respiran aire se hubieran extinguido hace miles de años.
Al observar la ciudad, mi mente estaba ocupada con estos sombríos pensamientos y, en aquel momento, fui consciente de que llegaba un sonido desde el interior de la torre en dirección a mí; me dirigí a la trampilla abierta, miré al pozo y allí, directamente por debajo de mí, vi lo que muy bien podía ser el más aterrador espectáculo para el más firme corazón barsoomiano, el horroroso rostro de un enorme simio blanco de Barsoom.
Cuando nuestros ojos se encontraron, la criatura lanzó un enojado rugido y, abandonando su avance cauto, corrió rápidamente escalera arriba. Actuando de forma casi mecánica hice la única cosa que podía detener, siquiera fuera temporalmente, su carrera hacia mí; cerré de golpe la pesada trampilla sobre su cabeza y, al hacerlo, vi por primera vez que la trampilla estaba equipada con un grueso travesaño de madera, y, pueden creerme, no perdí un instante en fijarlo, con lo que cerré de forma eficaz el paso al ascenso de la criatura por este camino hasta el callejón sin salida en el que me había situado a mí mismo.
Ni que decir tiene que me encontraba en un bonito apuro, a doscientos pies por encima de la ciudad, con mi única vía de escape bloqueada por una de las bestias salvajes más temidas de Barsoom.
Yo había cazado estas criaturas en Thank, siendo huésped,del gran jeddak verde Tars Tarkas, y sabía algo sobre su astucia y sus recursos, así como sobre su ferocidad. De constitución extremadamente semejante a la del hombre, también se asemejan a éste, más que otros órdenes menores, en el tamaño y desarrollo de su cerebro. En ocasiones, se capturan criaturas de estas cuando son jóvenes, y se les domestica para representar y son tan inteligentes que se les puede enseñar a hacer casi todo lo que hace el hombre y que esté dentro del alcance de su limitada capacidad de raciocinio. Sin embargo, el hombre nunca ha podido someter a esta feroz criatura y son siempre los animales más difíciles de manejar, lo que probablemente explica, más incluso que su inteligencia, el interés desplegado por los nutridos espectadores que indefectiblemente atraen.
En Haston he pagado a buen precio poder ver a una de estas criaturas y ahora me encontraba en una posición en la que hubiera pagado con gusto mucho más por no ver a una, pero a juzgar por el ruido que hacía en el pozo debajo de mí me dio la impresión de que estaba decidida a darme un espectáculo gratis y darse una comida gratis. Empujaba con todas sus fuerzas contra la trampilla, sobre la que me encontraba yo con cierto recelo que se calmó no poco cuando me di cuenta de que ni siquiera el enorme poderío de un simio blanco le servía contra el firme y fortísimo skeel de la vieja puerta.
Convencido por fin de que no podía llegar hasta mí por ese camino, me puse a considerar cuál era mi situación. Andando en círculo por la torre, examiné su estructura externa por el sencillo procedimiento de inclinarme hacia fuera por los cuatro costados. Tres de ellos terminaban en el tejado del edificio a unos ciento cincuenta pies más abajo, mientras que el cuarto se extendía hasta el pavimento del patio, que estaba a doscientos pies. Como gran parte de la arquitectura de la antigua Barsoom, la superficie de la torre estaba tallada de arriba abajo y en cada piso había alféizares de ventana, algunos de ellos con balconcillos de piedra. La regla general era de una ventana por piso y, como la ventana del situado inmediatamente debajo no se abría en ningún caso al mismo lado de la torre que la del piso de encima, había siempre una distancia de treinta a cuarenta pies entre una y otra de la misma fachada. Al examinar el exterior de la torre con vistas a averiguar si me ofrecía una salida de urgencia, este punto cobró gran importancia para mí ya que una serie de antepechos situados uno debajo de otro hubiera sido algo que un hombre en mi situación hubiera deseado fervientemente.
Para cuando terminé de examinar el exterior de la torre no me cabía duda de que el simio habría llegado a la conclusión de que no podía derribar la barrera que me mantenía fuera de su alcance, y tenía la esperanza de que abandonara la idea del todo y se largara. Pero cuando me arrodillé y apliqué el oído pude oír claramente cómo cambiaba de postura en la escalerita situada justo debajo de mí. No sabía hasta qué punto habían desarrollado estas criaturas la obstinación, pero confiaba en que se cansara pronto de su guardia y que sus pensamientos le llevaran por algún otro lado. Sin embargo, a medida que caía la tarde, esta posibilidad parecía cada vez más remota, hasta que me convencí de que la criatura estaba decidida a mantener el asedio hasta que el hambre o la desesperación me obligaran a rendirme.
¡Con cuánto anhelo contemplé las suaves colinas, más allá de la ciudad, donde estaba mi ruta hacia el sudeste, hacia la fabulosa Jahar!
El sol había descendido por poniente y pronto llegaría el súbito cambio de la luz diurna a la oscuridad, ¿y entonces, qué? Quizá la criatura abandonaría su guardia, quizá el hambre o la sed le hicieran irse a otro lado, ¿pero cómo podía saberlo? ¡Qué fácil le sería descender hasta el piso bajo de la torre y esperarme allí, confiando en que más pronto o más tarde tendría que bajar.
Quien no conociera los rasgos de estas criaturas salvajes podía preguntarse por qué, armado como estaba con mi espada y mi pistola, no levantaba la trampilla y presentaba batalla a mi carcelero. Si hubiera sabido que era el único simio de las inmediaciones no hubiera dudado en hacerlo, pero la experiencia me había enseñado que toda la manada tenía que estar, sin duda, merodeando por la ciudad en ruinas. Tan escasa es la carne que consiguen encontrar que normalmente cazan en solitario, de manera que tengan la certeza de que si consiguen una presa la pueden guardar para sí, pero si le atacara formaría tal escándalo, sin lugar a dudas, que atraería a sus compañeros, en cuyo caso mis oportunidades de escapar se habrían reducido a cero.
Un solo disparo de mi pistola podía acabar con él, pero también podía ser que no lo lograra ya que estos grandes simios blancos de Barsoom son criaturas enormes, dotadas de una vitalidad casi increíble. Muchos de ellos tienen una estatura de cuatro metros y medio y la naturaleza les ha dado una tremenda fuerza. Su aspecto mismo es desmoralizador para su enemigo: sus cuerpos blancos lampiños son, en sí mismos, repulsivos para el hombre rojo; las grandes greñas blancas que se alzan en su coronilla acentúan la brutalidad de su aspecto, mientras que sus extremidades intermedias, que utilizan como brazos o como piernas según les convenga o les sugiera la necesidad, les convierten en los más formidables antagonistas. Por lo general suelen portar una maza, en cuyo manejo muestran una terrible eficiencia. Uno de ellos, por tanto, parece ser una amenaza suficiente en sí mismo, de manera que no sentí el menor deseo de atraerme a otros congéneres, aunque tenía plena conciencia de que llegado el momento me vería obligado a entrar en combate con él.
Se estaba el sol poniendo, justamente, cuando algo llamó mi atención hacia le parte de la costa, por donde se extendían ya las largas sombras de la ciudad que se internaban en el fondo muerto del mar. Por las suaves laderas que conducían a la ciudad cabalgaba un grupo de guerreros verdes montados en sus grandes thoats salvajes. Calculé que serían unos veinte, que se desplazaban silenciosamente atravesando el musgo blando que alfombraba el fondo del antiguo puerto, mientras las patas almohadilladas de sus monturas no hacían el menor ruido. Se movían como espectros en las sombras del día que acababa, lo que me dio una prueba más de que el destino me había llevado a un lugar muy poco hospitalario, y, entonces, como para completar la trilogía de aterradoras amenazas barsoomianas, el rugido de un banth bajó por las colinas situadas detrás de la ciudad.
Seguro de que no me veían, escondido en la alta torre por encima de ellos, observé cómo el grupo surgía del fondo poco profundo del puerto y cabalgaba por la avenida situada debajo de mí y fue entonces cuando por primera vez observé una pequeña figura sentada delante de uno de los guerreros. La oscuridad lo invadía todo rápidamente, pero antes de que la pequeña tropa se ocultara a mi vista tras la esquina del edificio, para entrar en otra avenida que conducía al centro de la ciudad, pensé que reconocía la pequeña figura: era una mujer de mi propia raza. Que era una cautiva era una conclusión lógica y no pude por menos que estremecerme al considerar la suerte que le esperaba. Quizá mi propia Sanoma Tora estuviera en un peligro semejante. Quizá…, pero, no, eso no era posible, ¿cómo podía Sanoma Tora haber caído en las garras de los guerreros de la feroz horda de Torquas?
No podía ser ella, No, era imposible. Pero se mantenía el hecho de que la cautiva era una mujer roja y tanto si era Sanoma Tora como otra, tanto si era de Helium o de Jahar, mi corazón sintió piedad de ella y olvidé mi propio peligro como si algo dentro de mí me empujara a perseguir a sus captores y tratar de arrebatársela, pero, ¡ay de mí!, qué absurda parecía mi fantasía. ¿Cómo podría yo, que ni siquiera podía salvarme a mí mismo, aspirar a rescatarla de brazos de otros?