Un fuego en el sol (38 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un fuego en el sol
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—Quizá no lo sepas —dije—, pero mi madre se vio obligada a vender a mi hermano pequeño cuando éramos niños.

—Oye, oye, magrebí —dijo Mahmoud—, no creo que esto sea una «venta». Nadie tiene derecho a vender un niño. No podemos seguir la conversación si mantienes esa actitud.

—Muy bien. Lo que digas. No es una venta, llámale como quieras. Vayamos al grano. ¿Has encontrado alguien dispuesto a adoptarlo?

Mahmoud se quedó en silencio un segundo.

—No exactamente —dijo por fin—. Pero conozco a un hombre que suele actuar como intermediario. Ya he tratado con él otras veces y puedo garantizar su honestidad y sensibilidad. Puedes suponer que estas transacciones requieren grandes dosis de comprensión y tacto.

—Claro. Eso es importante. Indihar ya tiene bastante dolor.

—Exacto. Por eso este hombre es tan recomendable. En un momento es capaz de colocar a un niño en un hogar acogedor y es capaz de ofrecer al padre natural dinero contante y sonante, para evitar cualquier sentimiento de culpa o recriminaciones. Así es como lo hace. Creo que el señor On es la solución perfecta al problema de Indihar.

—¿El señor On?

—Se llama On Cheung. Es un hombre de negocios procedente de Kansu, China. Ya he tenido el privilegio de actuar como su agente.

—Ah, sí. —Cerré los ojos muy fuerte y escuché bullir la sangre en mi cabeza—. Eso nos conduce al asunto del dinero. ¿Cuánto pagará el señor On y qué tajada sacarás tú?

—Por el hijo mayor, quinientos kiams. Por el más pequeño trescientos. Por la hija doscientos cincuenta. Además ofrece suplementos, doscientos kiams más por dos niños y quinientos si Indihar renuncia a los tres. Yo me llevo el diez por ciento. Si le cobras alguna tarifa, deberá ser del resto.

—Parece bastante legal. Para ser franco, es mejor de lo que Indihar esperaba.

—Te dije que el señor On era un hombre generoso.

—¿Y ahora qué? ¿Nos vemos en algún lugar o qué?

La voz de Mahmoud parecía más excitada.

—Por supuesto, tanto el señor On como yo necesitamos examinar a los niños, para asegurarnos de que están sanos y fuertes. ¿Puedes llevarlos a la calle Rafi ben García dentro de media hora?

—Claro, Mahmoud. Nos vemos allí. Dile a On Cheung que lleve el dinero. —Colgué el teléfono—. Kmuzu, olvida la colada, nos vamos.

—Sí, yaa Sidi. ¿Saco el coche?

—Aja.

Me levanté y me puse una gallebeya sobre mis téjanos. Luego me guardé la pistola estática en el bolsillo. No confiaba ni en Mahmoud ni en el vendedor de niños.

La dirección estaba en el barrio judío y resultó ser otro escaparate cubierto con papel de diario, muy parecido al lugar que Shaknahyi y yo investigamos en vano.

—Quédate aquí —le dije a Kmuzu.

Bajé del coche, fui hacia la puerta principal y al cabo de un rato Mahmoud la abrió unos centímetros.

—Marîd —dijo con su voz ronca—. ¿Dónde están Indihar y los niños?

—Les dije que se quedaran en el coche. Primero quería echar un vistazo. Déjame entrar.

—Claro. —Abrió la puerta un poco más y yo lo empujé para entrar—. Marîd, éste es el señor On.

El vendedor de niños era un hombre pequeño de tez oscura y dientes amarillentos. Estaba sentado en una vieja silla de metal plegable ante una mesilla. A la altura de su codo había una caja metálica. Me miraba a través de unas gafas. Tampoco usaba ojos Nikon.

Crucé el suelo asqueroso y le tendí la mano. On Cheung me examinó y no hizo el menor gesto de darme la mano. Después de unos segundos, sintiéndome como un idiota, dejé caer la mano.

—¿Vale? —dijo Mahmoud—. ¿Satisfecho?

—Dile que abra la caja.

—No puedo decirle que haga nada. Es muy...

—Está bien —dijo On Cheung—. Mira.

Destapó la caja metálica. Había tal cantidad de billetes de cien kiams como para comprar a todos los niños del Budayén.

—Fantástico —dije. Metí la mano en el bolsillo y saqué la pistola—. Las manos a la cabeza.

—Hijo de puta —gritó Mahmoud—. ¿Qué es esto, un robo? No te saldrás con la tuya. El señor On hará que te arrepientas. Ese dinero no te va a servir de nada. Estarás muerto antes de que te gastes un solo fiq.

—Sigo siendo policía, Mahmoud —dije con tristeza. Cerré la caja metálica y se la entregué. No podía llevarla con mi único brazo bueno y seguir apuntando con la pistola estática—. Hajjar lleva mucho tiempo buscando a On Cheung. Incluso un policía corrupto como él tiene que encerrar a alguien de vez en cuando. Me parece que es su turno.

Los llevé al coche. Los apunté con la pistola mientras Kmuzu nos llevaba hasta comisaría. Subimos los cuatro hasta el tercer piso. Hajjar estaba sorprendido de que nuestra pequeña comitiva entrase en su oficina acristalada.

—Teniente —dije—, éste es On Cheung, el vendedor de niños. Mahmoud, deja la caja del dinero. Se supone que es una prueba, pero no creo que nadie la vuelva a ver después de hoy.

—No dejas de sorprenderme —dijo Hajjar.

Apretó un botón de su escritorio para llamar a los policías de la oficina exterior.

—Éste es gratis —dije. Hajjar parecía asombrado—. Te dije que aún me quedaban dos. Umm Saad y Abu Adil. Esta basura es una especie de premio.

—Muchas gracias, Mahmoud, puedes irte. —El teniente me miró y se encogió de hombros—. ¿De verdad crees que Papa me habría permitido encerrarlo?

Lo pensé un momento y me di cuenta de que tenía razón.

Mahmoud pareció aliviado.

—No olvidaré esto, magrebí —murmuró dándome un empellón.

Su amenaza no me asustó.

—Por cierto —dije—, me marcho. De ahora en adelante, si quieres a alguien para archivar informes de tráfico o entrar las grabaciones de las agendas, tendrás que buscarte a otro. Si necesitas a alguien para que pierda el tiempo cazando gambusinos, búscate a otro. Si necesitas a alguien que te ayude a enmascarar tus crímenes o tu incompetencia, búscate a otro. Yo ya no trabajo aquí.

Hajjar sonrió con cinismo.

—Sí, algunos policías reaccionan cuando se someten a mucha tensión. Pero pensé que durarías más, Audran.

Le crucé la cara con dos rápidas y sonoras bofetadas. Se quedó mirándome, levantó la mano despacio para tocar sus doloridas mejillas. Me di la vuelta y salí de la oficina seguido por Kmuzu. Se acercaron policías de todas partes, para ver lo que le había hecho a Hajjar. Todos se reían, incluido yo.

19

—Kmuzu —dije mientras conducía el sedán camino de casa—, ¿quieres hacer el favor de invitar a Umm Saad a cenar con nosotros?

Me miró, sin duda pensaba que estaba completamente loco, pero se reservaba la opinión.

—Por supuesto, yaa Sidi. ¿En el comedor pequeño?

—Aja.

Vi pasar los árboles del barrio cristiano. Me preguntaba si yo mismo sabía lo que me traía entre manos.

—Espero que no subestimes a esa mujer.

—No lo creo. Sé de lo que es capaz. Creo que está totalmente en sus cabales. Cuando le diga que conozco lo del archivo Fénix y sus razones para presentarse en nuestra casa, se dará cuenta de que el juego ha terminado.

Kmuzu dio unos golpecitos en el volante con sus dedos índices.

—Si necesitas ayuda, yaa Sidi, estaré allí. No tendrás que enfrentarte con ella solo, como hiciste con el caíd Reda.

Sonreí.

—Gracias, Kmuzu, pero no creo que Umm Saad esté tan loca ni sea tan poderosa como Abu Adil. Nos limitaremos a sentarnos frente a frente en una comida. Intentaré mantener el control, inshallah.

Kmuzu me miró taciturno, luego se enfrascó en la conducción.

Al llegar a la mansión de Friedlander Bey, subí la escalera y me cambié de ropa. Me puse una túnica blanca y un caftán blanco al que trasladé la pistola estática. Todavía llevaba el daddy bloqueador del dolor. En realidad ya no lo necesitaba, y llevaba un cargamento de sunnies por si acaso. Sentía un aluvión de molestos dolores y achaques que el daddy había bloqueado. Lo peor de todo era el punzante dolor del hombro. Decidí que no tenía sentido sufrir como un valiente y fui directo a mi caja de píldoras.

Mientras esperaba la respuesta de Umm Saad a mi invitación, oí al muecín de Papa llamar a la oración del ocaso. Desde mi charla con el patriarca de la mezquita del zoco de la calle el—Khemis, rezaba más o menos con regularidad. Quizá no cumplía las cinco plegarias diarias, pero lo hacía decididamente mejor que antes. Bajé la escalera hasta el despacho de Papa. Allí guardaba su alfombra de oración y tenía un mihrab especial construido en una de las paredes. El mihrab es una pequeña hornacina semicircular que se encuentra en todas las mezquitas, e indica la dirección de la Meca. Después de lavarme la cara, las manos y los pies, desenrollé la esterilla de oración, borré de mi mente el escepticismo y me dirigí a Alá.

Cuando terminé de orar, Kmuzu murmuró:

—Umm Saad te espera en el comedor pequeño.

—Gracias.

Doblé la alfombra de Papa y la guardé. Me sentía fuerte y decidido. Siempre creía que era una ilusión temporal causada por la oración, pero ahora dudaba que se tratase de una ilusión. La seguridad era real.

—Está bien que hayas recuperado la fe, yaa Sidi —dijo Kmuzu—. Algún día debes dejar que te explique el milagro de Jesucristo.

—Jesucristo no es un extraño para los musulmanes —respondí—, y sus milagros no son ningún secreto para la fe.

Entramos en el comedor. Umm Saad y su hijo estaban sentados en sus sitios. No había invitado al chico, aunque su presencia no evitaría lo que tenía que decir.

—Bienvenidos —dije—, y que Alá os conceda una buena comida.

—Gracias, oh caíd —dijo Umm Saad—. ¿Cómo te encuentras?

—Muy bien, gracias a Alá.

Me senté y Kmuzu se quedó detrás de mi silla. Noté que también Habib entraba en la habitación, o quizá era Labib, en cualquier caso, la Roca que no estuviera custodiando a Papa en el hospital. Umm Saad y yo intercambiamos cumplidos hasta que la criada trajo una bandeja de tahini y pescado en salazón.

—Tu cocina es excelente —dijo Umm Saad—. Disfruto con vuestras comidas.

—Me complace.

Trajeron más cosas de aperitivo: hojas de parra frías rellenas, corazones de alcachofas hervidos, rodajas de berenjenas rellenas de crema de queso. Indiqué a mis invitados que se sirvieran ellos mismos.

Umm Saad sirvió porciones generosas de cada bandeja en el plato de su hijo. Luego se dirigió a mí.

—¿Te sirvo café, oh caíd?

—Dentro de un momento. Siento que Saad ben Salah esté aquí para oír lo que tengo que decir. Ha llegado el momento de que te explique lo que he descubierto. Sé que trabajas para el caíd Reda y que has intentado asesinar a Friedlander Bey. Sé que ordenaste a tu hijo que provocara el incendio y sé lo de los dátiles envenenados.

Umm Saad palideció de horror. Acababa de dar un bocado de hoja de parra rellena, la escupió y la dejó en su plato.

—¿Qué has hecho? —dijo enfurecida.

Cogí otra hoja de parra rellena y me la metí en la boca. Cuando terminé de masticarla, respondí.

—No he hecho nada tan terrible como crees.

Saad ben Salah se levantó y se acercó a mí. Su joven rostro estaba deformado por una expresión de rabia y odio.

—¡Por las barbas del profeta! ¡No voy a permitir que hables así a mi madre!

—Sólo digo la verdad. ¿No es cierto, Umm Saad?

El chico me miró.

—Mi madre no tiene nada que ver con el incendio. Fue idea mía. Te odio y odio a Friedlander Bey. Es mi abuelo y me repudia. Abandona a su propia hija al sufrimiento de la pobreza y la miseria. Merece morir.

Tomé el café con serenidad.

—No lo creo. Es muy encomiable por tu parte que cargues con la culpa, Saad, pero tu madre es la culpable, no tú.

—¡Eres un mentiroso! —gritó la mujer.

El muchacho se abalanzó sobre mí, pero Kmuzu se interpuso entre nosotros. Tenía más fuerza de la necesaria para frenar a Saad.

Me volví hacia Umm Saad.

—Lo que no comprendo es por qué intentaste asesinar a Papa. No veo que su muerte te beneficie en absoluto.

—Entonces no sabes tanto como te crees —dijo. Dio la impresión de relajarse un poco. Sus ojos volaban de mí hacia Kmuzu, que aún agarraba férreamente a su hijo—. El caíd Reda me prometió que si descubría los planes de Friedlander Bey o lo eliminaba, para que él ya no tuviera ningún obstáculo, satisfaría mi deseo de ser dueña de esta casa. Me quedaría con las propiedades de Friedlander Bey y sus empresas de negocios, y dejaría todas las cuestiones de influencia política al caíd Reda.

—Claro, no tenías más que confiar en Abu Adil. ¿Cuánto crees que hubieras durado antes de que te eliminase del mismo modo que tú hubieses eliminado a Papa? Así podría unir las dos casas más poderosas de la ciudad.

—¡No son más que fabulaciones! —Se puso de pie, mirando a Kmuzu—. Suelta a mi hijo.

Kmuzu me miró. Yo negué con la cabeza.

Umm Saad sacó una pequeña pistola de agujas de su bolso.

—¡He dicho que sueltes a mi hijo!

—Señora —dije, levantando las manos para demostrar que no tenía nada que temer—, has fracasado. Guarda la pistola. Si persistes, ni la riqueza del caíd Reda te protegerá de la venganza de Friedlander Bey. Estoy seguro de que el interés de Abu Adil por ti ha llegado a su fin. En este momento sólo estás engañándote a ti misma.

Disparó dos o tres dardos al techo para demostrarme que estaba dispuesta a emplear el arma.

—Suelta a mi hijo —dijo bruscamente—. Vamos.

—No sé si puedo hacerlo —dije—. Estoy seguro de que Friedlander Bey deseará...

Oí un ruido como ¡zitt zitt! y vi que Umm Saad me había disparado. Respiré hondo esperando que la mordedura del dolor me indicara dónde me había herido, pero no sucedió. Su nerviosismo había frustrado sus propósitos incluso en esto.

Apuntó la pistola de agujas hacia Kmuzu, que seguía inmóvil, escudado aún por el cuerpo de Saad. Luego volvió a apuntarme a mí. Mientras tanto, la Roca Parlante se había interpuesto entre nosotros. Levantó una mano y la dejó caer contra el puño de Umm Saad, que soltó la pistola de agujas. Luego la Roca levantó la otra mano, apretando su enorme puño.

—No —grité.

Pero era tarde para detenerlo. De un poderoso revés derribó a Umm Saad al suelo. Vi un brillante reguero de sangre en su rostro por debajo de su labio partido. Yacía de espaldas, con la cabeza vuelta en un ángulo grotesco. Sabía que la Roca la había matado de un golpe.

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