Un fuego en el sol (34 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un fuego en el sol
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—¿Cuánto quieres por éste?

—Cincuenta kiams —dijo. Me miró despacio a los ojos y sonrió. Los pocos dientes que le quedaban eran raigones negros y el efecto era grotescamente espantoso—. Es un poco más caro porque es un artículo difícil de conseguir.

—Muy bien —dije.

Le pagué, y me guardé el moddy del síndrome D en el bolsillo. Luego intenté salir de la tienda de Laila.

—Sabes —me dijo, clavándome el dedo en el brazo—, mi amante va a llevarme a la ópera esta noche. ¡Todo Rúan nos verá juntos!

Me desembaracé de ella y me precipité hacia la puerta.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuré.

Durante el largo camino hasta la finca de Abu Adil, pensé en los acontecimientos recientes. Si Kmuzu estaba en lo cierto, el hijo de Umm Saad había provocado el incendio. No creía que Umm Saad actuase por su cuenta. Sin embargo, Umar me había asegurado que Umm Saad ya no era su empleada, ni la de Abu Adil. Me había invitado explícitamente a deshacerme de ella si la encontraba demasiado molesta. Luego, si Umm Saad no estaba a las órdenes directas de Abu Adil, ¿por qué se había decidido de repente a actuar?

Y Jawarski. ¿Me había disparado unos cuantos tiros al azar porque no le gustaba mi jeta o porque Hajjar le había dicho que estaba metiendo las narices en el archivo Fénix? ¿O existían relaciones aún más siniestras que las que había descubierto? En ese punto, no me atrevía a confiar en Saied, ni siquiera en Kmuzu. Morgan era la única persona que gozaba de mi confianza y debía admitir que tampoco tenía ninguna razón para ello. Simplemente me recordaba a mí mismo, antes de que trabajara para cambiar un sistema corrupto desde dentro.

Por cierto, ésa era la última justificación de mi conducta, de la vida fácil que llevaba. Supongo que la cruda realidad era que no tenía redaños para enfrentarme a la ira de Friedlander Bey, ni el coraje para devolverle su dinero. Me dije a mí mismo que utilizaba mi posición, hundida en el abismo del deshonor, para ayudar a los menos afortunados. Pero la verdad es que eso no me tranquilizaba la conciencia.

Mientras conducía, la culpa y la soledad crecieron hasta casi la desesperación, probablemente censuraban el error táctico que cometí a continuación. Quizá si hubiera confiado más en Saied o en Kmuzu... Al menos podía haberme llevado a una de las Rocas Parlantes conmigo. En lugar de eso, sólo contaba con mi astucia para enfrentarme a Abu Adil. Tenía dos planes distintos: en primer lugar, lo seduciría con el moddy del Síndrome D y en segundo lugar, si no se tragaba las lisonjas, mi jugada de reserva consistía en soltarle a quemarropa que sabía lo que estaba tramando.

Mierda, en ese momento me pareció una gran idea.

El guardia de la puerta me reconoció y me dejó pasar, aunque Kamal, el mayordomo, exigió saber qué se me ofrecía.

—Traigo un regalo para el caíd Reda —dije—, necesito hablar con él urgentemente.

No me dejó pasar del vestíbulo.

—Espere aquí —dijo con sorna—. Veré si pueden recibirlo.

—Deberían abolir el potencial —dije.

No lo captó.

Siguió directo hacia el despacho de Abu Adil y regresó con la misma expresión desdeñosa.

—Le conduciré hasta mi amo —dijo.

Parecía como si permitirme la entrada le rompiera el corazón.

Me condujo hasta uno de los despachos de Abu Adil, no el mismo que había visto en mi primera visita con Shaknahyi. El aire estaba colmado de un olor dulce, quizá de incienso. En las paredes colgaban obras de arte europeas y una grabación de Umm Kalthoum sonaba bajito.

El gran hombre en persona estaba sentado en un cómodo sillón con una manta de hermosos bordados sobre sus piernas. Descansaba la cabeza sobre el respaldo del sillón y tenía los ojos cerrados. Le temblaban las manos, que reposaban sobre sus rodillas.

Por supuesto, allí estaba Umar Abdul—Qawy, que no se alegró de verme. Me hizo un gesto y se llevó un dedo a los labios. Supuse que era la señal de no mencionar nuestra conversación sobre sus planes para derrocar a Abu Adil y gobernar el imperio del viejo caíd en su lugar. Pero yo no estaba allí para eso. Tenía cosas más importantes de las que ocuparme que la lucha de Umar por el poder.

—Es para mí un honor desearos buenas tardes —dije.

—Que Alá te conceda una próspera tarde —dijo Umar.

Ya veríamos, pensé.

—Ruego que aceptéis este pequeño regalo, noble caíd.

Umar hizo un gesto, el mismo con el que la mano de un rey ordena a un campesino que se acerque. Me hubiera gustado hacerle tragar el moddy.

—¿De qué se trata? —preguntó él.

No dije nada. Me limité a entregárselo. Umar le dio vueltas en la mano unos minutos. Luego me miró.

—Eres más listo de lo que imaginaba. Mi amo estará muy complacido.

—Espero que no tenga este módulo.

—No, no. —Lo dejó en el regazo de Abu Adil, pero el viejo ni se movió para examinarlo. Umar me estudió detenidamente—. Me gustaría ofrecerte algo a cambio, aunque estoy seguro de que serás lo bastante cortés como para rechazarlo.

—Pruébalo. Me gustaría una pequeña información.

Umar frunció el ceño.

—Tus modales...

—Son terribles, ya lo sé, pero ¿qué puedo decir? Soy sólo un ignorante comedor de judías del Magreb. Creo haber descubierto cierta información que os incrimina a ti y al caíd Reda... y, para ser sincero, también a Friedlander Bey. Me refiero a ese maldito archivo Fénix.

Esperé a ver la reacción de Umar.

No se hizo esperar.

—Lo siento, Monsieur Audran, pero no sé de qué me habla. Sugiero que su amo puede estar implicado en actividades excesivamente ilegales e intenta echarnos la culpa...

—Callaros.

Umar y yo nos volvimos para mirar a Reda Abu Adil, que se había desconectado el moddy de Infierno Sintético que llevaba. Umar se quedó completamente impresionado. Era la primera vez que Abu Adil había dado muestras de desear participar en una conversación. Resultaba que no era sólo un tullido títere senil. Sin el moddy de cáncer, su rostro perdió su laxitud y sus ojos adquirieron una inteligente ferocidad.

Abu Adil arrojó la manta y se levantó de la silla.

—¿No te ha explicado Friedlander Bey lo del archivo Fénix? —exigió.

—No, oh caíd —dije—. Es algo que he descubierto hoy. Me lo ha ocultado.

—Has investigado asuntos que no te conciernen.

Temía la intensidad de Abu Adil. Umar nunca había demostrado tal fuerza de voluntad. Casi podía ver el baraka del caíd Reda, una clase de magia personal diferente de la de Papa. El moddy de Abu Adil que Umar llevaba ni siquiera insinuaba la contundencia de ese hombre. Imaginé que ningún ingenio electrónico podía captar la naturaleza del baraka. Eso respondía a la pretensión de Umar de que con el moddy era igual que Abu Adil. Se engañaba a sí mismo.

—Creo que sí me conciernen. ¿No está mi nombre en ese archivo?

—Sí, estoy seguro —dijo Abu Adil—. Pero estás situado lo bastante arriba como para ser beneficiario.

—Pienso en mis amigos, que no son tan afortunados.

Umar se rió sin ganas.

—Vuelves a demostrar debilidad —me dijo—. Ahora te preocupas por la basura que hay bajo tus pies.

—Cada sol tiene su ocaso. Quizá algún día desciendas a los grados más bajos del archivo Fénix. Entonces desearás no conocer su existencia.

—Oh, amo —dijo Umar enfadado—, ¿no has oído ya bastante?

Abu Adil levantó una mano fatigada.

—Sí, Umar. No siento demasiado afecto por Friedlander Bey y menos aún por sus criaturas. Llévatelo al estudio.

Umar se me acercó con una pistola de agujas en la mano y yo le seguí. No sabía lo que se proponía, pero no sería agradable.

—Por aquí —dijo.

En esas circunstancias hice lo que me pedía.

Salimos del despacho y caminamos por un corredor, luego subimos por una escalera hasta el segundo piso. Siempre se respiraba un aire de paz en esa casa. La luz se filtraba a través de las celosías de madera y las alfombras de los suelos amortiguaban los sonidos. Sabía que la serenidad era una ilusión. Sabía que pronto conocería la verdadera naturaleza de Abu Adil.

—Entra aquí —dijo, abriendo una gruesa puerta de metal.

Tenía una expresión rara de expectación en el rostro. No me gustaba en absoluto.

Le seguí hasta una gran habitación insonorizada. Había una cama, una silla y un carrito con un equipo electrónico. La pared del fondo era una simple lámina de cristal y detrás de ella había una pequeña cabina de control con montones de indicadores, pilotos e interruptores. Sabía lo que era. Reda Abu Adil tenía un estudio de grabación de módulos de personalidad en su hogar. Era el último grito de los coleccionistas.

—Dame la pistola —dijo Abu Adil.

Umar le dio la pistola de agujas a su amo, luego salió de la habitación insonorizada.

—Supongo que deseas añadirme a tu colección. No veo por qué. Mis quemaduras de segundo grado no son nada divertidas.

Abu Adil me contemplaba con una sonrisa fija en su cara. Me puso la piel de gallina.

Poco después, regresó Umar con una fina vara de metal, unas esposas y una cuerda con un gancho en un extremo.

—Jo... —dije.

Empezaba a sentir un nudo en el estómago. Ya me temía que quisiera grabar algo más que eso.

—Ponte derecho —dijo Umar, dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Me levanté y me quité el moddy y los daddies—. Y pase lo que pase, no inclines la cabeza, por tu propio bien.

—Gracias por el interés. Agradezco...

Umar levantó la vara de metal y me golpeó la clavícula. Sentí que un dolor afilado me recoma el cuerpo y grité. Me golpeó por el otro lado, en la otra clavícula. Oí la brusca fractura del hueso y caí de rodillas.

—Eso debe de doler un poco —dijo Abu Adil en tono de viejo doctor.

Umar empezó a golpearme en la espalda con la vara, una vez, dos veces, tres veces. Grité. Siguió pegándome.

—Intenta levantarte —me ordenó.

—Estás loco —jadeé.

—Si no te levantas lo utilizaré en tu cara.

A duras penas conseguí sostenerme en pie. El brazo izquierdo me colgaba inutilizado. Mi espalda era un despojo sangrante. Me di cuenta de que respiraba a tenues bocanadas.

Umar se detuvo y caminó a mi alrededor, evaluándome.

—Sus piernas —dijo Abu Adil.

—Sí, oh caíd. —El hijo de puta me pegó con la vara en los muslos y volví a caer al suelo—. Levántate —gruñó Umar—. Arriba.

Me golpeó mientras estaba en el suelo, en los muslos y en las pantorrillas hasta que sangraron.

—Te atraparé —dije con voz ronca de sufrimiento—. Juro por el sagrado profeta que te atraparé.

Los golpes siguieron algún tiempo, hasta que Umar me hubo trabajado lenta y concienzudamente cada miembro, excepto la cabeza, porque no quería que nada interfiriese en la calidad de la grabación. Cuando el viejo decidió que ya tenía bastante, le dijo a Umar que parase.

—Conéctalo —dijo.

Levanté la cabeza y esperé. Era como si fuera otra persona, distante. Mis músculos se estremecían con los espasmos, y las heridas enviaban señales dolorosas a todos los rincones de mi ser. Sin embargo, el dolor se había convertido en una barrera entre mi mente y mi cuerpo. Aún me dolía terriblemente, pero había recibido suficiente castigo como para que mi cuerpo entrase en shock. Murmuré maldiciones y súplicas a mis captores, amenazando y rogándoles que me devolvieran el daddy bloqueador del dolor.

Umar se echó a reír. Se inclinó sobre el carrito y manipuló el equipo. Luego me trajo una delgada conexión de moddy. Se parecía mucho a la que había usado en el juego Transpex. Umar se arrodilló junto a mí y me la mostró.

—Te voy a enchufar esto. Nos permitirá grabar exactamente lo que sientes.

Me costaba respirar.

—Cabrones —dije, y mi voz era un inaudible jadeo.

Umar conectó la conexión del moddy en mi enchufe corímbico anterior.

—Ahora completaremos el proceso doloroso.

—Vas a morir —murmuré—. Vas a morir.

Abu Adil seguía apuntándome con la pistola de agujas, pero yo no podía hacer ninguna heroicidad. Umar se arrodilló y me esposó las manos a la espalda. Me sentí como si fuera a palmarla y sacudí la cabeza para conservar la consciencia. No deseaba desmayarme y quedarme por completo a su merced, aunque probablemente ya lo estaba.

Después de esposarme, Umar cogió las esposas con el gancho y tiró de la cuerda hasta que me quedé de pie, tambaleante. Luego lanzó la cuerda por encima de una barra empotrada en la pared sobre mi cabeza. Veía lo que iba a hacer.

—Yallah —grité.

Tiró de la cuerda hasta que me sostenía de puntillas con las manos atadas a la espalda. Luego tiró un poco más hasta que mis pies ya no tocaban el suelo. Yo colgaba de la cuerda y todo el peso de mi cuerpo descansaba en mis brazos.

El dolor era tan intenso que sólo podía respirar a pequeñas bocanadas. Intenté acabar con el terrible dolor. Primero pedí clemencia, luego la muerte.

—Ahora ponle el moddy —dijo Abu Adil.

Su voz parecía proceder de otro mundo, de la cumbre de una montaña o de allende el océano.

—Me refugio en el Señor del Alba —murmuré.

Repetía la frase como un hechizo mágico.

Umar se levantó de la silla con el moddy gris en su mano, el del Síndrome D que le había regalado. Lo conectó a mi enchufe posterior.

Colgaba del techo, pero no recordaba por qué. Sufría terriblemente.

—¡En el nombre de Alá, ayudadme! —gritó.

Se percató de que gritar sólo empeoraba su dolor. ¿Por qué estaba allí? No lo recordaba. ¿Quién le había hecho eso?

No podía recordarlo. No recordaba nada.

Pasó el tiempo, debió de permanecer inconsciente. Tenía la misma sensación que cuando te despiertas de un sueño especialmente realista, cuando el mundo de la vigilia y el del sueño se superponen por un instante, cuando aspectos de uno distorsionan las imágenes del otro y debes esforzarte por decidir cuál tendrá preferencia.

¿Cómo se explicaba estar allí sólo y atado de esa manera? No temía el dolor, temía no ser capaz de comprender su situación. Por encima de su cabeza oía el rumor de un ventilador y en el aire percibía un sutil aroma. Su cuerpo osciló en la cuerda y sintió otro latigazo de dolor. Estaba más preocupado por el hecho de estar inmerso en un terrible drama y no tener ni idea de su significado.

—Alabado sea Alá, Señor de los Mundos —susurró—, el clemente, el misericordioso. Suyo es el día del juicio final. Sólo a ti te adoramos. Sólo a ti te pedimos ayuda.

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