Un final perfecto (38 page)

Read Un final perfecto Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Un final perfecto
6Mb size Format: txt, pdf, ePub

El profesor, un joven de treinta y pocos que impartía Geografía, se tomaría un café demasiado caro y buscaría un lugar en la zona de restaurantes para leer y esperar a que pasasen las dos horas. Su función consistía principalmente en contar cabezas y en hacer que se cumpliesen las normas del colegio o del centro comercial.

La intención de Jordan era básicamente saltarse una norma importante.

Llevaba en el bolsillo una de las tarjetas de crédito de Pelirroja Uno e instrucciones específicas sobre qué artículos comprar. No tenía demasiado tiempo, no solo porque el profesor había puesto una hora límite en el centro comercial, sino porque Jordan sabía que después, más tarde, Karen llamaría a la central de tarjetas de crédito para decir que había perdido la tarjeta o que se la habían robado y la cancelaría.

Su primera parada fue una tienda de electrónica. La cámara de vídeo que el vendedor tenía tantas ganas de vender era un poco más grande que un teléfono móvil y se podía manejar con una sola mano. Como accesorio, tenía también un gran angular y a Jordan le pareció que podía ser útil. Enseguida le aceptaron la tarjeta de crédito de Pelirroja Uno y le empaquetaron la compra.

Su siguiente tarea no la había comentado con Karen. Se sintió un poco culpable al entrar en la tienda de ropa. Se trataba de una tienda elegante, dirigida a una clientela de jóvenes profesionales. Fue directamente a las estanterías de jerséis caros de cachemir y de algodón y escogió uno que le gustó, un jersey negro de cuello alto de su talla. Lo llevó a la caja, donde una chica apenas mayor que ella esperaba detrás del mostrador.

—Es un regalo para mi madre —dijo Jordan con una sonrisa falsa.

La cajera pasó la tarjeta de crédito.

—¿Quieres una caja de regalo? —preguntó.

—Sí—repuso Jordan. Había contado con este pequeño detalle, que las tiendas del centro comercial ya no empaquetaban los artículos en cajas para regalo. Ahora se limitaban a poner una caja doblada y el jersey en una bolsa de papel con el logo de la tienda.

Jordan firmó el recibo con un garabato que imitaba el nombre de Karen. Echó un vistazo al reloj. Tenía que darse prisa.

Hizo una parada rápida en una papelería y compró una felicitación de cumpleaños, un llamativo papel plateado y celo. Después caminó con paso decidido por los pasillos del centro comercial hasta el otro extremo donde se encontraba una tienda grande que pertenecía a una cadena especializada en artículos deportivos. Rodeada de camisetas Nike, Adidas y Under Armor, sudaderas y maniquíes vestidas con prendas para correr de última moda, Jordan fue directamente a la sección de caza y pesca. El dependiente, un hombre de mediana edad, estaba oculto entre prendas de camuflaje, cañas de pescar y cebos y kayaks en brillantes colores rojos, azules y amarillos, con montones de chalecos de seguridad y cascos para kayak distribuidos por las paredes.

—Hola —saludó Jordan con energía—. ¿Podría ayudarme?

El dependiente no parecía estar demasiado ocupado. Levantó la vista mientras ponía los precios a los arcos y las flechas y Jordan se dio cuenta de que enseguida había decidido no hacerle caso.

Las adolescentes como ella solían ir a la sección de las zapatillas de correr o buscaban auriculares para un iPod.

—A mi padre le gusta mucho cazar y pescar —dijo Jordan riendo. Quiero comprarle algo para su cumpleaños.

—Bien, ¿qué tipo de regalo? —preguntó el dependiente.

—Le encanta traer pescado fresco a casa para la cena —repuso—. Tiene una barca de pesca.

El padre de Jordan era un ejecutivo de una sociedad de inversión en Wall Street. Que ella supiera, nunca había pasado una noche al aire libre y evitaba dejar su despacho para cualquier cosa más rústica que una comida de negocios y un par de martinis en un restaurante francés.

Señaló un expositor.

—¿Qué le parece algo así? ¿Cree que utilizará uno de esos?

El dependiente siguió su mirada.

—Bueno —repuso—, no hay pescador al que le guste llevar la pesca a casa que no tenga uno. Son muy buenos. De lo mejor. Un poco caros, pero le encantará.

Jordan asintió con la cabeza.

—Pues eso es lo que me voy a llevar.

El dependiente cogió del expositor el cuchillo para filetear con hoja de 20 cm.

—Son suecos y tienen una garantía indefinida de afilado.

Jordan admiró la hoja estrecha y curvada y la empuñadura negra. «Como una cuchilla», pensó.

No le quedaba mucho tiempo antes de que el profesor empezase a recoger a los alumnos para llevarlos en la furgoneta de regreso al colegio, así que deprisa se dirigió a los aseos de señora de la segunda planta, pues pensó que estarían menos concurridos que los más cercanos a la zona de restaurantes de mayor tamaño. Entró corriendo y para su alivio, no había nadie.

Cogió el cuchillo de pescar de la bolsa de plástico y sacó la hoja de la funda de cuero. Cogió un pañuelo de papel y lo cortó con facilidad. Después, blandió el cuchillo en el aire, como un espadachín. «Me servirá», pensó. A continuación, con cuidado, lo deslizó entre los pliegues del jersey negro de cuello alto. Colocó el jersey en la caja que le habían dado en la tienda. Después, trabajando lo más rápido posible, cogió el papel de vivos colores y el lazo y envolvió el paquete, cerrando todos los pliegues con celo. Cogió la tarjeta de felicitación y en su interior escribió: «Feliz cumpleaños, mamá. Espero que todo vaya bien. Con cariño, Jordan.» La puso en un sobre y lo pegó con celo en el paquete.

El colegio no permitía que los alumnos tuviesen armas de ningún tipo, pero Jordan sabía que necesitaba una. No tenía intención de enviar el jersey a su madre, además faltaban muchos meses para su cumpleaños. Pero ningún profesor le pediría que desenvolviese un paquete así e incluso si lo hiciese, echaría un vistazo al jersey pero no miraría entre los pliegues para ver si había algo más.

Jordan se preguntó si el Lobo Feroz sería tan buen contrabandista como ella.

Intentó recrear la sensación de clavarle un cuchillo de pescar entre las costillas y hasta el corazón. «Clávaselo por debajo del esternón —pensó—. Tienes que ser implacable. Clavarlo con todo tu peso y con todas las fuerzas que seas capaz de reunir y sin titubear. Mátalo antes de que te mate él a ti.» La idea de sorprender al Lobo Feroz con un arma tan letal como un cuchillo de pescar le dio una sensación de seguridad, aunque, en su asesinato imaginario, el Lobo Feroz, cada vez que imaginaba en su mente un enfrentamiento, siempre estaba mal preparado y a su merced. Y cuando imaginaba su encuentro cara a cara, el Lobo Feroz nunca llevaba una pistola o un cuchillo o cualquier otra arma. En su imaginación, Jordan no lograba exactamente reconstruir cómo conseguía tener ventaja, solo sabía que tenía que encontrar una manera.

Una de las primeras cosas que Sarah notó sobre Lugar Seguro fue que algunas de las leyes comunes que la gente normalmente da por hechas, se ignoraban por completo. Esto le gustó. Tenía toda la intención de saltarse otras normas en los días venideros.

Por ejemplo, cuando se encorvó sobre el ordenador portátil y empezó a construir una nueva identidad con la información sobre Cynthia Harrison que Pelirroja Uno le había proporcionado, pensó que tendría que mantener en secreto lo que hacía, y entonces descubrió que el personal que trabajaba en el centro de acogida era experto en crear identidades nuevas a partir de estelas electrónicas.

En poco tiempo, la habían ayudado a conseguir una copia de la partida de nacimiento de Cynthia Harrison, en la pequeña ciudad donde había nacido la mujer fallecida, que posteriormente lograron legalizar ante notario y así tener una maravillosa copia mágicamente oficial. Solicitaron una nueva tarjeta de la seguridad social y mediante mareantes tejemanejes informáticos tramitaron un nuevo carné de conducir. Y con algo de efectivo que Karen le había dado, abrieron una cuenta bancaria en un importante banco nacional, nada local que se pudiese localizar.

Sarah estaba desapareciendo. En su lugar se formaba una nueva Cynthia.

No era la primera vez, le había dicho la directora del centro, que la línea de acción más fácil para una mujer maltratada y víctima de violencia doméstica era sencillamente convertirse en otra persona. La policía local conocía esos métodos marginales del centro y no hacía nada para evitarlos. Tenían un acuerdo tácito, si alguien intentaba evitar convertirse en víctima, la policía miraba al otro lado.

Esconder era el principal propósito del centro.

La protección era el segundo.

Cuando Karen la dejó en la puerta del centro para que ella entrase, la habían recibido con abrazos y palabras de aliento. Antes de llevarla a una habitación pequeña y funcional, iluminada por el sol y situada en la tercera planta de una antigua casa victoriana, la habían acompañado al despacho principal y la directora le había hecho varias preguntas. Preguntas muy moderadas sobre lo peligroso que era el hombre que ellas creían que era su marido.

Sarah no dijo nada sobre Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. No mencionó al Lobo Feroz. Se mantuvo fiel a las líneas generales de la historia que Karen había inventado: víctima de violencia doméstica y perseguida.

—¿Vas armada? —le habían preguntado.

Su primer instinto había sido mentir sobre el revólver que llevaba en el bolso. Pero estaba mintiendo sobre tantas otras cosas, que decir esa mentira adicional le parecía fatal así que había respondido:

—He robado un revólver.

—Déjamelo ver —le había pedido la directora.

Sarah había sacado el revólver y se lo había entregado por la culata. La directora había abierto el cilindro con manos expertas y había sacado las balas. Las había sostenido en la mano, acariciando el bronce pulido antes de volver a cargar el revólver, mirar el cañón y decir «Bang» en voz baja y devolvérsela a Sarah.

—Es una buena arma —había dicho.

—Nunca la he utilizado —había contestado Sarah.

—Bueno, eso se puede arreglar —había proseguido la directora—. Pero siempre es motivo de preocupación cuando los niños se quedan aquí con las madres. No queremos un accidente. Y los niños, ya sabes, los más mayores, de ocho, nueve, diez años, pueden estar tentados porque tienen mucho miedo de los hombres que puedan aparecer por aquí.

Entonces había buscado en un cajón del escritorio, había sacado un candado para el gatillo y se lo había entregado a Sarah.

—La combinación es siete, seis, siete —le había dicho a Sarah—. Es fácil de recordar porque es el equivalente numérico de SOS. Bien, ¿sabes cómo utilizar una pistola?

De nuevo Sarah se había decidido por la honestidad, pero esta vez era una verdad fácil.

—No. La verdad es que no.

La directora había sonreído.

—Yo te enseñaré —había contestado—. Es mucho mejor saber qué hacer y no tener que hacerlo, que no saber qué hacer y necesitar hacerlo sin remedio.

En ese instante Sarah pensó que durante todo el tiempo que le quedaba como Pelirroja Dos, tendría esa idea en mente.

33

«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»

Karen había aparcado a una manzana de la casa vacía de Sarah, había esperado a que se hiciese de noche y había recorrido dos manzanas más en la dirección equivocada, mirando constantemente hacia atrás por encima del hombro para asegurarse de que no la seguían. Pensó que simplemente por encontrarse en el vecindario de Pelirroja Dos su destino era muy evidente y el Lobo Feroz probablemente estaría al acecho en algún lugar oculto. Sus sentimientos eran típicos del comportamiento loco que el Lobo Feroz había provocado en las tres: «Camina en dirección contraria. Imagina que hay un asesino fuera de tu ventana. Oye cosas. Ve cosas. No confíes en nadie, porque si bajas la guardia morirás y, si no la bajas, igual también te matan.»

Karen se detuvo en la calle y respiró lentamente. Llevaba una pequeña mochila al hombro y la ajustó, como si le molestase, cuando sabía que no era la mochila, sino todo lo demás. Su lado científico tenía en cuenta la intensidad del miedo y la alteración que había provocado en cada una de las Pelirrojas. «Yo no puedo ser médico ni humorista. Sarah no puede ser una viuda. Jordan no puede ser una adolescente normal si es que eso existe.» Le abrumaba la idea de que todos nos enfrentamos con el fin algún día, pero es la incertidumbre del último acto lo que hace que las personas sigan tirando. Cambia la ecuación —introduce una enfermedad mortal o un repentino accidente o un asesino sin rostro en el algoritmo de la muerte— y nada es exactamente igual.

Intentó tranquilizarse. No lo consiguió.

«Pelirroja Uno siempre tiene miedo y le embargan las dudas. Como en el cuento.

»—Qué dientes tan largos tienes, abuelita.

»—Para comerte mejor, nietecita mía.»

Esto lo tenía claro.

Pero ¿qué es Karen?

Se hizo la pregunta una y otra vez, las palabras resonaban en su cabeza con el mismo ritmo regular con que sus zancadas golpeaban la acera. Giró bruscamente y bajó la calle que discurría por detrás de la casa de Sarah.

«Los vecinos de la parte posterior tienen contraventanas azules en las ventanas delanteras y la puerta pintada de un rojo vivo. La casa está pintada de un blanco luminoso. Todo muy patriótico. No hay valla en la parte delantera, puedes entrar directamente al patio trasero. Por detrás, en una esquina, hay una estructura de madera para niños. Puedes subir hasta la mitad de la escalera y desde allí saltar por encima de la cadena que separa mi casa de la de ellos. Hay un árbol en el borde de la parcela. Escóndete ahí un momento y después agáchate y ve a la parte de atrás. Nadie te verá.»

Las instrucciones de Sarah eran explícitas; un plan bien pensado preparado por una maestra: «Haced esto. Haced lo otro. ¡Niños, prestad atención!» Karen mantuvo la cabeza agachada, mirando furtivamente las casas de la calle, buscando la casa roja, blanca y azul. Cuando la localizó, dudó, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y fue consciente de que, como siempre, era imposible estar segura, y pegándose a la fachada lateral de la casa, se agachó y entró en el patio trasero.

Avanzaba lo más rápido posible, casi a la carrera. Vio la estructura de juego y se dirigió corriendo hacia ella. Oyó a un perro ladrar a lo lejos, «al menos no es un lobo», pensó, y tal como Sarah le había dicho, subió hasta la mitad de la escalera. La estructura se movió un poco cuando extendió el pie derecho hasta la parte superior de la cadena de separación y, entonces, con un impulso, se tiró.

Other books

Yesterday's Sins by Wine, Shirley
The Magnolia Affair by T. A. Foster
Jane and His Lordship's Legacy by Stephanie Barron
Vera by Stacy Schiff
The Gilded Hour by Sara Donati
Pacazo by Roy Kesey
Bodily Harm by Robert Dugoni
Parting Breath by Catherine Aird
Bittersweet by Jennifer Labelle