Contempló las fotografías. Un modesto y residencial paraíso de Nueva Inglaterra. La gran promesa de la clase media norteamericana: una casa en propiedad. Incluso averiguó cuánto habían pagado al estado el año anterior la secretaria y el escritor en concepto de impuesto sobre la propiedad inmobiliaria.
En ese momento, mirando las fotografías de la casa que pretendía visitar, tuvo un breve recuerdo. Le vino a la mente la letra de una antigua canción de rock que ponían en las emisoras de viejos éxitos que solía escuchar a menudo y masculló siguiendo el ritmo de la música que oía en su interior: «Lunes, lunes. No hay que confiar en él.»
Karen ignoró este aviso y envió un SMS a las otras dos pelirrojas: «Mañana. Dos y dos.»
No le pareció que tuviese que añadir de la tarde y de la mañana. Ellas sabrían lo que quería decir.
Dos de la tarde
La llevó a comer.
Fue un placer inesperado.
La señora de Lobo Feroz dejó en el escritorio del despacho evaluaciones e informes disciplinarios de alumnos que había que archivar correctamente en los expedientes. Puso a un lado un prolijo análisis de un comité fiduciario que examinaba nuevos flujos de ingresos y una larga petición escrita del director del departamento de Inglés para ofrecer cursos distintos a los de Literatura Tradicional como Dickens y Faulkner e impartir asignaturas sobre medios de comunicación modernos como Twitter y Facebook. Contenta, se encontró con el Lobo Feroz en un restaurante chino del centro de la ciudad, donde tomaron platos demasiado picantes y bebieron a sorbos un suave té verde. Supuso que él tenía algún motivo para sacarla a comer —como muchos matrimonios de muchos años las muestras espontáneas de afecto eran cada vez más raras—, pero no le importó. Se deleitó con las bolas de masa hervida y con la salsa de miso.
La camarera se acercó y les preguntó si deseaban postre.
—Yo una copa de helado —repuso el Lobo Feroz. Miró a su mujer.
—No, nada de dulce. Tengo que vigilar el peso.
—Venga —dijo él con un tono burlón—. ¿Solo esta vez?
Ella sonrió. Él estiró el brazo y le cogió la mano. «Como adolescentes», pensó ella.
—Bueno —sonrió a la camarera—. Yo también tomaré una copa de helado.
—Dos copas de vainilla —pidió el Lobo Feroz—. Somos gente corriente.
Era una broma que la camarera no captó y los dos rieron juntos cuando ella se alejó para traer lo que le habían pedido.
No le soltó la mano, sino que se inclinó sobre la estrecha mesa hacia su esposa.
—Mañana o pasado —dijo con toda la imprecisión que pudo, pero esbozando una sonrisa—. Es probable que tenga un horario un poco extraño. Ya sabes, que tenga que levantarme temprano, regresar tarde y quizá me salte algunas comidas.
—Bueno —dijo ella con un movimiento de cabeza.
—No tienes que preocuparte.
—No estoy preocupada. ¿Es importante?
—Los últimos retazos de la investigación.
Ella sonrió.
—¿Los últimos capítulos?
No contestó, se limitó a esbozar una sonrisa más amplia, lo que ella tomó como un sí. No le importaba. «La creatividad no es un trabajo de nueve a cinco.» Le miró. En lo profundo de su ser, reverberaban muchas palabras, que retumbaban con dudas y miedos. ¿Va a matar? Con una sorprendente tranquilidad, cerró todas las puertas a estas palabras. No le importaba lo más mínimo lo que hiciese o dejase de hacer. «Solo es trabajo de documentación.» Lo que existiese en el pasado, lo que pudiese suceder en el futuro, quienquiera que hubiese sido en el pasado, quienquiera que pudiese ser en el futuro, todo esto no era nada comparado con el momento actual, agarrados de la mano en un restaurante chino barato.
«El amor no tiene nada de vainilla», pensó.
El Lobo Feroz dejó a su mujer en el colegio con un juguetón gesto de la mano mientras ella desaparecía en el edificio de administración. Pero a los pocos segundos su interés estaba en otra parte.
Le quedaban por comprar dos cosas más.
Ninguna de las dos cosas era especialmente difícil: un traje de caza térmico, de camuflaje, que podía adquirir en la misma tienda de deportes que, aunque él no lo sabía, era la que Pelirroja Dos había visitado el día anterior; una americana azul y unos pantalones grises baratos de la tienda de segunda mano del Ejército de Salvación. Para Pelirroja Uno tenía que camuflarse a la perfección en el bosque que había detrás de la casa. Para Pelirroja Tres, tenía que parecer un profesor o un padre de visita y para eso necesitaba americana y corbata —por si acaso alguien lo veía en el campus, cosa poco probable—. Estaba claro que no quería destacar: una barba postiza. Gafas. El pelo engominado peinado hacia atrás. La posibilidad de que alguien lo reconociese era casi nula y ¿quién daría crédito a la identificación que algún chaval de secundaria pudiese hacer de una persona a la que hubiese visto de lejos unos segundos? Y, además, podían pasar horas hasta que descubriesen el cuerpo de Pelirroja Tres. Pensó que precisamente esto era lo excepcional de los dos asesinatos gemelos que había planeado. En los dos sería casi invisible.
El Lobo Feroz repasó mentalmente la lista.
Ropa. «Hecho.»
Transporte. «Una matrícula robada ayudaría.»
Arma. «El cuchillo estaba tan afilado que parecía una cuchilla.»
Lo único que quedaba por hacer era sumirse en la concentración absoluta necesaria hasta que se acercase el momento de matar a las dos pelirrojas que quedaban. Al alejarse del colegio en el coche, saboreando lo que le depararía el día siguiente, imaginó que sería como recibir una llamada de un viejo y lejano amigo, muy querido e importante. Evocó los recuerdos de hacía quince años, de la misma forma en que una voz característica que se oía a través de los años seguía siendo íntima y familiar.
El párroco estaba en el despacho del sótano para trabajar en el sermón del próximo domingo, así que las tres pelirrojas se encontraron entre bancos delante de una inmensa estatua de Cristo crucificado, con la corona de espinas y la cabeza agachada por la cercanía de la muerte.
Se sentaron, incómodas, mientras Karen les pasaba el vídeo de la calle. Se movían en la superficie dura de la madera, intentando memorizar detalles, puntos de referencia. Les resultaba difícil concentrarse. Sabían que tenían que convertirse rápidamente en expertas en matar y, sin embargo, cuando deberían estar totalmente concentradas, las tres pelirrojas se encontraron con que sus mentes divagaban por direcciones imposibles sin ninguna utilidad, como si el darse cuenta de lo que pretendían hacer las obligara a estar mentalmente en otro lugar. Karen empezó a disculparse por la calidad del vídeo, pero se calló porque no confiaba en su voz. Todo resultaba muy desorganizado y planeado de modo vergonzoso para alguien que se enorgullecía de una cauta organización. Karen pensó que su lado loco y descontrolado encarnado en su personaje del club de la comedia se había encargado de preparar un asesinato, en lugar de su lado disciplinado de doctora. No sabía cómo lograr que el lado adecuado tomase la iniciativa. En cambio golpeó el teclado del ordenador y con un par de clics apareció la información de la inmobiliaria que había conseguido la noche anterior.
Cuando dejaron de aparecer imágenes, las tres pelirrojas se echaron hacia atrás, en silencio.
Sarah se inclinó hacia el suelo pulido donde apoyaban los pies y sacó las tres talegas de lona. Entregó una bolsa a cada una con los artículos que había comprado. Ella se quedó con la amarilla.
En una situación que exigía docenas de preguntas, permanecieron en silencio durante varios minutos. Si un transeúnte las viese, pensaría que estaban rezando juntas.
Jordan levantó una vez la mirada de la pantalla y la posó en las imágenes religiosas que las rodeaban. La estatua era de un marrón profundo, taraceada con vetas doradas pintadas en lo que debería haber sido sangre roja. El techo de la iglesia reflejaba los tonos azules, verdes y amarillos de las grandes vidrieras. Pensó que era un lugar inusual para planear un asesinato, pero entonces se encogió de hombros de forma involuntaria y pensó que cualquier lugar donde una adolescente mimada, alumna de un colegio privado, planease un asesinato, probablemente sería bastante inusual. Miró de reojo a Karen. «Es médico. Ha estado en contacto con la muerte —pensó—. Tiene que saber lo que está haciendo.» Entonces, dirigió la mirada a Sarah y tuvo un pensamiento parecido. «La muerte llamó a su puerta, de una forma completamente injusta. Tuvo que enfurecerla tanto que ahora está lista para matar.»
Jordan pensó que era la única de las tres pelirrojas que no había tenido ninguna relación con la muerte. No esperaba que su virginidad pasase de esa noche.
Dos de la mañana
Karen se deslizó con cautela por la puerta trasera de su casa e inmediatamente se tiró al suelo. Se arrastró hacia delante hasta salir de la pequeña zona entarimada, utilizando los muebles de exterior que había olvidado guardar antes de la llegada del invierno para ocultarse, y se deslizó en la tierra fría y húmeda. La casa, detrás de ella, estaba totalmente a oscuras y ella se agarró a las sombras como un escalador se agarra a la cuerda de seguridad. Se incorporó un poco y, encorvada, corrió hacia la parte delantera.
«Si está vigilando, ahí es donde estará.»
Comprendió que esto no tenía lógica. Si el Lobo la estaba vigilando, entonces quería decir que no estaría en el lugar al que ellas se dirigían y todo lo que hicieran esa noche no serviría absolutamente para nada o quizás algo todavía peor. No sabría decirlo. Pero cada trocito de locura que tenía en su interior había tomado el relevo, así que se ocultó de los ojos que, si habían de tener éxito, no la estarían observando.
Se lanzó detrás del volante de su coche, mientras tiraba al asiento de detrás la talega azul. Buscó a tientas las llaves antes de encender el contacto y después utilizó la tenue luz de la luna para salir del camino de su casa sin encender los faros. Como antes, sabía que era una tontería.
Karen se detuvo antes de incorporarse a la carretera. Se dijo «cinco minutos». Si veía otro coche en ese periodo de tiempo, pensaría que era el Lobo.
Se preguntó: «.Es eso lo que haría un asesino?»
Temblaba, respiró hondo varias veces para intentar tranquilizarse. «Lees libro; Ves la televisión. Vas al cine. Piensa en todas las veces que has visto a buenos y a malos llevar a cabo un plan asesino o una intriga en alguna situación ficticia. Haz lo mismo que hacen ellos. Solo que esta vez es real.»
Sabía que se trataba de un consejo ridículo.
«Puede que hayas visto millones de asesinatos de ficción —se dijo—. Pero todos esos asesinatos juntos no te indican lo que has de hacer.»
Puso una marcha, miraba continuamente por un retrovisor u otro, y condujo con rapidez pasando por las calles solitarias cercanas a su casa. Tuvo que hacer una parada crítica antes de recoger a las otras: su consulta.
Jordan no había dormido.
Poco después de la una de la mañana, después de yacer inmóvil mirando el techo de su habitación, se había levantado y se había vestido. Las mallas negras iban debajo de los vaqueros. Se puso la sudadera negra. Metió el móvil y el cuchillo en la talega verde y se puso el pasamontañas negro en la cabeza. Cogió las zapatillas de correr nuevas que Sarah había comprado y se las dejó arriba de todo, para poder cogerlas en cuanto estuviese fuera. Deslizó los pies en las zapatillas de ballet.
Se puso de pie y se dio la vuelta lentamente. La ropa que llevaba ni siquiera hizo ruido.
Jordan miró a su alrededor en un intento de recordar todo lo que era importante. La única luz en la habitación era la que venía de una farola de la calle que estaba debajo de su ventana y que otorgaba un resplandor amarillo a algunos rincones. Parecía que preparaba la maleta para irse de vacaciones; le preocupaba olvidarse algo importante. Salvo que en esta ocasión lo que temía olvidar no era un bañador o el pasaporte.
El simple hecho de vestirse para asesinar le producía un torrente de paroxismos de miedo en su interior. Contraía las manos y respiraba con rapidez. Tenía la garganta seca y le daba la sensación de que tenía un tic en el párpado derecho.
Se preguntaba adónde habían ido a parar todas sus bravuconadas, su seguridad y su fanfarronería. Le parecía que había sido tan categórica con la idea de asesinar al Lobo Feroz hacía mil años y en un país totalmente diferente. Ahora, cuando tal vez tenía un nombre, una dirección y de pronto se había convertido en algo más que una difusa amenaza, su seguridad se evaporaba. Se sentía como una niña pequeña que tiene miedo a la oscuridad. Tenía ganas de llorar.
Una inmensa parte de su ser intentaba persuadirla de que sería más inteligente quitarse la indumentaria de matar y esconderse bajo la colcha de su cama y esperar pacientemente a que el Lobo viniese a por ella. Venció este deseo, recordándose que las otras dos pelirrojas contaban con ella.
Aunque la idea de que esta noche podía ser de ayuda se desvanecía rápidamente en su interior, sustituida solo por la ansiedad y la duda.
Jordan se dirigió a la puerta pensando que esta podría ser la última noche de su vida tal como había sido hasta entonces. Se trataba de una de las sensaciones más agobiantes que había experimentado jamás: era como si durante todo el tiempo que el Lobo la había seguido se hubiese acostumbrado a un miedo determinado y esta noche prometía sustituirlo por uno totalmente distinto pero igualmente difícil de manejar. Quería gritar. Pero en lugar de gritar escuchó detenidamente para asegurarse de que ninguna de las chicas del dormitorio estaba despierta o estudiando o que se hubiese levantado para ir al baño.
En algún momento todos los alumnos del colegio habían salido a hurtadillas del dormitorio a deshoras, desacatando normas estrictas y arriesgándose a ser expulsados. «Nadie —pensó— ha hecho jamás esto por la razón que yo lo tengo que hacer.» Nada de una cita nocturna con un chico. Ni una juerga nocturna de drogas y alcohol. Nada de novatadas sádicas a los alumnos de primero. Esto era algo distinto.
El silencio y el sigilo que empleó eran los mismos. Pero las similitudes acababan ahí.
Apoyó la mano en la manilla de la puerta y pensó que la abría y que una nueva Jordan daría el paso al exterior, a un mundo completamente diferente. La vieja Jordan se quedaría allí para siempre.
Salió de la habitación con cuidado. Las zapatillas amortiguaban sus pasos y caminaba con suavidad, temerosa de que los viejos tablones del suelo rechinasen y crujiesen de forma reveladora.