En la actualidad, nuestro ejército es demasiado «sofisticado» para creer en estos mitos. Qué pena. Era verdad en el pasado. Es verdad hoy.
«El asesino moderno es como un guerrero antiguo. Cada éxito le hace más fuerte. Puede que no tenga que comerse el cerebro o el corazón o que no tenga que hacer un bocadillo con los genitales de su víctima vencida. Pero consigue el mismo efecto sin la cena.»
El Lobo Feroz se levantó de su escritorio, retiró la silla y dio puñetazos al aire como si boxease con su sombra. Se agachó y cogió el montón de páginas impresas de la caja donde las guardaba y las abrió en abanico en el aire como si con el pulgar fuese capaz de medir con exactitud el número de páginas. Estaba convencido de que los últimos capítulos en los que describía las diferentes maneras en que aterrorizaba a cada una de las Pelirrojas iba a fascinar a los lectores. Sabía instintivamente que cualquiera que leyese esas páginas compartiría su propia fascinación. Entendía que la obsesión de los lectores por él copiaría su obsesión con cada una de las Pelirrojas.
«Querrán saber cómo mueren las Pelirrojas, tanto como yo deseo matarlas. Querrán estar de pie a mi lado y experimentar el momento exactamente igual que yo.»
Asesinar le haría rico. «En más de un sentido», pensó.
Sentía la energía que le recorría el cuerpo. Si el día no hubiese sido triste y lluvioso, probablemente habría rescatado unas zapatillas de deporte viejas y ropa deportiva y habría salido a correr. Hacía muchos años que no hacía ejercicio de verdad, pero sentía cómo le invadía la necesidad de hacerlo. Entonces se rio a carcajadas.
—Eso no es lo que sientes —dijo en voz alta.
«Es la cercanía», se dijo. Estaba tan cerca de lograr tanto.
Por un instante, ya no se sintió viejo. Ya no se sintió ignorado.
Sintió una fuerza desbocada.
El Lobo Feroz consultó su reloj. Su esposa regresaría pronto a casa. La rutina de la cena seguida de la rutina de la televisión y después la rutina de la cama.
Hizo un cálculo mental rápido. «El tiempo justo para pasarme un momento por delante en coche —pensó—. Pero ¿a quién debería ir a ver?» Pelirroja Tres no era una buena elección; no quería cruzarse accidentalmente con su mujer en el camino a casa desde el colegio; querría saber por qué iba en la dirección contraria al final del día. Pelirroja Uno probablemente estuviera todavía en la consulta visitando pacientes. Normalmente trabajaba hasta tarde varios días a la semana y ese era uno de ellos. «Es demasiado dedicada, incluso cuando está a punto de morir.» No quería esperar en el exterior del edificio de la consulta médica hasta conseguir verla fugazmente cuando se dirigiese a su coche.
El Lobo Feroz sonrió. «Tendrá que ser Pelirroja Dos.»
Sabía que era la que menos habilidad tenía para moverse. Estaba atada a su casa por sentimientos incontrolados.
«Pobrecilla —pensó—. Seguro que dará la bienvenida a la muerte incluso más que las otras.»
Apagó el ordenador y se fue a buscar su chaqueta.
«De hecho, cuando tengamos nuestra reunión especial, probablemente me dará las gracias», se dijo.
Era hora de dejar el despacho pues la jornada laboral se acercaba con rapidez a su fin, pero la señora de Lobo Feroz se entretuvo. Había aprendido mucho y poco. Había acumulado datos que no hacían más que crear más ficción. Le embargaban las dudas y la incertidumbre y tenía el estómago cerrado por la confusión.
«Si pudiese lograr un poco de claridad —pensó. Solo quería entender algo de forma sencilla y clara—. Es un asesino, o quizá no es un asesino. No es más que un escritor que roba detalles de la vida real. Como cualquier otro escritor.»
Levantó la mirada hacia el reloj de pared como si el tiempo pudiese darle algún tipo de fundamento concreto.
Después alargó la mano y cogió el teléfono. Había escrito un nombre que había encontrado en un artículo de prensa y lo había emparejado con un número que había conseguido con facilidad en Internet. Los dedos le temblaron un poco al marcar el número.
—Comisaría de policía —contestó una voz seca.
—Sí. Buenas tardes. Estoy intentando hablar con el agente Martin Young —repuso la señora de Lobo Feroz con rapidez.
—¿Es una emergencia?
—No. Se trata de un antiguo caso suyo.
—¿Tiene alguna información para él?
—Exactamente.
Esta afirmación era mentira. Ella necesitaba información.
—El agente Young regresará en una hora. Esta semana hace el turno de noche. ¿Quiere que lo llame ahora?
—¿Tiene línea directa?
—Le daré el número. Yo esperaría como mínimo cuarenta y cinco minutos.
La señora de Lobo Feroz anotó el número y empezó a esperar.
Siguió mirando el reloj. Siempre había pensado que cuando alguien miraba fijamente cómo el segundero daba la vuelta a la esfera del reloj parecía que el tiempo se hacía más largo y corría con más lentitud. Para su sorpresa, era lo contrario. La imaginación se le llenó de pensamientos retorcidos y de escenas inquietantes. Los minutos transcurrieron con rapidez hasta que le pareció que podía llamar al agente Young. Marcó su extensión.
Respondió una voz seca y diferente.
—Agente Martin Young al habla.
—Buenas tardes —saludó la señora de Lobo Feroz—. Me llamo Jones —mintió—. Soy profesora en un colegio privado de Nueva Inglaterra. —Al menos esto era un poco más cierto.
—¿En qué puedo ayudarla?
La señora de Lobo Feroz respiró y prosiguió con la historia que había decidido explicar. Se trataba de una mentira razonable, creía, de una mentira que el policía se tragaría enseguida.
—Tenemos una alumna de último curso que cursa una asignatura sobre temas de actualidad y ha hecho un trabajo sobre un crimen que ocurrió en su ciudad hace unos años. En el trabajo menciona su nombre. Solo quería asegurarme antes de puntuarle el trabajo que los datos son exactos.
—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó el agente.
—Bueno —la señora de Lobo Feroz prosiguió con la mentira—, la tarea consistía en escribir sobre un crimen. O bien algo que hubiesen leído o que hubiesen oído comentar en su familia o que recordasen de cuando eran niños. El objetivo es que describan algo que recuerdan y después lo contrasten con las noticias.
—Parece un trabajo bastante raro.
La señora de Lobo Feroz fingió una risa.
—Bueno, ya sabe cómo son los jóvenes de hoy en día, nos esforzamos mucho en hacer exámenes y ponerles trabajos que no puedan plagiar en Internet o comprarlos en algún servicio de redacción de trabajos escritos. ¿Tiene hijos, agente?
—Sí, pero ya están en la universidad. Y tiene razón. Seguramente en este instante están comprando con una de mis tarjetas de crédito el trabajo que tienen que presentar mañana.
—Bueno, entonces ya sabe a lo que me refiero.
El detective medio resopló y medio rio para mostrar su acuerdo.
—Bien, ¿de qué caso se trata? —preguntó.
La señora de Lobo Feroz se estremeció mientras leía un nombre en la hoja de cálculo.
El agente emitió un largo suspiro.
—Ah, sí, uno de mis fracasos más frustrantes —reconoció—.
Eso nunca se olvida. ¿Y dice que su alumna ha escrito sobre ese caso? No podía ser más que un bebé cuando sucedió.
—Parece ser que ocurrió cerca de donde ella vivía y su familia había comentado el caso cuando ella era niña. Le impresionó mucho.
—No me sorprende. Desaparece una alumna de trece años cuando regresa a casa del colegio. Sucede, pero generalmente en otro lugar, no sé si me entiende. Esto no es una gran ciudad. En fin, todo el mundo en el barrio estaba aterrorizado. Los vecinos formaron patrullas de vigilancia. Los padres acompañaban a los niños a los colegios y los iban a buscar. Se celebraron reuniones en todos los centros cívicos, ya sabe, reuniones informales del tipo «qué podemos hacer». El problema fue que todos los agentes, incluido yo, estábamos bastante bloqueados porque no había ni testigos ni cuerpo. Como es normal, cuando tres años después un cazador encontró los huesos en el bosque, de nuevo el miedo se apoderó de la gente.
—¿Algún sospechoso? —preguntó, intentando dominar la voz.
—Un nombre aquí. Otro allá. Investigamos bien a todas las personas que conocían el camino de la joven hasta su casa. Pero nunca tuvimos caso.
—¿Y ahora?
—Ahora ya es historia.
La señora de Lobo Feroz se estremeció mientras colgaba el auricular. Intentó tomar unas notas, pero le resultaba difícil porque la mano le temblaba sin control, pues todo lo que el agente le había explicado le había dado todavía más miedo, aunque no sabría decir por qué.
El Lobo Feroz pasó con el coche lentamente por delante de la casa, mirando furtivamente las ventanas, con la esperanza de lograr vislumbrar un instante a Pelirroja Dos. No hubo suerte. Aceleró y dio la vuelta a la manzana.
«Solo una vez más —se dijo—. Puede que tengas suerte.» Sabía que debía ser disciplinado. Un coche que pasa más de dos veces por el mismo lugar seguro que llamaba la atención. Dos veces era el límite. De esta manera parecía un conductor que se había pasado la dirección que buscaba en esa calle y recorría una segunda vez el mismo camino. Más de eso podría resultar sospechoso. Sonrió, pasando por segunda vez con el coche por la calle de Pelirroja Dos. Notaba cómo le aumentaba la frecuencia cardiaca y le sudaban las axilas. Le apetecía reírse a carcajadas. «Como un desdichado adolescente enamorado», se dijo, conduciendo con lentitud a propósito, mirando las ventanas oscuras.
Pelirroja Dos estaba sentada a la mesa de la cocina. Tenía delante de ella un papel de carta con flores rosas y sujetaba con fuerza un rotulador. La noche se colaba en la casa, pero ella no se levantó a encender las luces, prefirió seguir trabajando en la penumbra.
Sarah escogía con cuidado cada palabra que escribía sobre el papel.
«Cuando escribes por última vez haz que cada palabra cuente.»
La hoja se llenó lentamente. Palabras tristes sobre su marido. Palabras atormentadas sobre su hija. Palabras angustiadas sobre su pérdida.
No obstante, se guardó todas las palabras cargadas de ira sobre el hombre que quería matarla, pero a quien pretendía engañar.
Pelirroja Uno sujetaba en las manos una lista muy breve.
«Haz esto. Después haz lo otro.»
Karen no tenía la más mínima confianza en que lo que había planeado pudiese funcionar y a la vez tenía una confianza total en que todo funcionaría. Oscilaba entre dudas y creencias contradictorias como si fuese una bala perdida que se desvía al rebotar en una superficie de acero reluciente.
Estaba sentada al volante de un coche de alquiler, un Chevrolet de cuatro puertas de un gris indefinido que su enfermera, por encargo de ella, había alquilado esa mañana. Había intercambiado las llaves con la enfermera, antes de pedirle que le hiciese un recado imaginario con su coche.
La joven se había sorprendido un poco, especialmente cuando Karen le puso su abrigo y un gorro de lana sobre el cabello rubio. Karen pensó que había tenido suerte; las enfermeras estaban acostumbradas a seguir a regañadientes las instrucciones de los médicos, por muy locas, tontas o misteriosas que estas fuesen. Parece que su enfermera se había quedado conforme con la críptica explicación: «Creo que el tío con el que he cortado me sigue y quiero evitar un enfrentamiento desagradable.» La enfermera tenía mucha experiencia con una lista interminable de malos novios, así que para ella todo esto parecía tener sentido, aunque fuese de una manera un tanto extraña. Se había marchado de buen grado en el coche de Karen en la dirección contraria —para así dejar que la doctora saliese de la consulta sin ser vista, o eso se imaginaba ella—. Karen era consciente de que en algún momento en los últimos días había llegado a pensar que el Lobo Feroz siempre la vigilaba, daba igual el lugar o la hora. Había otorgado al Lobo Feroz capacidades sobrehumanas. El no necesitaba ni dormir ni comer ni beber. Se podía tornar invisible o elevarse en el cielo como un halcón a la caza de su presa. Podía seguir su rastro como el lobo que era, al percibir su olor en la brisa más ligera.
Pero esta tarde esperaba que siguiese a la persona equivocada.
Miró al exterior, al mundo que la rodeaba, a través de los cristales empañados de las ventanas.
«Estás sola», se dijo para tranquilizarse.
El coche de alquiler estaba aparcado en una calle oscura y desierta, no muy lejos de unos almacenes decrépitos que en su día albergaron fábricas textiles e industrias manufactureras, pero ahora tenían las ventanas cubiertas de tablas, estaban cercados con verjas de tela metálica y sobre la entrada se extendían alambradas oxidadas. Muestras de
graffiti
deslucían las paredes. Hacía casi media hora que había pasado algún vehículo por su lado y nadie había deambulado por la acera agrietada y desgastada. Era una zona de la ciudad abandonada, triste y solitaria, desasosegante con la creciente oscuridad. Parecía un plato de Hollywood para una escena de asesinato; las paredes descoloridas de ladrillo rojo de los edificios adyacentes estaban manchadas de mugre y la lluvia fría caía sin clemencia sobre el macadán negro. La farola de luz amarilla poco servía para disipar la creciente oscuridad. Karen estaba aparcada en un lugar que clamaba vacuidad y decrepitud, como si alguna enfermedad le hubiese quitado toda la vida. Era el tipo de lugar donde nada bueno parecía posible.
Sin embargo, era el mejor lugar para lo que debía hacer.
Miró el reloj. Por un instante, le invadió una tristeza informe. No formó en su mente las palabras «sucede ahora», pero podía sentir que el pulso se le aceleraba.
Sarah aparcó el coche en una parada de autobús donde estaba prohibido estacionar y se aseguró de que bloqueaba de forma ilegal el espacio con toda tranquilidad.
Durante un instante cerró los ojos. Le daba miedo mirar por la ventanilla el lugar al que había llegado. Era la primera y única vez que se había acercado al cruce de calles que había destrozado su vida de forma tan repentina.
Sin embargo, no había duda de que era el único lugar para dejar lo que pretendía dejar atrás. La ubicación sería tan elocuente como cualquier mensaje final que pudiese escribir.
Con rapidez, con la cabeza gacha y dando la espalda a la intersección, se deslizó por detrás del volante y se dirigió más allá de la estructura de plexiglás donde la gente esperaba la llegada del autobús cuando hacía mal tiempo. Como esperaba, estaba vacía.