Un final perfecto (13 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Un final perfecto
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Respiraba de forma entrecortada. Notaba las manos húmedas y frías en contacto con la porcelana del lavamanos. Era consciente de que apretaba cada vez con menos fuerza y se sintió mareada. «Debe de ser el alcohol y todas las drogas que he tomado», se dijo, intentando convencerse de una falsedad cuando sabía que la verdad era que tenía miedo.

Notó que perdía el equilibrio, como si lo que la mantenía erguida se le escapara como la sangre que brota de una herida.

Lanzó una mirada a la hoja de papel. Tenía ganas de arrugarlo, arrojarlo al inodoro y tirar de la cadena para que desapareciera como un desecho cualquiera. Pero por fuerte que fuera aquel deseo, sabía que no lo haría.

Por lo menos, no hasta que viera lo que el lobo quería que viera.

No tenía ganas de verlo. No quería saber de qué se trataba. Pero, al mismo tiempo, sabía que tenía que hacerlo.

Tomó la carta entre las manos y entonces, presa de unas náuseas incontenibles, se volvió hacia el inodoro y vomitó con fuerza.

Al comienzo Jordan Ellis se acurrucó en la cama como si le hubiera sobrevenido una enfermedad repentina, carta en mano. Permaneció en la misma postura durante casi un cuarto de hora. No miró el mensaje una segunda vez, sino que se quedó con la vista fija en el escritorio y el portátil abierto encima.

Tuvo que hacer un gran acopio de fuerza interior para apartar las piernas del colchón y bajarlas al suelo. Le costó el mismo esfuerzo levantarse y acercarse al ordenador. Por último, mientras se dejaba caer en la silla de escritorio de respaldo rígido, le costó un tercer esfuerzo incluso mayor que los dos primeros situar las manos por encima del teclado y teclear las primeras letras de la dirección web que el LF le había enviado.

Cada letra, número o barra invertida que tecleaba era como una aguja que le presionaba la carne. Cuando hubo tecleado la dirección completa, vaciló antes de pulsar la tecla de retorno, que la enviaría por medios electrónicos al mundo que el lobo quería.

Jordan hizo una pausa. Intentó imaginar qué suponía tanto para ella como para él pulsar esa última tecla. Se preguntó si se estaba haciendo o no un flaco favor. Pensó que se internaba en un terreno cenagoso en el que se jugaba un juego mortífero, pero sin que le hubieran informado de las reglas y sin disponer del material adecuado, por lo que estaba incapacitada desde un buen comienzo y ganar no solo era poco probable sino imposible.

«Puedo jugar —pensó, intentando hacer acopio de una especie de confianza fingida—. Puedo participar en cualquier juego. Mejor de lo que él se piensa.»

De todos modos, vaciló. Se mordió el labio inferior hasta que casi le dolió y entonces se dijo: «A tomar por culo» y pulsó la tecla de retorno con tal determinación que se sorprendió.

El logotipo y la página web reconocible de YouTube apareció en pantalla. En la imagen fija que tenía delante lo único que veía era un primer plano de un árbol yermo, con las ramas desnudas con un cielo nublado al fondo.

No tenía ni idea de qué era y una serie de pensamientos confusos del tipo «qué coño» se agolparon en su cabeza.

Movió el cursor hasta la flecha de reproducción y pulsó la tecla de retorno.

En el recuadro centrado de la pantalla aparecieron imágenes.

Se inclinó hacia delante para observarlas con detenimiento.

Al comienzo, la cámara —sujeta de forma inestable y poco profesional— temblaba un poco al enfocar un árbol. Luego se balanceaba rápidamente y Jordan comprendió que se trataba de un bosque. Vio las hojas que se acumulaban en el suelo, troncos de árbol oscuros que se fusionaban en una maraña, arbustos y troncos caídos. Pero la cámara parecía ligera, casi relajada mientras recorría los bosques oscuros. Unos rayos de luz mortecina interrumpían la escena de vez en cuando. A Jordan le pareció que las imágenes se habían rodado cerca del término de un día gris.

Observó, fascinada. El punto de vista sugería que quienquiera que estuviera detrás de la cámara no tenía problemas para seguir un sendero marcado.

Pero no reconocía nada. Las imágenes podían haberse captado en cualquier sitio.

De repente, la cámara se paró. Apareció un gran destello de luz que ocultó la vista y Jordan se echó hacia atrás con brusquedad, como si la imagen la hubiera abofeteado.

En un momento dado aparecieron imágenes granulosas, desenfocadas, difíciles de identificar, y entonces Jordan se dio cuenta de que estaba viendo una imagen a lo lejos de una persona que caminaba a última hora de la tarde.

Vio su pelo rojizo.

Vio los senderos del colegio.

Se vio. Sola.

Tuvo la impresión de estar a punto de echarse a gritar. Pero abrió la boca por completo y no profirió ningún sonido.

La imagen de la cámara se demoró durante unos instantes mientras se veía a ella misma desapareciendo en la residencia. Vio cómo la puerta delantera se cerraba detrás de ella.

Entonces la pantalla se quedó en negro.

11

Karen intentó adoptar un tono despreocupado, desafecto al teléfono. Había marcado el número de la tienda Apple de un centro comercial situado a unos cuarenta kilómetros y le habían pasado con un joven de su «Genius Bar», que le había dicho que se llamaba Kyle.

—Tengo una duda de informática —dijo Karen, siendo lo más escueta posible.

—Vale. Dime —repuso Kyle, sin señalar lo obvio, pues no había otros motivos para llamar a la tienda.

Al fondo se oían respuestas de otros «genios» de Apple con su característica camiseta azul que hablaban sobre bits y bytes, descargas y memoria.

—¿Se puede subir algo a YouTube de forma anónima? Estamos preparando algo especial para el cumpleaños de mi marido, y los niños y yo queríamos hacer un vídeo sorpresa, está de servicio en el extranjero, ¿sabes?, y parte de la sorpresa consiste en que no pueda rastrear el origen, porque no queremos desvelar la segunda sorpresa que hemos pensado para cuando vuelva a casa…

Entonces se calló. Era consciente de que no tenía ningún sentido y era una mentira flagrante, pero imaginó que bastaba para que Kyle
el Genio
le proporcionara la información que necesitaba.

—Ah, claro. ¿Subirlo de forma anónima? Ningún problema. No cuesta mucho, la verdad —dijo.

—¿Totalmente imposible de rastrear?

—Sí —respondió.

—Y si quisiera saber quién lo ha subido, ¿cómo lo haría?

—Fácil de subir. Difícil de rastrear —se limitó a decir Kyle.

—¿Puedes explicármelo un poco más? —pidió Karen. Esperaba que su voz no destilara la tensión que sentía en su interior.

—Bueno, en realidad son dos preguntas distintas —repuso—. Primero es subir un vídeo de forma anónima. No es demasiado difícil. Basta con llevar el portátil a cualquier servidor público, como una cafetería o la biblioteca. Luego se crea una cuenta
proxy
en un sitio web como TOR, que te da un programa que garantiza el anonimato. Para cuando subes un vídeo a YouTube, estás utilizando un servidor que no puede relacionarse contigo y un sitio que esconde toda la información informática relevante, por lo que aunque uno fuera a ese lugar, acabaría chocando contra un muro.

—Pues parece mucho trabajo.

—No tanto. Basta con ir a algún local, tomarse un café a precio de oro y hacer unos cuantos clics discretos. Yo diría que se trata de un inconveniente relativamente pequeño a cambio de un secretismo total.

Daba la impresión de que Kyle estaba aburrido con la pregunta.

—Pero la policía…

—Nada —le interrumpió de inmediato, con renovado entusiasmo—, no pueden hacer nada. Chocarían contra los mismos muros electrónicos. Y, suponiendo que el servidor público de la biblioteca o cafetería no tenga cámaras de seguridad, pues… ya está. El vídeo ya está subido, te borras del TOR o lo que sea, nadie nota nada y desapareces.

El Lobo Feroz sabría lo de las cámaras de seguridad, pensó Karen. Era imprescindible. Sabría de ordenadores. Sabría de sitios web que crean el anonimato. De repente imaginó que sabría de «todo» aunque eso fuera imposible.

—Y rastrear a la persona…

—¿Se refiere a si alguien subiera algo de forma anónima a la que quisiera rastrear? ¿Como si alguien le hiciera a usted lo que quiere hacerle a su marido?

La pregunta de Kyle tenía cierto tono burlón, como si comprendiera que realmente no hablaba de su marido, pero estaba dispuesto a seguirle el rollo.

Eso era lo que Karen quería saber en realidad. Notó que se le encogían las vísceras, como si la abrazaran con fuerza. Notó el sudor en las axilas y se recordó que debía mantener la voz despreocupada y alegre, aunque le resultara prácticamente imposible.

Por lo que parecía, Kyle era joven, probablemente de veintipocos años, pensó, pero con respecto a los conocimientos informáticos, era mucho mayor que ella.

—Exacto —dijo.

—Creo que por ley a YouTube se le exige que guarde el máximo de información posible en caso de que la policía entre en escena, o algún abogado con una citación. Están muy sensibilizados con el tema del acoso y la intimidación por Internet por culpa de todos los casos que han aflorado por todas partes como setas. Reciben muy mala prensa cuando algún imbécil de instituto sube algo para humillar o intimidar a un ex novio o novia. Con Facebook pasa lo mismo. Pero van a encontrarse con el mismo problema cuando intenten averiguar algo. De todos modos, no sé cómo funciona el ejército o la CIA. Los espías. Cuentan con mecanismos de alto secreto para rastrear a los malhechores como en Irak. Pero por cada experto del FBI, hay docenas o millones de profesionales informáticos que trabajan para saltarse las normas. Y los tíos que no trabajan para el gobierno son mucho más habilidosos.

Karen no sabía qué más preguntar, pero Kyle continuó amablemente y se iba emocionando por momentos.

—Es como lo que se ve en el cine y en la tele —dijo Kyle—. Ya s abe que siempre hay una escena en la que o los buenos o los malos piratean esto o aquello y encuentran información que te caga.s sobre otro tío o un complot o algo por el estilo que está flotando por el ciberespacio y todo parece cobrar sentido y nos lo tragamos.

—¿Sí? —preguntó Karen. Nada de lo que le contaba Kyle servía p>ara tranquilizarla sino que se sentía mareada.

—Pues es porque normalmente tiene sentido.

—Gracias, Kyle —dijo Karen—. A lo mejor tengo que llamarte otra vez.

—Cuando quiera, doctora —dijo antes de colgar.

Tardó unos instantes en caer en la cuenta de que no se había identificado. Y tampoco le había dicho su profesión a Kyle. Identificación de llamada en el teléfono, supuso. Se quedó mirando el auricular negro que sostenía en las manos durante unos instantes. «¿Qué otra información le proporcionaba?» Teléfono fijo, teléfono móvil, teléfono de la consulta. ¿Adonde había ido a parar su intimidad? Estaba asustada.

Entonces se volvió hacia la pantalla del ordenador. Se asustó todavía más.

A Sarah se le habían secado las lágrimas.

Imaginó que era inevitable; se sentía como si hubiera caído de bruces en un cuarto oscuro y supiera que en algún punto del suelo había una trampilla por la que caería en una especie de olvido interminable. Daba igual que caminara con cuidado porque la puerta se abría a sus pies y no había forma de evitarla.

Durante unos instantes se quedó mirando la pantalla del ordenador, contemplando el vídeo de YouTube cuyo enlace había recibido y visto por tercera o cuarta vez. Quizás habían sido cinco. Había perdido la cuenta.

De repente alargó la mano y cogió el revólver de su esposo de la mesa que tenía al lado. Antes de comprender en su totalidad lo que estaba haciendo, quitó el seguro, se levantó de la silla y fue a trompicones por la casa hasta llegar a la puerta delantera. Sin vacilaciones, abrió la puerta de golpe y salió al porche, balanceando el revólver a derecha e izquierda, bajando la mirada hacia el cañón, con el dedo en el gatillo, preparada para disparar de inmediato.

«¡Venga ya! ¡Maldita sea! ¡Venga! ¡Estoy preparada para ti!»

Tuvo la impresión de estar gritando, pero entonces comprendió que las palabras solo estaban en su cabeza, y que tenía los dientes apretados, tan apretados que le empezaba a doler la mandíbula.

Giró hacia la derecha una segunda vez y entonces repitió el movimiento hacia la izquierda, cual peonza que gira encima de una mesa.

Al final bajó el arma y volvió a poner el seguro. Sarah expiró lentamente, inhaló el aire fresco y se preguntó si había contenido la respiración durante segundos, tal vez un minuto o quizás el día entero hasta ese preciso instante, aunque fuera imposible.

De repente el revólver le pareció pesado y le rebotó en la cadera.

A Sarah le entraron ganas de reír.

Nadie a la vista. Nadie caminaba arriba o abajo en la calle de delante de casa. No pasaba ningún coche lento. No veía una sola alma.

Qué afortunados eran, pensó. Todos los vecinos que ya no se interesaban por ella. Todos los desconocidos que podían haber pasado por delante de su casa por casualidad en ese momento.

Todos tenían la suerte de estar vivos.

Se dijo que habría sido capaz de levantar el arma, apretar el gatillo y matar a cualquiera. Le habría dado igual que hubiera sido el Lobo Feroz o no. Había empezado a pensar que todo el mundo era el Lobo Feroz.

Suspiró y volvió a entrar. Sarah tenía la impresión de que los vecinos se habían olvidado totalmente de ella. Nadie quería contagiarse del virus de la desesperación que ella portaba. Así pues, nadie reconocía su existencia. Ya no.

«Puedo estar desnuda junto a la ventana. Podría ir desnuda por la calle con el revólver en la mano. Podría bailar desnuda en medio de la carretera disparando a lo que me dé la gana y nadie me prestaría la más mínima atención —se dijo—. Me he vuelto invisible.»

Se sentía tentada de probarlo. Pero entró en la casa, cerró la puerta detrás de ella y dispuso de nuevo el sistema de alarma casero compuesto de latas y botellas antes de volver a situarse frente al ordenador.

Un segundo pensamiento se abrió paso en su cabeza.

«Soy invisible para todo el mundo salvo para una persona.»

Notó que empezaba a respirar de forma entrecortada y atormentada.

Sarah pulsó la flecha de reproducción con el cañón del revólver y se dispuso a mirar por tercera vez lo que había recibido.

Pero mientras miraba, alzó el arma y apuntó a las imágenes que tenía delante.

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