Authors: Ira Levin
—Ahora estamos frenando —dijo la voz—. Disfruten de su visita. —Y el elevador se detuvo con una ligera sacudida acolchada, luego la puerta se abrió deslizándose hacia ambos lados.
Había otro vestíbulo, más pequeño que el de la entrada al nivel del suelo, otro miembro sonriente vestido de azul pálido, y otra cola, ésta de a dos, hasta las dobles puertas que se abrían a un pasillo tenuemente iluminado.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Chip, y Papá Jan señaló:
—No es necesario que permanezcamos juntos.
Se habían visto separados de los padres de Chip y de Paz, que estaban un poco más adelante en la cola y les miraban interrogadores...; los padres de Chip, porque Paz era aún demasiado pequeña para que su cabeza asomara entre las demás. El miembro que estaba delante de Chip se volvió y les ofreció que le adelantaran.
—No, está bien —dijo Papá Jan—. Gracias, hermano. —Agitó una mano hacia los padres de Chip y sonrió, y Chip hizo lo mismo. Los padres de Chip les devolvieron la sonrisa, luego se dieron la vuelta y siguieron adelante.
Papá Jan miró a su alrededor, con sus saltones ojos brillantes, mientras su boca conservaba la sonrisa. Las aletas de su nariz se dilataban y contraían con su respiración.
—Bueno, finalmente podrás ver UniComp. ¿Excitado?
—Sí, mucho —dijo Chip.
Avanzaron con la cola.
—No te lo reprocho —dijo Papá Jan—. ¡Es maravilloso! Es una experiencia que se produce sólo una vez en la vida, ver la máquina que te clasificará y te asignará todos tus trabajos, que decidirá dónde vivirás y si te casarás o no con la chica con que quieras casarte; y, si lo haces, si tendrás hijos o no, y cuántos, y cómo se llamarán si los tienes... Claro que estás excitado; ¿quién no lo estaría?
Chip, turbado, miró a Papá Jan, que, aún sonriendo, le dio una palmada en el hombro cuando llegó su turno de entrar en el pasillo.
—¡Míralo bien! —dijo—. ¡Contempla los
displays,
contempla Uni, contémplalo todo! ¡Ahí lo tienes ante tus ojos, míralo!
Había una hilera de auriculares, igual que en un museo; Chip tomó uno y se lo puso. La extraña actitud de Papá Jan lo ponía nervioso, y lamentaba no estar un poco más adelante, con sus padres y Paz. Papá Jan se puso también un auricular.
—Me pregunto qué nuevos hechos interesantes vamos a oír —dijo, y se echó a reír. Chip desvió la mirada de él.
Su nerviosismo y su sensación de inquietud desaparecieron cuando contempló la pared que resplandecía con un millar de parpadeantes miniluces. La misma voz del ascensor habló en su oído y le dijo, mientras las luces se lo mostraban, cómo UniComp recibía de su red de enlaces en todo el mundo los impulsos de microondas de todos los innumerables escáners, telecomps y dispositivos telecontrolados; cómo evaluaba esos impulsos y enviaba otros en respuesta a la red de enlaces y las fuentes de interrogación.
Sí, estaba excitado. ¿Había algo más rápido, más inteligente, más universal que Uni?
El siguiente panel de pared mostraba cómo trabajaban los bancos de memoria; un haz de luz parpadeaba sobre un cuadrado entrecruzado de metal, haciendo que partes de él resplandecieran y otras quedaran en la oscuridad. La voz habló de haces de electrones y parrillas superconductoras, de áreas cargadas y no cargadas que se convertían en portadoras de síes o noes de diferentes bits de información. Cuando era planteada una cuestión a UniComp, dijo la voz, éste analizaba los bits relevantes...
No lo comprendió, pero eso aún lo hizo más maravilloso: ¡Uni sabía todo lo que tenía que saber, y lo sabía de una forma tan mágica, tan incomprensible!
Y el siguiente panel era de cristal, no una pared, y allí estaba: UniComp. Dos hileras gemelas de moles de metal de diferentes colores, como las unidades de tratamiento, sólo que más bajas y pequeñas, algunas rosas, otras pardas, otras naranjas; y, entre ellas, en la amplia habitación iluminada por una luz rosa suave, diez o doce miembros vestidos con monos azul pálido, que sonreían y charlaban entre sí mientras leían indicadores y diales en las aproximadamente treinta unidades y anotaban lo que leían en tablillas de plástico de un hermoso azul pálido. Había una cruz dorada, una hoz en la pared del fondo y un reloj con una inscripción donde se leía: «Dom 12 abr 145 A.U., 11.08.» La música se infiltró en el oído de Chip y aumentó de volumen:
Hacia fuera, hacia fuera,
interpretada por una enorme orquesta, de una forma tan emocionante, tan mayestática, que sus ojos se llenaron de lágrimas de orgullo y felicidad.
Hubiera podido quedarse allí durante horas, contemplando aquellos alegres y atareados miembros y aquellos impresionantemente brillantes bancos de memoria, escuchando
Hacia fuera, hacia fuera
y luego
Una poderosa Familia;
pero la música disminuyó de volumen (en el momento en que las 11.10 se convirtieron en las 11.11) y la voz, suavemente, consciente de sus sentimientos, les recordó que había otros miembros esperando y les pidió que avanzaran por favor hacia la siguiente exhibición más adelante en el pasillo. Se apartó, reacio, del panel de cristal de UniComp, junto con otros miembros que se secaban discretamente los ojos y sonreían y asentían con la cabeza. Les sonrió, y ellos le sonrieron a él.
Papá Jan sujetó su brazo y lo condujo al otro lado del pasillo, hasta una puerta provista de un escáner.
—Bien, ¿te ha gustado? —preguntó.
Chip asintió.
—Eso no es Uni —dijo Papá Jan.
Chip lo miró.
Papá Jan le quitó el auricular del oído.
—¡Eso no es UniComp! —dijo en un intenso susurro—. ¡Esas cajas rojas y naranjas de ahí dentro no son reales! ¡Son
juguetes,
para que la Familia venga a contemplarlos y se sienta alegre y feliz con ellos! —Sus saltones ojos se acercaron mucho a Chip; diminutas gotitas de saliva salpicaron la nariz y mejillas del niño—. ¡Está más abajo! —dijo—. ¡Hay tres niveles debajo de éste, y allí es donde está! ¿Quieres verlo? ¿Quieres ver el
auténtico
UniComp?
Chip sólo pudo seguir mirándolo.
—¿Quieres, Chip? —insistió Papá Jan—. ¿Quieres verlo? ¡Puedo mostrártelo!
Chip asintió.
Papá Jan soltó su brazo y se enderezó. Miró alrededor y sonrió.
—De acuerdo —dijo—, vamos por aquí.
Sujetó a Chip por el hombro y le hizo retroceder por donde habían venido, pasado el panel de cristal atestado de miembros que miraban al otro lado, y el parpadeante haz de luz de los bancos de memoria, y la pared repleta de miniluces y...
—Disculpe, por favor.
—... la cola de miembros que esperaban para entrar y hacia otra parte del vestíbulo que estaba más oscura y vacía, y donde un monstruoso telecomp se inclinaba, roto y suelto, de su panel de pared, y había dos camillas azules depositadas en el suelo una al lado de la otra, con almohadas y mantas azules dobladas encima.
Había una puerta en el rincón con un escáner a su lado, pero cuando se acercaron a ella Papá Jan echó hacia abajo el brazo de Chip.
—El escáner —dijo Chip.
—No —respondió Papá Jan.
—¿No es aquí donde...?
—Sí.
Chip miró a Papá Jan, y éste lo empujó más allá del escáner, abrió la puerta, lo metió dentro y siguió tras él, dejando que el automático de la puerta la cerrara lentamente a sus espaldas con un suave silbido.
Chip, estremecido, miró a su abuelo.
—Todo está bien —dijo Papá Jan secamente; luego, no tan secamente, con cariño, cogió la cabeza de Chip con ambas manos y repitió—: Todo está bien, Chip. No te pasará nada. Lo he hecho montones de veces.
—Pero no hemos preguntado —observó Chip, aún temblando.
—Todo está bien —repitió Papá Jan—. Mira: ¿a quién pertenece UniComp?
—¿Pertenece?
—¿De quién es ese computador?
—Es... de toda la Familia.
—Y tú eres un miembro de la Familia, ¿no?
—Sí...
—Bien, entonces es en parte tu computador, ¿no? Te pertenece, no al revés: tú no le perteneces a él.
—¡Pero se supone que debemos pedir las cosas! —exclamó Chip.
—Chip, por favor, confía en mí —dijo muy seriamente Papá Jan—. No vamos a coger nada, ni siquiera vamos a tocar nada. Sólo vamos a mirar. Ésa es la razón de que yo haya venido aquí hoy, para mostrarte al auténtico UniComp. Quieres verlo, ¿no?
Al cabo de un momento, Chip dijo:
—Sí.
—Entonces no te preocupes; todo está bien. —Papá Jan le miró tranquilizadoramente a los ojos; luego soltó su cabeza y tomó su mano.
Estaban en un descansillo, del que partían unas escaleras hacia abajo. Descendieron cinco o seis tramos —hacía frío—, y Papá Jan se detuvo y detuvo a Chip.
—Espera aquí —dijo—. Volveré en unos segundos. No te muevas.
Chip contempló ansiosamente a Papá Jan mientras éste volvía escaleras arriba hasta el descansillo, abría la puerta para mirar, y luego salía rápidamente. La puerta se cerró tras él.
Chip empezó a temblar de nuevo. Había cruzado un escáner sin tocarlo, y ahora estaba solo en una fría y silenciosa escalera..., y ¡Uni no sabía dónde estaba!
La puerta se abrió de nuevo, y Papá Jan regresó con unas mantas azules en el brazo.
—Hace mucho frío aquí —dijo.
Caminaron juntos, envueltos en las mantas, por un corredor apenas lo bastante ancho para los dos, entre dos paredes de acero que se extendían convergentes ante ellos hasta una lejana pared transversal y que se alzaban sobre sus cabezas hasta medio metro de distancia de un reluciente techo blanco..., no eran paredes en realidad, sino hileras de gigantescos bloques de acero puestos uno al lado de otro y empañados por el frío, numerados en su parte frontal con una serie de cifras negras y a la altura de los ojos: «h36», «h38» a un lado del corredor; «h39», «H51» en el otro. Había unos veinte corredores como aquél; estrechos desfiladeros paralelos se abrían a espaldas de las hileras de bloques de acero, y esas hileras se veían interrumpidas regularmente por la intersección de otros desfiladeros formados por cuatro corredores perpendiculares ligeramente más amplios.
Recorrieron el corredor, con el aliento formando nubecillas ante su rostro, dejando manchas de sombras detrás de sus pies. El ruido que hacían —el rozar del tejido de sus monos, el golpear de sus sandalias contra el suelo— eran los únicos sonidos del lugar, cargado de ecos.
—¿Y bien? —dijo Papá Jan, mirando a Chip.
Chip se apretó más fuertemente la manta en torno a su cuerpo.
—No es tan bonito como arriba —dijo.
—No —admitió Papá Jan—. No hay apuestos miembros jóvenes con plumas y tablillas aquí abajo. Ni cálidas luces ni amistosas máquinas rosas. De un año a otro, siempre está vacío aquí abajo. Vacío, frío y sin vida. Horrible.
Se detuvieron en la intersección de dos corredores, desfiladeros de acero que se extendían en una y otra dirección, en una tercera y una cuarta. Papá Jan movió la cabeza en un gesto de negación y frunció el entrecejo.
—Está mal —dijo—. No sé por qué o cómo, pero está mal. Planes muertos de miembros muertos. Ideas muertas, decisiones muertas.
—¿Por qué hace tanto frío? —preguntó Chip, mientras contemplaba condensarse su aliento.
—Porque está muerto —dijo Papá Jan, pero entonces negó con la cabeza—. No, no lo sé —rectificó—. Si no están fríos, casi al punto de la congelación, no funcionan; no sé por qué. Cuando trabajé aquí, todo lo que sabía hacer era poner las cosas allá donde se suponía que debían estar sin romperlas ni estropearlas.
Caminaron lado a lado por otro corredor: «R20», «R22», «R24».
—¿Cuántos hay? —quiso saber Chip.
—Mil doscientos cuarenta en este nivel, mil doscientos cuarenta en el nivel de abajo. Y eso es sólo por ahora; hay el doble de espacio que éste preparado y aguardando detrás de esa pared oriental, para cuando la Familia crezca. Otros pozos, otro sistema de ventilación ya en su lugar...
Descendieron al siguiente nivel inferior. Era igual que el de arriba, excepto que había columnas de acero en dos de las intersecciones y cifras rojas en vez de negras en los bancos de memoria. Caminaron junto a «J65», «J63», «J61».
—La mayor excavación que hubo nunca —dijo Papá Jan—. El mayor trabajo que se haya emprendido nunca, construir un computador para anular los cinco viejos. Cuando tenía tu edad, cada noche había noticias sobre ello. Imaginé que no sería demasiado tarde para ayudar cuando cumpliera los veinte años, siempre que consiguiera las calificaciones requeridas. Así que lo solicité.
—¿Lo solicitaste?
—Eso es lo que he dicho —murmuró Papá Jan, con una sonrisa y un gesto de asentimiento—. Hacían caso de estas cosas en aquellos días. Así que le pedí a mi consejero que solicitara a Uni..., bueno, no era Uni entonces, era EuroComp, de todos modos, le pedí que lo solicitara, y lo hizo, y Cristo, Marx, Wood y Wei, lo conseguí: 042C; trabajador de la construcción, tercera clase. Primer trabajo, aquí. —Miró alrededor, aún sonriendo, los ojos brillantes—. Iban a bajar estos bloques por los pozos, uno a uno —dijo, y se echó a reír—. Me senté ahí una noche, pensando, e imaginé la forma en que podía hacerse el trabajo con ocho meses de antelación si perforábamos un túnel desde el otro lado del monte Amor —señaló con el pulgar por encima de su hombro— y los entrábamos por allí sobre ruedas. EuroComp no había pensado en esa sencilla idea. ¡O quizá no tenía demasiada prisa de que le arrebataran la memoria! —Se echó a reír de nuevo.
De pronto dejó de reír. Chip lo miró, y observó por primera vez que su pelo era completamente blanco ahora. Las manchas rojizas que tenía unos años antes habían desaparecido por completo.
—Y aquí están ahora —siguió Papá Jan—: todos en su lugar, arrastrados sobre ruedas por mi túnel y trabajando ocho meses antes de lo que lo hubieran hecho de otro modo. —Miraba los bancos junto a los que pasaban como si le desagradaran.
—¿No te... gusta UniComp? —preguntó Chip.
Papá Jan guardó silencio por unos instantes.
—No, no me gusta —dijo al fin, y carraspeó—. No puedes discutir con él, no puedes explicarle cosas...
—Pero lo sabe todo —dijo Chip—. ¿Qué hay que explicarle o discutir con él?
Se separaron para pasar junto a una columna cuadrada de acero y volvieron a reunirse al otro lado.
—No lo sé —dijo Papá Jan—. No lo sé. —Siguió andando, la cabeza baja, el entrecejo fruncido, la manta envuelta en torno al cuerpo—. Escucha —dijo—, ¿hay alguna clasificación que desees más que cualquier otra? ¿Cualquier trabajo que te gustaría especialmente?