Un día en la vida de Iván Denísovich (3 page)

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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

BOOK: Un día en la vida de Iván Denísovich
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—Está todo frío. Ya iba a comer yo por ti; pensé que te habían encerrado.

El no se esperó porque sabía que Sujov no dejaría nada, que limpiaría completamente los dos platos.

Sujov extrajo la cuchara de la bota. Quería a esta cuchara, le había acompañado por todas partes en el Norte, la había fundido él mismo con arena e hilo de aluminio y en ella, arañada con un clavo, se podía leer: «Ust-Ishma, 1944.»

Sujov se quitó la gorra de la trasquilada cabeza. Hiciera el frío que hiciese, sencillamente, es que no había podido nunca decidirse a comer con la gorra puesta. Removió la, por tantos motivos, desvirtuada sopa y se aseguró con rapidez de lo que le habían echado en el plato. Regular. No le habían servido de los bordes de la marmita, pero tampoco del fondo. De Fetiukov era de suponer que mientras le había guardado los dos platos, le habría pescado una patata.

La única ventaja de la sopa es que está caliente, pero para Sujov estaba ahora completamente fria. A pasar de ello, comenzo tan lenta como circunspectamente a tomarla a cucharadas. Ahora podia empezar a arder el cobertizo; no habia ninguna razon para apresurarse.

Exceptuando el sueño, el ocupante de un campo de concentración vive para si exclusivamente diez minutos cada mañana en ocasión del desayuno, cinco durante la comida y otros cinco durante la cena.

La sopa era la misma cada dia; ello dependia de la clase de verdura que se hubiera almacenado para el invierno. El año pasado se habia almacenado exclusivamente zanahorias saladas, y asi la sopa, desde septiembre hasta junio, no tenia otra cosa que zanahorias. En el año actual era la Lombarda. El tiempo de las vacas gordas para los prisioneros del campo es junio; después todas las verduras han sido consumidas y se las sustituye por cebada perlada. El de las vacas flacas es julio. Entonces lo que contienen las marmitas son ortigas picadas.

De los pescaditos salían cada vez más espinas; la carne estaba recocida hasta los huesos, deshecha, y sólo había algo que rascar chupándolos. Sujov no dejó del desmoronado esqueleto del pescado ni una sola escama, ni una migaja, masticó la raspa con los dientes, la chupó y la escupió encima de la mesa. No importa de qué pescado lo comía todo, las agallas y la cola, incluso los ojos cuando cogía algún trozo de ellos con la cuchara, pero ahora sobrenadaban hervidos y solitarios en el plato unos enormes ojos de pez y no se los comió. Los otros se rieron de él.

Sujov había vivido hoy económicamente. Puesto que no había ido al barracón, no había recibido su ración y comió ahora sin pan. El pan lo comería solo, después, con gran apetito. Solo, sacia más.

Como segundo plato había puré de mijo, convertido ya en un informe montón congelado. Sujov lo cortó en pedacitos. No era sólo porque la mezcla de hinojo y de mijo se hubiera quedado fría; caliente tampoco hubiera tenido ningún gusto y no llenaba. Sabía a hierba y sólo tenía del mijo el color amarillo. De algún chino, como se suele decir, se les había ocurrido distribuir eso, en vez de cebada o trigo mondados. Cocida, la pasta pesaba 300 gramos y basta. Puré y nada eran la misma cosa, pero tú te tienes que arreglar sólo con eso. Sujov, después de haber chupado cuidadosamente la cuchara y de guardarla en su viejo escondite de la bota de fieltro, se caló la gorra y se fue a la enfermería.

En el firmamento, cuyas estrellas no se veían por la iluminación del campo, todo seguía estando oscuro. Los dos reflectores dividían el campo en dos anchos rayos. Cuando se instaló este campo, el especial, los puestos tenían todavía, procedentes del frente, un sinnúmero de bengalas de situación. Apenas se había extinguido la luz cuando la zona cerrada se inundaba de cohetes, blancos, verdes y rojos —una guerra en toda regla—. Después finalizó el disparo de estos cohetes. ¿O es que resultaban demasiado caros?

Reinaban las mismas tinieblas que cuando el toque de diana, pero para el ojo experimentado era fácil comprobar, por pequeños indicios, que pronto sería dada la señal de marcha. El asistente de Kromoj (el de servicio, destinado al barracón comedor, Kromoj, sostenía a su vez a un ayudante y le daba de comer) se encaminó a la Barraca de Inválidos 6, es decir, los que no tenían que salir a trabajar, a llamarles para el desayuno. Un viejo pintor barbudo se dirigió a la sala de estudios para buscar color y pincel y pintar los números. De nuevo, Tatarin, con enormes pasos, de prisa, cruzó la divisoria del campo en dirección al barracón de oficiales. Casi todos los tipos se habían retirado del exterior, todos se habían camuflado y se recalentaban durante los últimos dulces minutos.

Sujov se escondió rápidamente de Tatarin, detrás de una esquina del barracón. Crúzate de nuevo en su camino y te llevará esta vez del cabezal. Ya, y sobre todo, que uno no puede estar nunca papando moscas. Se debe procurar que un vigilante no te vea nunca solo, sino en manada. Quizá busque él un hombre para darle trabajo, quizá no tiene a nadie en quien desfogar su ira. En los barracones, la orden ha sido leída: cinco pasos antes de encontrarse al vigilante hay que quitarse la gorra y volvérsela a poner tres pasos después. A uno de los vigilantes, que da vueltas de acá para allá como un ciego, le da todo igual; pero a los otros eso les viene muy a propósito. ¡A cuántos han enviado a chirona a causa de estas gorras! No; es preferible permanecer tras el rincón.

Tatarin había pasado por delante y Sujov se había decidido por la enfermería, cuando se le ocurrió, repentinamente, que hoy por la mañana, antes de la marcha, había hecho un encargo al largo Lette, el de la barraca 7; podría ir y comprarle dos vasos de tabaco de su propia cosecha. Pero Sujov se había entretenido tanto que se le había olvidado. El largo Lette había recibido ayer por la tarde un paquete y seguramente mañana ya no quedaría nada de ese tabaco. ¡Y quién espera otro mes para un nuevo paquete!

A Sujov le invadió la indignación, pataleó. ¿No sería mejor regresar a la barraca 7? Pero la enfermería estaba sólo a dos pasos y subió rápidamente la escalinata. La nieve crujía, perceptiblemente, bajo sus pies.

El corredor de la enfermería estaba, como siempre, tan limpio que uno tenía miedo de pisar el suelo. Las paredes estaban pintadas con laca blanca, los muebles eran todos blancos.

Las puertas del dispensario se hallaban cerradas. Seguro que los médicos no se habían levantado todavía. En el cuarto de guardia, sentado detrás de una limpia mesa, con una bata blanquísima, estaba el médico Kolia Dovuskin, un muchacho joven. Escribía algo.

Aparte de él no había nadie.

Sujov se quitó la gorra, como delante de los jefes, y tuvo, siguiendo una vieja costumbre del campo, que mirar servil a todas partes, donde uno no pudiera advertir que Nikolai estaba escribiendo unas derechísimas líneas y que cada línea, empezando desde el margen, comenzaba, escrupulosamente, una detrás de otra, con mayúscula. Naturalmente Sujov comprendió en seguida que no se trataba de ningún verdadero trabajo, sino de algo fraudulento, pero eso a él no le importaba.

—Es sólo que... Nikolai Semionitch... estoy... enfermo... —dijo Sujov avergonzado, como si dijera algo que él mismo no creía.

Dovuskin levantó los ojos, grandes y tranquilos, de su trabajo. Vestía un quepis blanco y una bata blanca, pero no tenía ningún número.—¿Por qué vienes tan tarde? ¿Y por qué no lo hiciste anoche? Ya sabes que por las mañanas no hay ambulatorio. La lista de los exentos de trabajo está ya en el cuerpo de guardia.

Todo eso lo sabia Sujov; sabia tambien que por la noche tampoco era sencillo ser inscrito como enfermo.

—Hombre, ya sabes, Kolia… Por la noche, cuando sería necesario, es cuando no duele…

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que te duele?

—Si tengo que decirlo exactamente, tengo la impresion de que nada me duele, pero un malestar general.

Sujov no pertenecía a aquellos que visitan la enfermería todos los días, y Dóvuskin lo sabía. De todos modos, sólo estaba capacitado para dar de baja por las mañanas como máximo a dos hombres, y estos dos habían sido ya eximidos del trabajo. Debajo del verdoso cristal de la mesa estaban estos dos hombres anotados y subrayados con una línea.

—Deberías haberte preocupado de ti un poquito antes. ¿Por qué vienes también con tan poco tiempo antes de la marcha? ¡Toma!

Dóvuskin sacó de un vaso cubierto de gasa, en el que se encontraban los termómetros, uno de ellos. Le secó la humedad proviniente de un líquido aséptico y se lo pasó a Sujov para tomarle la temperatura.

Sujov se sentó en el estrecho banco pegado a la pared, justo en su canto externo, como si no quisiera contaminarse con él. No lo hizo intencionadamente, sólo de un modo involuntario. Dio a entender con ello que era un extraño en la enfermería y que no la visitaba sólo por pequeñeces.

Dóvuskin, mientras, seguía escribiendo.

La enfermería estaba situada en el ángulo más alejado del campo y ningún resplandor penetraba en ella. Tampoco había relojes, los penados no tenían derecho a utilizarlos; la hora la sabía por ellos, la dirección del campo. Tampoco había ratones aquí; todos habían sido cazados por los gatos de la enfermería, empleados exclusivamente para este fin.

Para Sujov era maravilloso estar sentado en una habitación tan limpia, durante cinco minutos enteros, con semejante silencio, con una iluminación tan clara, y sin tener nada que hacer. Contempló todas las paredes y no pudo descubrir nada sobre ellas. Revisó su chaqueta, y restregó un poco el número colocado sobre el pecho: necesita ser renovado para que no te echen el guante a causa de él. Con la mano libre se palpaba, además, la barba. Razonablemente tupida, crece desde aquella Sauna de hace diez días. Pero no molesta. Dentro de tres días habrá de nuevo Sauna, y entonces le afeitarían. ¿Por qué guardar estúpidas colas en el peluquero? Sujov no necesitaba embellecerse para nadie.

Contemplando el quepis de Dóvuskin, blanco como la nieve, Sujov recordaba el hospital de sangre del batallón en el río Lovat; cómo logró llegar hasta allí con su mandíbula herida y cómo después —¡mira que había sido tonto!— había vuelto, voluntariamente al frente; ¡se habría podido quedar allí cinco días! Hoy sueña uno con enfermar dos o tres cortas semanas, no de muerte ni de peligro de operación, por supuesto. Le parecía que se quedaría allí tres semanas, sin moverse, mientras le alimentaban con sopa de Cuaresma; no estaría mal.

Pero Sujov se acordó de que ahora ya no se podía guardar cama allí. Vete a saber de dónde, había aparecido un nuevo doctor: Stefan Grigoritch, un mono gritador que se mataba a trabajar y que no dejaba en paz a ningún enfermo. Se le había ocurrido echar fuera del hospital a todos los enfermos capaces de caminar y emplearlos en las inmediaciones: en levantar cercados, construir caminos, llevar tierra a los bancales y almacenar nieve en invierno. Decía que el trabajo era la mejor medicina.

Con el trabajo revientan hasta los caballos, esto hay que comprenderlo.

Si él mismo se hubiera derrengado en la construcción de todos esos muros, ahora preferiría estar tranquilamente sentado.

...Y Dovuskin escribía lo suyo. En realidad, se ocupaba en un trabajo «bajo cuerda», que era completamente incomprensible para Sujov. Transcribía un largo poema, que había terminado ayer y había prometido enseñárselo hoy a Stefan Grigoritch, precisamente a ese médico tan fanático de la terapéutica.

Stefan Grigoritch había aconsejado a Dovuskin, como sólo es posible hacerlo en los campos de concentración, hacerse pasar por médico, le había asignado el trabajo normal de un médico de campaña y había empezado a enseñarle a poner inyecciones intravenosas a los incultos «trabajadores», a los cuales, en su buena fe, jamás se les hubiera ocurrido pensar que el médico no era tal médico. Kolia había sido estudiante de literatura y fue detenido en el segundo semestre. Stefan Grigoritch quería que escribiera en la prisión lo que no le dejaban escribir fuera de ella.

La señal para la marcha, que penetró a través de la doble ventana, opaca por el hielo, era apenas perceptible. Sujov suspiró y se levantó. Tenía escalofríos como antes, pero no bastaban para no ir a trabajar. Dovuskin alargó la mano hacia el termómetro y lo miró:

—Lo ves, nada; 37,2. Si tuvieras 38 estaría claro para todo el mundo. No puedo inscribirte enfermo. Si quieres, y bajo tu propia responsabilidad, quédate aquí. Si después de la auscultación, el doctor te inscribe como enfermo, quedarás exento. Pero si te declara sano, eso significa que eres un holgazán e irás a prisión. Mejor es que vayas con los demás.

Sujov no respondió. Se caló la gorra y se fue.

¿Entenderá, alguna vez, aquel que está sentado en un lugar caliente al que se hiela de frío?

El frío atenazaba. Una cáustica niebla envolvía a Sujov y le obligaba a toser. Veintisiete grados de frío afuera; dentro de Sujov treinta y siete grados de calor. ¿Ahora, quién, a quién?

Sujov trotó hacia la barraca. Las callejuelas del campo aparecían desiertas, el campo entero parecía muerto. Era uno de aquellos pocos momentos en los que a uno le es indiferente sentirse engañado, sentirse ya desligado de todo o el que hoy no hubiera que marchar. Los centinelas estaban sentados en las calientes casetas, las cabezas soñolientas apoyadas en los fusiles. Para ellos tampoco iba a ser un caramelo, con este frío, el caminar a tientas en sus atalayas. En el cuerpo principal de guardia, los vigilantes echaban carbón en la estufa. Los vigilantes, en su alojamiento, fuman los últimos cigarrillos hechos a mano antes del último control, mientras los penados, con todos los miserables harapos pegados al cuerpo, ceñidos por toda clase imaginable de correas, embozados desde la barbilla hasta los ojos en trapos contra el frío, siguen tumbados sobre la manta de sus catres, con las botas de fieltro puestas, con los ojos cerrados, como petrificados. Hasta que el brigadier exclame: «¡Arriba!»

En la barraca 9, los de la brigada 104, junto con todos los demás, estaban medio dormidos. Sólo el asistente del brigadier, Pavlo, movía los labios mientras sumaba algo con un lápiz, en tanto que en la litera superior el anabaptista, Alioska, vecino de catre de Sujov, esmeradamente lavado y aseado, leía en su libro de notas, que había cubierto completamente con citas del Evangelio.

Sujov inclinó la cabeza con cuidado y la asomó un poco sobre el catre del asistente del brigadier.

Pavlo levantó la cabeza:

—¿No le habían encerrado, Iván Denisovich? ¿Está usted vivo aún?

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